• 25/12/2019 00:00

La casa de los pájaros

Nuestra casa estaba llena de trinos... Teníamos chuíos, pechiamarillos, piquigordos y algunas variedades que Adubon no te va a decir ya que todos provenían de surtidores del mercado público o del interior...

Mi casa fue construida por mi abuelo en el barrio de Santa Ana, específicamente en Calle 15 Oeste, tal vez a principios del siglo XX y alrededor de 1910 o 1920. Constaba de una planta baja de mampostería y dos plantas altas de madera.

En un principio la familia ocupaba todo el edificio, siendo su planta baja para salón de estar, salón comedor, cocina bajo techo pero con su habitual sección abierta como era la usanza en aquel entonces, su patio interior y el área de baño y servicio, siempre al fondo de la propiedad. En la planta alta se encontraban los dormitorios los cuales constaban al fondo de baño y servicio, directamente construidos sobre los de la planta baja en losa de concreto sobre columnas y vigas masivas como para resistir un sismo de más de 7 puntos en la escala de Ritcher.

Durante muchos años se pudo haber seccionado esta planta en tres o hasta cinco o más habitaciones conforme la familia crecía. El resto de la estructura de la planta alta era de madera muy sólida, posiblemente importada y curada porque nunca le vi un deterioro. Podemos llamarle tercera planta al nivel que ocupaba toda el área a lo largo y ancho de la propiedad sin entrepaños o paredes, puesto que esta área estaba destinada para tender ropa bajo techo y para albergar la servidumbre y los visitantes.

Esta era un área cerrada con ventanales para la circulación cruzada de aire y en la cumbrera que daba al frente de la casa, hacia la calle un gran ventanal en triángulo con una especia de malla metálica.

Esta planta le llamábamos el altillo y lo hice mi coto personal de cacería de sueños. Pasaba horas jugando aquí solo siendo interrumpido por las empleadas que subían a tender ropa o por los gritos de mi abuela para bajar a comer o cenar.

Con el tiempo, mi abuelo, quien tenía dos hermanas tomó una decisión respecto a la repartición de la casa. Las hermanas Clotilde y Matilde de una manera u otra también quisieron formar sus familias. Supe que la tía abuela Clotilde se casó con un señor peruano cuya profesión era de capitán de barco, al parecer cada vez que venía a Panamá le hacía un hijo; amados tíos que veía yo todos los días, Alfonso, Roberto, Mario, Nicanor, Luis y Francisco, de manera que mi abuelo cedió la planta baja para su hermana y sus hijos.

La tía Matilde sin previo aviso cogió rumbo a Penonomé detrás de su amado Jacobo, lo cual no fue del agrado de mi abuelo. Mi abuelo tenía una afición por los pajaritos cantores y recuerdo muy bien que en los ventanales de la casa siempre había jaulas con diferentes variedades.

Nuestra casa estaba llena de trinos perennes. Teníamos chuíos, pechiamarillos, piquigordos y algunas variedades que Adubon no te va a decir ya que todos provenían de surtidores del mercado público o del interior que no usan esos nombres complicados y ridículos en latín.

Logré ver a mi abuelo muchas veces sacar estos pequeños seres emplumados de sus jaulas y llevarlos debajo de la canilla de agua, nunca directo del chorro; su técnica consistía en darles un baño producto de un gran buche y soplar sobre el alado. Era una técnica sumamente difícil ya que como hacías para abrir la pluma, tomar el buche de agua y soplar la refrescante regadera sobre el pajarito; todo esto sin que se te escapara. Presumo que mi abuelo se adelantó casi un siglo al descubrimiento del ADN porque me comentó en secreto: “vea hijo, esto es para que no se vayan”.

Al impregnar su ADN sobre los cantantes pienso que creaba un vínculo de lealtad. Y esto pude comprobarlo también con un percance que sufrió una tía. Mi abuelo tuvo cinco hijos, mi padre y cuatro chicas. Una de ellas llamada Dolores, le fascinaba la afición de mi abuelo por los pájaros y no sé en qué momento se le ocurrió que ella podía darles el consabido baño a los amiguitos trinosos.

Yo jamás pensé en hacerlo, pues claro, tenía miedo precisamente que se me escapara. Y pasó, el diminuto volador pechiamarillo se le escapó. Entramos en pánico y mi tía me conminó a buscar una toalla para echársela encima y capturarlo. Yo me hice el pendejo y dejaba caer la toalla, la verdad no sé de dónde saqué que esa operación podía matarlo o lastimarlo.

Después de varios gritos y correteos detrás del pechiamarillo por toda la casa y de continuas salidas y entradas por todas las ventanas. El pequeño ser se posó orondamente en su jaula y entró por sus propios medios. Mi tía respiró y yo también. Para esa época mi abuelo ya tenía cataratas así que su visión era pobre, su actividad pajaril fue mermando hasta que la familia decidió abandonar el querido barrio de Santa Ana y cerca de los años '60s nos mudamos a la urbanización Los Ángeles.

La casa en calle 15 fue adquirida por la maestra Martina que si mal no recuerdo ganó la partida a los vecinos de enfrente, uno de los hijos de la familia, Alfredito Trunie (pido disculpas porque no tengo claro si era su apellido o su apodo) manifestó interés en comprarla para sus padres. Me da la impresión que finalmente “Los Trunie” sí lograron adquirir la propiedad después de unos años. Con mucha nostalgia ya en los '80s regresaba al barrio y pasaba por mi casa, lamentablemente el barrio ya había desmejorado, muchas casas estaban condenadas.

La enorme casa de Rodaniche al frente, que era casi un pueblo se estaba cayendo, la casa de Patterson al lado aunque sólida porque era toda de concreto estaba deshabitada y cerrada, hoy día se mantiene perfectamente, como un museo. Casi todas las casas desaparecieron en un fuego después de los '80s, incluyendo la nuestra. Aquellos que vivieron en el barrio esa época recordarán los puntos clave de referencia, como el restaurante El Gato Negro, El asilo de Malambo, el mercadito de las frutas, el portón de frituras de calle 16 Oeste, el teatro Edison en Calle 17, el cuartel de bomberos, la plaza Amador, la escuela Manuel José Hurtado, las cantinas Ciudad de Verona; Ambos Mundos, El Trocadero, El Cielo; la botica de Lombardo, las tiendas de Chichi Espino y la del chino Mingo y la cubana, de cajón no puede faltar la panadería La Venezolana de los Medina en calle 14, a quienes considerábamos familia y además compartíamos patio con patio. Me disculparán también los antiguos residentes y vecinos por todo lo que se me haya quedado por fuera de nuestro amado barrio de Santa Ana.

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