¿Se quedó sin progenitores el Pacto por la Justicia?

Cuando el presidente Torrijos los convocó en el año 2005, el presidente de la Asamblea Nacional, Jerry Wilson; de la Corte Suprema de Justicia, José Troyano; la Procuradora General, Ana Matilde Gómez; el Procurador de la Administración, Oscar Ceville; el Defensor del Pueblo, Juan Antonio Tejada; y el presidente del Colegio de Abogados y actual magistrado de la Sala Contencioso-Administrativa, Carlos Vásquez Reyes, unánimemente acordaron y firmaron el Pacto de Estado por la Justicia, declararon, solemnemente, que lo suscribieron para: “Sellar un compromiso nacional para alcanzar un sistema judicial independiente, transparente y eficiente”. Como depositario del Pacto y para darle mayor solemnidad escogieron al Comité Ecuménico, que congrega a todas las iglesias.

Uno de los acuerdos específicos del Pacto fue el compromiso de “establecer un proceso para el escogimiento de los magistrados de la Corte Suprema”, que garantizara “la mayor transparencia en el proceso de su selección”, tarea que debía cumplir “La Comisión de Estado por la Justicia”, la instancia operativa creada por el Pacto y encargada de desarrollar los acuerdos pactados.

La Comisión de Estado por la Justicia, en el término de los 6 meses para los que fue convocada, tuvo un total de 84 reuniones ordinarias, con un promedio de 3 horas cada una y en total 240 horas netas de trabajo, sin contar el trabajo de las subcomisiones, de su Secretaría General y de los relatores.

Resultado de esos trabajos fueron recomendaciones específicas que se han hecho efectivas en varias áreas; pero una valoración general de sus logros arroja como conclusión que un buen número de los objetivos propuestos están pendientes de que se cumplan.

Nuestra organización judicial, por no existir un auténtico “gobierno de los jueces” estructurado para que a su cúpula se llegue mediante un proceso de escalamiento a base de méritos y ejecutorias, es una estructura verticalmente jerarquizada en la que las decisiones sobre ascensos y promociones emanan o se imponen directamente desde su instancia superior, la Corte Suprema. Precisamente esa es una de las razones fundamentales para que el proceso de la selección de sus titulares, no dependa exclusivamente de la voluntad del mandatario de turno, y es la que hace necesario que en este intervengan otros actores que aseguren su objetividad y, sobre todo, transparencia.

Para avanzar en esa dirección fue creado el Pacto de Estado por la Justicia y la Comisión de Estado por la Justicia. Nadie hoy, después de que algunos mandatarios le prestaran mucha, poca o ninguna atención, o simplemente la ignoraran, puede afirmar que sus loables objetivos han sido cumplidos. Esa realidad, indiscutible, en lugar de ser un pretexto para su marginación, debiera ser el principal motivo para su reactivación, a los efectos de que puedan realizarse esos objetivos, con valor trascendente, que justificaron su creación.

El presidente, en lugar de rescatar los principios que justificaron el Pacto, como expresamente ha declarado, y pasado a darle contenido a su declarada intención, no solo ha decidido ignorarlo, sino que lo ha declarado muerto, con efectos retroactivos, a la fecha de su nacimiento.

Si como es un hecho, encomiables y sustanciales objetivos del Pacto aún están pendientes de que se cumplan, como mínimo, cabría esperar que sus firmantes, como sus progenitores, y que quienes dedicaron ingentes horas a los trabajos de la Comisión reaccionaran ante su declarada defunción. Todas esas personas, algunas de las cuales siguen teniendo protagonismo en distintas esferas de la vida nacional; pretenden reconocimiento público por sus ejecutorias; o, en algunos casos siguen alentando aspiraciones o militancias políticas, debieran reaccionar ante ese hecho. Guardar silencio no es lo que corresponde.

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