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- 23/04/2019 02:02
¿Constituyente sí o no?
Ayer publiqué en este diario un artículo titulado ‘La Constitución militarista de 1972 está derogada. No existe', en él expliqué que, gracias a las reformas que en 1983 se le introdujeron a la Constitución de 1972, esta dejó de existir y fue reemplazada por una nueva Constitución que, para decirlo con palabras del doctor César Quintero, ‘es la antítesis de la autocrática y autoritaria Constitución de 1972'.
Además, en ese artículo, haciéndome eco del criterio del doctor Carlos Bolívar Pedreschi, sostuve la tesis de que ninguna constitución tiene, por su sola virtud, la capacidad de transformar, como por arte de birlibirloque, la realidad política, social y económica de ningún país.
Los que –agrego yo– creen en los poderes taumatúrgicos de las constituyentes y de las constituciones están obligados, por simple coherencia lógica, a creer también que todos los males socioeconómicos y políticos que aquejan a un país son imputables a las deficiencias y defectos de las leyes fundamentales que los rigen. Este peregrino discurrir no es novedoso. Se viene repitiendo desaprensivamente desde el siglo pasado. Díganlo, si no, las palabras de ese perspicaz testigo y destacado protagonista del siglo XX panameño que fue don Diógenes de la Rosa, quien, en su momento, hubo de explicarles a sus coetáneos que las flaquezas de los seres humanos y al mal funcionamiento de las democracias no son atribuibles a fenómenos de índole jurídica. Así nos lo dejó dicho en un artículo que lleva por título ‘No es culpa de la Constitución', del que copio el siguiente párrafo:
‘La democracia presupone una mediana cultura política en el medio en donde ha de operar. Y aquí radica nuestro problema más espinoso. La culpa no es de la Constitución, sino de la incultura política prevaleciente no solo en las masas populares, sino en las altas estancias rectoras de la vida pública. No deben atribuirse a la Constitución las arbitrariedades de los funcionarios, sino a la falta de todo concepto sobre la norma de derecho en que se basa la democracia. Ni es tampoco culpa de la Constitución el quietismo, la insensibilidad, la incuria del cuerpo social frente a los desbordes y desafueros del funcionarismo'. (Diógenes de la Rosa, Tomo II, Academia Panameña de la Lengua, 2019).
De las palabras de De la Rosa no se sigue, de ninguna manera, que debamos desentendernos de la tarea de depurar nuestro ordenamiento constitucional, a fin de extirparle las taras y lunares que afectan y entorpecen de manera ostensible el desenvolvimiento desenfadado del quehacer gubernamental. La identificación de esas taras no es tarea dificultosa.
Sin embargo, antes de identificarlas creo necesario refutar una tesis muy en boga, según la cual es menester convocar una asamblea constituyente, dado que es inviable e inconducente agregar nuevas reformas a la Constitución vigente, porque esta, según esa tesis, ‘es una colcha de retazos, que no aguanta un parche más'.
Admito que el autor de la frase entrecomillada hizo gala de un cierto gracejo al componerla. La frase, sin duda, resulta divertida, pero de allí no pasa. Es totalmente falsa. Ninguna de las reformas que se la han introducido a la Constitución vigente puede ser calificada de parche ni de cosa parecida. Veámoslo.
¿Alguien puede, en serio, calificar de parche la reforma de 1983, que le dio al país una Constitución nueva, que nos colocó en las antípodas de la autocrática Constitución de 1972? ¿Fue acaso un parche la reforma que le agregó a la Constitución el título del Canal de Panamá, que lo blindó contra el riesgo de la privatización y la politiquería y que facilitó su transferencia expedita a manos panameñas? ¿Fue parche la abolición del ejercito? ¿Fue parche la reforma que prohibió el nombramiento en la Corte Suprema de quienes estén ejerciendo o hayan ejercido en los cinco años anteriores el cargo de diputado, principal o suplente, o cargos con mando y jurisdicción en el Órgano Ejecutivo? ¿Fue parche fortalecer la independencia del Tribunal Electoral, al dotarlo de una adecuada autonomía financiera? ¿Fue parche el permitir, por primera vez en nuestra historia republicana, que los diputados a la Asamblea Nacional pudieran ser investigados y procesados sin que se requiriera autorización previa de la Asamblea Nacional? ¿Fue parche la creación de un Tribunal de Cuentas independiente de la Contraloría? ¿Fue parche darle carácter constitucional a la descentralización de la administración pública en favor de los municipios? ¿Fue parche el eliminar la posibilidad de que los alcaldes fuesen de libre nombramiento y remoción del Órgano Ejecutivo? ¿Fue parche la reforma del artículo 17 de la Constitución, que permite ampliar los derechos y garantías fundamentales de los ciudadanos?
Es más que evidente que ninguna de las referidas reformas puede ser tildada de parche, como tampoco tienen por qué serlo las que en el futuro se le hagan a la Constitución. Lo que cuenta en esta materia es el contenido sustantivo de cada reforma.
Por otra parte, importa apuntar que, en mi opinión, muchas de las reformas que requiere la Constitución deben ser aprobadas a la mayor brevedad posible. Me refiero, por ejemplo, al método del nombramiento de los magistrados de la Corte Suprema y al tinglado pernicioso que permite que dichos magistrados investiguen y enjuicien a los diputados y que estos, a su vez, investiguen y enjuicien a los magistrados de la Corte.
A la luz de la importancia de introducir en la Constitución, cuanto antes, reformas como las mencionadas en el párrafo anterior es necesario reflexionar con mucha serenidad y ponderación acerca de si conviene que tales reformas sean aprobadas mediante el demorado proceso que supone convocar una asamblea constituyente, cuyos resultados (buenos, malos o regulares) solo vendrían a conocerse, en el mejor de los casos, tal vez dos años después de que se le haya dado inicio a dicho proceso o si, por el contrario, es preferible aprobar tales reformas a través de los otros medios reformatorios establecidos en la Constitución, los cuales tomarían mucho menos tiempo.
Al margen del tiempo que consumiría la convocatoria de la asamblea constituyente, es preciso mencionar, así sea de pasada, el posible efecto disfuncional que ese proceso podría tener respecto al crecimiento económico del país y de la generación de nuevos puestos de trabajo. A nadie se le puede escapar el riesgo de que el capital privado (tanto nacional como extranjero) se sienta poco inclinado a invertir mientras no sepa quiénes serán elegidos como constituyentes y qué tipo de constitución aprobarán. Este riesgo es, obviamente, un futurible, es decir, algo que puede o no materializarse en función de un cúmulo de condiciones de difícil pronóstico. Por eso lo menciono apenas de pasada.
Creo que a lo dicho no sobra agregar que en su ya citado artículo ‘La culpa no es de la Constitución', Diógenes de la Rosa se suma a la conocida e irrefutable tesis de Ferdinand Lassalle, según la cual todo país tiene en verdad no una sino dos constituciones distintas, a saber: una constitución real, formada por un conjunto abigarrado de relaciones sociales muy complejas y de enorme fuerza vinculante y una constitución escrita. ‘La pugna entre ellas –afirma De la Rosa– se resuelve necesariamente con el predominio de la primera sobre la última. De allí el hecho de la nulidad de tantas constituciones henchidas de principios generosos que la práctica deforma cruelmente'.
En fecha reciente, los doctores Harley Mitchell y Carlos Bolívar Pedreschi le han dedicado especial atención a la referida dicotomía constitucional y ambos coinciden en que la constitución real (Pedreschi la denomina ‘Constitución social' y Mitchell ‘Sistema político') mediatiza, condiciona y aun anula la Constitución escrita.
A propósito de la relación entre ambas constituciones, Pedreschi en su ensayo ‘De constituciones y de constituyentes' expresa que:
‘Si bien se observa esta relación, se podrá confirmar que más es la influencia que la constitución social ejerce sobre la Constitución política (así denominó Pedreschi a la constitución escrita) que la que la constitución política ejerce sobre la constitución social.
La implicación práctica del hecho comentado no es otra que la siguiente: si en un Estado se desea que su Constitución política cuente con mayor eficacia y con mayor respetabilidad, resultará más útil modificar positivamente la constitución social que modificar el texto de la Constitución política vigente.
En otras palabras, mientras los hábitos, las prácticas y los valores de los ciudadanos y de su clase política se mantengan a niveles críticos, esperar que mejore la eficacia y la respetabilidad de la Constitución política carece de realidad y aún de racionalidad'.
Por su parte, Mitchell puntualiza que ‘varios países, como en efecto ocurre, pueden establecer en su carta fundamental un determinado régimen político, pero la realidad entorpece el desarrollo de dicha declaración, que se convierte en un ripio, por las carencias sociales, económicas, culturales, etc., para la efectividad de dicha forma de Gobierno. Es decir, el sistema político (así denomina Mitchell a la constitución real) no concuerda con tal diseño constitucional'. (Véase el primer capítulo de ‘Instituciones del Estado democrático de derecho', Harley Mitchell, Panamá, 2018).
Así, la constitución real, independientemente del nombre que se le dé, surte los efectos propios de lo que Ferdinand Lassalle denominó ‘factores reales de poder', factores que, para decirlo con las palabras de Lassalle, ‘son las fuerzas activas y eficaces que informan todas las leyes e instituciones jurídicas de cualquier sociedad y que hacen que las mismas no puedan ser, en sustancia, más que tal y como son'.
Pese a que estoy muy consciente de que cualquier reforma constitucional (parcial o integral) que se le introduzca a la constitución escrita puede ser desvirtuada y aun obliterada por la constitución real, creo que es indispensable modificar la constitución escrita mediante reformas puntuales, concretas y muy claras que coadyuven a mejorar el entramado jurídico de nuestra maltrecha y gusanosa institucionalidad.
En un próximo artículo me referiré a algunas de tales reformas.
ABOGADO