• 02/08/2021 00:00

El médico no puede servir a dos señores

“Esgrimir la “salud pública” como un comodín con que justificar la violación de la autonomía de la persona individual […] implica una ética utilitarista que ve a la persona como instrumento y no como fin en sí mismo”

El problema con el enfoque de la salud pública es que allí el “paciente” no es una persona, sino una población. Una población está compuesta por individuos únicos. En tanto la ética tradicional hipocrática se enfoca en la relación médico-paciente que parte del principio ético de que el médico debe procurar en todo momento el bienestar del paciente por encima de cualquier otra consideración, la llamada Medicina poblacional persigue fines poblacionales, y no la salud de personas individuales. Al priorizar objetivos de salud pública, el médico no puede a la vez priorizar el bienestar de ninguna persona individual, por aquello de que nadie puede a la vez servir a dos señores (es imposible, en un sistema, optimizar dos parámetros distintos, salvo que entre ellos haya correlación perfecta de uno). Al contrario, necesariamente la procuración de objetivos colectivos implica supeditar las necesidades y bienestar de personas individuales a las necesidades de ese “colectivo”. Esa ética utilitaria del “bien de las mayorías” no puede jamás ser compatible con la relación médico-paciente tradicional, en que el médico se enfoca en un paciente a la vez. Como declaró el Dr. Andrew Ivy, médico estadounidense que participó como perito en el “Juicio de los doctores” en Nuremberg, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, “no hay justificación en matar cinco personas para salvar las vidas de quinientas”.

Esto aplica a la discusión del momento sobre si es legítimo usar coerción para someter personas a la intervención médica que es vacunarse contra el SARS-CoV-2. A estas alturas, debería ser perogrullo decir que la infección con el virus SARS-CoV-2 afecta de modos muy pero muy disímiles a distintas personas. En un extremo, causa cuadros muy severos que pueden resultar en la muerte en algunas personas, mientras que en el otro extremo puede dar una infección completamente asintomática, en que la persona jamás se entere siquiera, porque su sistema inmune ha repelido tan exitosamente el virus que la persona jamás llegó a desarrollar síntomas. La tasa de letalidad de la infección es en personas de más de 70 años, aproximadamente 2000 veces mayor que la tasa de letalidad de la infección en personas menores de 30 años. La pretensión de que personas con riesgos tan abismalmente disímiles que difieren en tres órdenes de magnitud frente a un virus, deban tener las mismas estrategias ante ese virus, es irracional. En el mundo real, las estrategias de riesgo cero son o suicidas o conducentes a una grave disfuncionalidad.

Esto aplica con el tema de la vacunación, porque toda vacunación es una intervención médica en que hay que sopesar riesgos y beneficios, y no existe intervención médica sin riesgo de daño. El médico que atiende a Juan solo debe pensar en el bienestar de Juan, por encima de cualquier otra consideración, para recomendar o desaconsejar cualquier intervención médica a este. Si el médico tiene razones para pensar que, por su perfil de riesgo, Juan probablemente no se beneficie de la vacunación, y en cambio esta lo exponga a un mayor riesgo de daño causado por un efecto adverso de la vacuna, el médico debe entonces desaconsejar a Juan la vacunación. Así de sencillo. En caso de incertidumbre sobre la relación riesgo/beneficio, el médico debe reconocer dicha incertidumbre para que Juan tome una decisión informada.

Pero si en lugar de ello, si en la situación hipotética de que la evaluación de riesgo/beneficio no arroje un balance favorable para Juan, aún así el médico decidiera recomendar a Juan que este se vacune, no ya por la salud de Juan, sino porque ese médico está pensando más en la “salud pública” que en la salud de Juan, pues ese médico está infringiendo su deber hacia Juan. Si un médico no es capaz de colocar el bienestar de su paciente individual de carne y hueso por encima de cualquier otra consideración, incluyendo objetivos de “salud pública”, ese médico está faltando a su deber frente a su paciente.

Las personas no son meros peones en un tablero de ajedrez, a los que se puede sacrificar para lograr un fin “mayor”. En la ética judeocristiana occidental, la persona humana individual siempre es un fin en sí mismo, jamás instrumento. La pretensión de aplicar una ética utilitarista del “bien colectivo” a las intervenciones médicas, es antimedicina. Se colige, por tanto, que cada persona individual tiene derecho a evaluar por su propia cuenta -asesorada con el médico de su preferencia y libre elección- y decidir libremente si se somete a una determinada intervención médica o no.

Esgrimir la “salud pública” como un comodín con que justificar la violación de la autonomía de la persona individual que esta tiene para tomar sus propias decisiones médicas -y de asesorarse con el médico de su elección- implica una ética utilitarista que ve a la persona como instrumento y no como fin en sí mismo. Como bien señala el pediatra y bioeticista estadounidense Ashley Fernandes, una de las lecciones fundamentales de Nuremberg es precisamente que “como médico, debes servir exclusivamente al paciente, no a una idea abstracta de la sociedad”.

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