• 09/09/2023 00:00

Sobre gustos y colores… en la Latinoamérica independiente

Las novelas latinoamericanas de las nacientes Repúblicas de principios del s.XIX se caracterizaron por descripciones muy coloridas del ambiente donde los personajes de esas historias se desenvolvían

“Hay tres especies de Isabelas: el claro, el oscuro y el dorado. El Isabela claro es un amarillo blanquecino; el oscuro se parece al café con leche bastante teñido, y el dorado es un amarillo encendido y brillante” (Villa y Martín, 1881).

Las novelas latinoamericanas de las nacientes Repúblicas de principios del s.XIX se caracterizaron por descripciones muy coloridas del ambiente donde los personajes de esas historias se desenvolvían. Esa narrativa no hacía sino reflejar la gama cromática con que el continente había contribuido a la paleta de colores de Europa desde que a partir del s.XVI productos alimenticios nuevos se integraron a la dieta del Viejo Continente. Esos alimentos tenían colores particulares y el fruto les dio sus nombres. Tonos como “café”, “chocolate”, “tabaco”, son buenos ejemplos de ello al aportar nuevas variedades de marrón. “Entre los tejidos empleados en decoración e indumentaria, el tono más claro es el ‘color de canela’, que remite a la especia homónima, de la misma manera que el ‘color clavillo’ responde al marrón profundo del clavo de olor” (Abad, 2006). Otros tuvieron un origen más prosaico como los tonos pardos llamados ‘color pulga’. En el verano de 1775, los marrones habían causado furor en la corte de Versalles “y tan presente estuvo en la vida cortesana que se atribuyó al propio rey un comentario jocoso sobre el tono de moda, al que se refirió como ‘color de pulga’. A partir de ahí, las nuevas variantes de pardos se rebautizaron tomando como referencia al parásito” (Moorehead, 2010).

Esta renovada cultura del color fue una avenida de ida y vuelta entre los dos continentes, con mayor notoriedad desde el s. XVIII llamado también ‘el siglo del azul’ por las tonalidades aplicadas a vestimentas, mobiliarios y edificios. Latinoamérica aportó el “amarillo alimonado” (Miguelez, 1805) y el “amarillo canario” (Fornés, 1796) mientras que de Europa vino, por ejemplo, el “amarillo Ysavela” que al parecer provenía, en realidad, de Filipinas pero que era acompañado de un relato de dudosa veracidad que hace alusión al aspecto que habría adquirido la camisa que Isabel de Castilla llevó, en cumplimiento de una promesa, durante el sitio de Granada, último bastión sarraceno en España (1492). Se debe a Antoine Furetiére, a finales del s.XVII, el haber consignado este tono de amarillo en su diccionario cromático dentro de la gama de colores pálidos (Abad, 2015).

El rococó saturará Latinoamérica de pálidos grises -color perla, ceniza, plata- resaltados con dorados o adornos de oro que, según los códigos de vestimenta de entonces, eran signo de sobriedad, mientras que el ‘color plomo’, más oscuro, sería empleado en tejidos invernales para sillones y cortinajes. Dado que el gris provenía del azul, la constante producción de añil centroamericano explica la pervivencia de este color hasta los albores de la gesta independentista de los territorios de la América española. En la segunda década del s.XIX, reaparece el verde -en sus variantes verde botella, verde aceituna- asociado al azul para los uniformes de las huestes patriotas. El color ‘cendra’, como ‘color de ceniza’, llega tardíamente al continente aunque estaba ya de moda en Europa desde 1750, lo que explica que algunas unidades militares de la gesta emancipatoria lo combinaran con el verde para identificar unidades especiales como las de los zapadores, los artilleros o para jinetes de la guardia. No sucedió así con el ‘pel de rata’, un cenizo muy oscuro, casi negro, que se cita como ‘piel de rata’ (Borau, 1796), que se quedó en el ámbito doméstico y no pasó al castrense y que, en el campo de las profesiones, se asoció con abogados, magistrados y fiscales.

Se atribuye a Antonio Ulloa -naturalista descubridor del Platino, gobernador de Huancavelica (Perú) y de la Luisiana española en 1776- la descripción del ‘color caña’ utilizando para ello la observación del sol de los Andes. Ese color fue asociado al ‘amarillo pajizo’ y para obtenerlo se utilizada una degradación tonal partiendo del rubio tostado. En Latinoamérica se le usó, juntamente con colores pastel del verde, del rojo y del azul, para pintar coches y carruajes.

Como puede vislumbrarse, el léxico del color era sorprendentemente variado y rico para cuando las naciones latinoamericanas se hicieron independientes de la Metrópoli y ese legado quedó reflejado en sus coloridas capitales y plasmado en su música y sus vestimentas; sorprendente hallazgo que rompería el mito de un urbanismo donde se creía que imperaban solo los grises oscuros y marrones.

Lo Nuevo
Suscribirte a las notificaciones