• 10/12/2014 01:01

Nuestra democracia: entre el progreso y el retroceso

¿Quién puede justificar que con nuestro crecimiento económico tan espectacular aún el 25 % de la población siga en la pobreza?

Panamá vive el periodo más largo de libertad política y de prosperidad económica de toda su historia republicana. Desde el retorno de la democracia en 1989 se han producido cinco elecciones libres con el triunfo de la oposición y una transferencia pacífica del poder. En el plano económico hemos pasado, en una generación, de una economía de algo menos de 4 mil millones a una de más de 45 mil millones de dólares, la clase media ha crecido y el país se ha convertido en el mayor receptor per cápita de inversión extranjera en Latinoamérica.

Bien advertía Séneca en un ensayo (‘Sobre la Brevedad de la Vida’) que leí como universitario y que releo frecuentemente: ‘¡Cuánta oscuridad puede traer la prosperidad a nuestras mentes!’. No debemos caer en la tentación de pensar que lo alcanzado es irreversible o que el progreso es el curso natural y necesario de nuestra democracia. Las instituciones políticas entran en decadencia, nos recuerda Francis Fukuyama en obra recién publicada (‘Political order and Political Decay’, 2014), cuando se tornan demasiado rígidas para responder a circunstancias cambiantes, no se adaptan y, además, cuando las élites ‘capturan’ al Estado para someterlo a sus intereses particulares.

Algunas grietas son visibles en el magnífico edificio de la democracia construido en estos 25 años. Tales problemas son el excesivo y pernicioso peso del dinero en el sistema político, la debilidad de las instituciones estatales de control, el clientelismo político, la creciente inseguridad, una crisis de representación, y la persistencia de la pobreza, una raquítica movilidad social y la concentración de la riqueza, fenómeno no exclusivo nuestro, como lo destaca Thomas Piketty (‘El capital en el siglo XXI’).

El más obvio problema es el debilitamiento de las instituciones de control del poder (Contraloría, Ministerio Público, Órgano Judicial) con dos corolarios: el escandaloso aumento de la corrupción de algunos servidores públicos y la pérdida de libertades (p. ej. derecho a la intimidad frente al espionaje estatal). Es urgente fortalecer estos controles.

Decía Francisco Quevedo en su poema ‘Poderoso caballero es don Dinero’ que éste ‘hace todo cuanto quiero’, ‘da autoridad’ y ‘al natural destierra y hace propio al forastero’. La influencia del dinero en nuestro sistema político se ha vuelto abrumadora: costosas campañas electorales, recompensas a donantes con puestos y contratos, tentación de enriquecerse rápidamente. Hay que enfrentar esto con límites reales a las contribuciones privadas en las elecciones y restringir el acceso desproporcionado de los donantes a puestos públicos y a grandes contrataciones e impedir enérgicamente el ingreso del dinero del crimen organizado en la política.

Ligado a lo anterior está el clientelismo que nos acosa por todos los flancos políticos: apoyo de empresas, de medios o de votantes a cambio de puestos públicos y de contratos. Hay que asegurarse de que el acceso a los contratos se haga mediante una nueva ley que modifique sustancialmente la vigente Ley de Contrataciones Públicas de 2006, y en cuanto a los puestos públicos, debemos extender los concursos de méritos y brindar estabilidad a nuestra burocracia: sin una burocracia estable que ejecute las políticas públicas no habrá efectividad ni continuidad en ellas, aunque sean buenas.

La inseguridad ciudadana ante la criminalidad, ha revelado un estudio de la Universidad de Vanderbilt para Proyecto de Opinión Pública de América Latina (‘Citizen Insecurity and Democracy’, 2014), es la principal causa de pérdida de legitimidad de la democracia en nuestra región. Nuestro nivel de violencia arbitraria, sobre todo el de homicidios, se ha agravado y hay que reducir radicalmente este fenómeno.

¿Quién puede justificar que con nuestro crecimiento económico tan espectacular aún el 25 % de la población siga en la pobreza? Las políticas de gasto público y educación tienen que enfrentar este asunto. Sin embargo, si a los mejor educados no se les ofrece acceso al sector público por sus méritos y no por conexiones clientelistas o de parentesco, el progreso será más difícil y traumático.

Esos son nuestros desafíos. Solo si les damos las respuestas adecuadas, en la dinámica histórica de desafío-respuesta que propugnaba el historiador Arnold Toynbee como clave del progreso histórico, podremos consolidar lo que hemos conseguido. Nuestra élite política debe entender que ya no basta la legitimidad de origen (elecciones), sino que tiene que alcanzar la legitimidad de ejercicio del poder: la eficacia del Gobierno en combatir la criminalidad y en alcanzar metas sociales y económicas con respeto al Estado de derecho. Ese es el único camino para evitar el retroceso.

*EXPRESIDENTE DE LA CORTE SUPREMA (1994-2000).

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