Cruzar la selva de Darién: una travesía de supervivencia

Actualizado
  • 08/11/2021 00:00
Creado
  • 08/11/2021 00:00
José, junto con su esposa y sus tres hijos venezolanos, cruzó la selva del Darién. Contra todo pronóstico y a pesar de las enfermedades de dos de sus hijos, hoy están a salvo. “Fue una pesadilla que no repetiría jamás”, dice
Diego Forlan16 años Posicion de juego

El número de niñas y niños migrantes que cruzan a pie la selva del Darién, en Panamá ha alcanzado un máximo histórico. Casi 19 mil niños y niñas migrantes han atravesado el inhóspito bosque tropical en lo que va del año 2021. La cifra es casi tres veces mayor que lo registrado en los cinco años anteriores, todos juntos.

Más de uno de cada cinco migrantes que cruzan la frontera entre Colombia y Panamá es un niño o niña. La mitad de ellos tiene menos de cinco años, de acuerdo con datos suministrados por el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef).

La Estrella de Panamá tuvo acceso al testimonio de la familia Peña, de origen venezolano, que atravesó el denso bosque tropical en condiciones infrahumanas, atentando contra su salud y su propia vida.

La historia es un reflejo de la crisis migratoria más grande de los últimos cinco años, y un símbolo del sufrimiento de niños y niñas, que junto a sus padres intentan alcanzar, a cualquier precio, una vida digna.

Cruzar la selva de Darién: una travesía de supervivencia

La familia estuvo cinco días sin comer de los ocho caminado en la selva del Darién. José, el padre, los animaba, pero era consciente de que estaban al límite de sus fuerzas.

Al mismo tiempo, sabía que los rondaba la muerte. Para espantar la desesperación que esa idea generaba, le pedía a su hijo Daniel, de 10 años, que siguiera avanzando a pesar de su afección cardiaca.

A David, de siete años, le rogaba no detenerse, aun cuando sabía que la hipoglicemia que padecía podía descompensar su organismo en cualquier momento. Él (José) llevaba alzada a Daniela, de dos años, que se turnaba con Alexandra, su esposa. La niña dormía, empapada en sudor, contra el hombro.

“Somos mejores que el aventurero Bear Grylls, mejores que los que van al programa Supervivencia al desnudo, mejores que los sobrevivientes de los realities”, les decía José. “Nosotros no tenemos GPS, ni camarógrafo ni nadie que nos ayude, y así lo vamos a lograr”, repetían una y otra vez José y Alexandra.

La familia Peña en un albergue en Ciudad de Panamá, donde lograron recuperarse física y emocionalmente de su travesía de diez días por el Darién.

Aparte de las voces de aliento que llenaban de energía a los niños y los ponían a soñar con un mundo de pasteles, manzanas y juguetes como premio por su travesía, José y Alexandra sabían que estaban perdidos. “No decíamos nada más. Nos movíamos como autómatas en medio del barro y la lluvia insistente”, contó el padre.

Temían por sus vidas y se responsabilizaban de lo que les sucediera. Un par de días atrás el hijo mayor había perdido el conocimiento y se había caído por un barranco. Daniel salvó su vida porque quedó colgado entre dos ramas sobre el precipicio. Vivieron momentos de intensa angustia en los que alcanzaron a pensar que su afección cardíaca se los quitaría. Lo rescataron junto con Alexandra y lo montaron a la espalda del padre y desde entonces le dijo a él y a todos, una y otra vez, sin parar, hasta el cansancio, comiéndose las lágrimas: “Vamos, campeón”, “Vamos, chiqui”, “Vamos a demostrar que somos los mejores”, “Vamos pa' delante”.

La peor pesadilla

Ni José creía lo que les decía, pero los animaba o desfallecían. Los animaba cuando caminaban sobre las piedras del río, cuando se resbalaban en montañas traicioneras, cuando la noche los agarraba en cualquier campamento, cuando cruzaban riscos agarrados a la montaña para no caer al abismo y cuando se quedaban finalmente solos. “Si ahora lloro al recordar esos momentos, es porque ha sido la peor pesadilla que he vivido en mi vida. Una que no le deseo a nadie”, evocó José.

Dos de los tres hijos de la familia Peña han sido diagnósticos con enfermedades crónicas que requieren atención permanente, lo que les motivó a dejar su natal Venezuela.

También ocultó la parte más cruda del viaje: los cuerpos diseminados en los senderos, de las personas que no pudieron completar su travesía. “Son niños y no está bien que vean el horror a esa edad”, pensaba José. Y el horror, justamente, surgía a cada cruce de caminos. Así como migrantes de todo el mundo se aferraban con las manos para cruzar un río. Allí vieron a un brasileño ser arrastrado hasta la muerte y a centenares de migrantes a quienes asaltaron y despojaron de todas sus pertenencias en el camino.

A ellos no les quitaron nada porque no tenían nada.

Alexandra perdió diez kilos tras ocho días en la selva. José tenía una pierna hinchada y un desgarro muscular, y si avanzaba era para que sus hijos no se dieran cuenta de que su papá no podía más con su propio cuerpo.

Los tres muchachos habían perdido peso, pero al menos a ellos lograron darles en las primeras noches puñados de lentejas sin sal, hervidos con agua de río, para que pudieran resistir la travesía.

Justo al octavo día vieron plantaciones de plátano y entendieron que estaban cerca de algún asentamiento humano.

Celebraron, hasta que se dieron cuenta de que les faltaba cruzar un río.

Habían llegado a un punto llamado Tres Bocas, en el que se encuentran los caudalosos ríos Chucunaque y Turquesa. Entonces no sabían dónde estaban. No sabían nada. No sabían ni siquiera qué hacían caminando una semana después cuando se habían jurado que el viaje iba a ser de un solo día.

Migrar por la salud de los niños

En ese punto habían entendido lo absurdo de la decisión de cruzar la selva del Darién con dos niños enfermos y una bebé de dos años, sin dinero, comida y sin saber cuánto tardaría la travesía. Lo habían hecho porque el desespero de la situación en Venezuela los llevó a migrar a Colombia dos años atrás, pero la falta de trabajo en este país los empujó a buscar un nuevo destino.

Los engañaron al decir que sería una ruta fácil. De todos modos, migrar les pareció una mejor opción que quedarse con los niños enfermos y una situación médica precaria para ellos, al mismo tiempo que sin oportunidades.

José fue el primero que salió hacia Cali. Durmió en la calle hasta que encontró un trabajo. Alexandra salió de Venezuela cuando David tuvo tres eventos de coma diabético que los hicieron temer por su vida y Daniel sufrió un dolor intenso en el pecho un día que Alexandra hacía fila para comprar harina. “No esperamos más: los llevé a Cali conmigo”, dijo José. Allí la vida cambió. No tenían mucho, pero veían cosas nuevas. Quisieron volverse youtubers y probar frutas que no conocían sino en video, como las peras y las manzanas.

La esposa, experta en suturar y atender pacientes, aprendió a arreglar flores y las vendió en la calle.

José arreglaba los baldes y ella los vendía. La gente los ayudó y les compartió regalos para los niños, sobre todo en Navidad, que alcanzaron para darles a otros niños en Venezuela.

Los niños lograron estudiar y, en general, la gente fue muy amable con ellos. Hasta que la situación empeoró. No encontraron nada que hacer y decidieron cruzar la selva. Ecuador, Perú y Chile habían cerrado fronteras. Entonces no vieron más opciones.

Llegaron a Medellín, cruzaron a pie la ciudad hasta Santa Fe de Antioquia y tuvieron suerte de que les llevaran hasta Turbo, en la costa atlántica del departamento.

Les ofrecieron traficar con estupefacientes, pero no lo hicieron: primero los niños y la dignidad, decían. El objetivo siempre fue llegar a México, así que siguieron avanzando, comiendo algo de lentejas y arroz, negociando los pasajes y, muchas veces, gracias a la solidaridad de todos, incluso de los traficantes de personas, que los metieron en las lanchas porque los vieron sin recursos de ningún tipo.

Así empezaron esta travesía, inocentes de lo que iban a vivir, en medio de migrantes de todo el mundo, jurando que tardaría solo un día. Todos sabían de la familia Peña, desde la policía migratoria de ambos países hasta los traficantes. Y todos los dieron por perdidos.

Apoyo de Unicef

En Tres Bocas, cuando el último río cerró el paso, la familia hizo un esfuerzo sobrehumano. Era pasar o morir. En ese momento, otros caminantes los alcanzaron y junto con migrantes haitianos los ayudaron a pasar, con las manos trenzadas, haciendo una cadena. José no sabía nadar por un trauma de chico, así que hizo acopio de valentía y con una vara hundida pasó el río. Luego cruzó a los niños. Caminaron 200 metros y encontraron la comunidad de Bajo Chiquito. “Me arrodillé y lloré de emoción”, recordó el padre. “¿Cómo sacaste fuerza para pasar con tus hijos?”, le preguntaron. Él afirmaba que era gracias a Dios.

“Llegaron los venezolanos”, repetían entre sí, mientras les ofrecían algo de comer. Los estaban esperando hacía varios días y ya pensaban que no lo lograrían.

Fue entonces cuando les hablaron de Unicef. El organismo internacional abogó para que consideraran el caso de la familia debido al principio de interés superior de los niños, pues su condición de salud era prioritaria. Con el visto bueno de Migración fueron trasladados a Panamá y recibidos por otras organizaciones que se solidarizaron con la situación de la familia.

Gracias a ello llegaron a un lugar de descanso, donde pudieron recuperarse física y anímicamente.

En las primeras noches, confesó el padre, no podía conciliar el sueño. Seguía pensando en la selva.

Unicef y otras organizaciones humanitarias los remitieron a un albergue temporal para encontrar un techo, tener alimento y recibir orientación legal para poder adelantar trámites migratorios.

Si bien su sueño es llegar a Estados Unidos, el inicio de la pandemia por covid-19 les mantuvo más del tiempo que esperaban en suelo panameño. Panamá decretó el cierre de fronteras dejando a más de 2,500 personas migrantes varadas en su territorio.

“Aquí enfrentamos dificultades para integrarnos como familia migrante ante la ausencia de leyes que protejan a la niñez o a los trabajadores migrantes. Si nos quedábamos, quizás no podríamos cuidar de nuestros hijos. Ante esas dificultades el apoyo de Unicef ha resultado decisivo”, continuó José.

“En el albergue donde estamos con mi familia hace varios días, ya no tengo que mostrarme fuerte. Llorar me libera. Todavía me asaltan las pesadillas de perder a mis hijos y revivo esos momentos duros que no repetiría jamás”, prometió el hombre.

Destino final

Como cualquier padre, José pensó en darles una vida mejor a sus hijos. Todavía los tres esperan su premio por cruzar la selva mejor que Bear Grylls y mejor que todos los sobrevivientes.

“Acompañado de Dios” José Cruzó Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México y llegó a Estados Unidos. Lo hicieron en lanchas, en taxis, en busetas y a pie. No los detuvo ni el desierto, ni los carteles de la droga, ni los retenes, ni la selva de Darién. “Él (Dios) abrió muchas puertas”, recalcó José.

“Vengo a luchar por mis niños, mi familia. Soy un luchador”, respondió cuando un oficial de migración le preguntó qué venía hacer a Estados Unidos con tan solo $65.

Hoy, los niños están en el colegio. Él ha conseguido un trabajo que le permite sostener a la familia. “Tenemos techo. Los niños no están pasando frío, ni días de hambre”, dijo con voz quebrada. Ahora abrazan un nuevo sueño: La familia espera la oportunidad de que el gobierno estadounidense evalúe su caso y apruebe un asilo. Y, como garantía ofrecen “un núcleo familia bien estructurado con una fundación inspirada en Dios”, contó José.

*Con la colaboración de Clara Inés Luna y Enrique Patiño*.

Los abusos a los que se exponen los niños migrantes

En la selva del Darién, las familias de migrantes con niños y niñas están particularmente expuestas a la violencia, incluido el abuso sexual, la trata y la extorsión por parte de bandas criminales. Entre enero y septiembre de 2021, Unicef registró 29 denuncias de abuso sexual de niñas adolescentes durante el viaje.

También corren el riesgo de contraer diarrea, enfermedades respiratorias, deshidratación y otras dolencias que requieren atención inmediata. Este año, se han encontrado a al menos 5 niños y niñas muertos en la selva. Asimismo, más de 150 niños y niñas han llegado a Panamá sin sus madres y padres; algunos de ellos son bebés recién nacidos.

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