• 29/02/2012 01:00

Magia de carnaval

La primera vez que mi hija vio un ‘resbaloso’, lleno de aceite y con una cara de pocos amigos, debí advertirle que se trataba de una per...

La primera vez que mi hija vio un ‘resbaloso’, lleno de aceite y con una cara de pocos amigos, debí advertirle que se trataba de una persona que estaba pintarrajeada así porque era carnaval y todo el mundo se disfrazaba. El asunto no pasó a mayores, aunque el personaje se acercó, hizo miles de morisquetas frente a la niña, que lo miró solo con curiosidad; no hubo pataleos, ni llantos, ni gritos y él se fue un poco decepcionado que la coreografía no lo hubiera funcionado en sus intenciones de asustar a la infanta y ganar unos reales. Solo recibió de sus manitas, unas monedas.

Revestirse del ropaje, la imagen y personalidad de otro, era uno de los más apetecibles deseos de cualquier niño que veía acercarse las fechas carnestolendas y en cada hogar por pobre o rico que se fuera, los padres y a veces, hasta los chicos, proponían y se preparaban para encarnar aquella figura de moda, sumamente extraña o famosa, que era interpretada por los imberbes, adolescente y hasta los mayores.

No había tarimas que mantuvieran postrado al público. En las tardes, los desfiles, las comparsas, los carros alegóricos recorrían la avenida Central, que resultaba bien amplia para concentrar el jolgorio popular, la magia y el desdoblamiento que una población esgrimía para evadir la formalidad de la vida cotidiana y los compromisos rutinarios.

Domitila y otros grandes muñecos carnavalescos dominaban las cuatro jornadas, cada una con un acento específico para desbordarse el martes ‘con todos los hierros’ y la rumba estrepitosa. Al final del día, la gente iba a visitar los toldos situados estratégicamente en la ciudad y los centros nocturnos ofrecían sus programas para el baile, luego que los menores se hubieran ido a sus casas para dar paso a los adultos.

Algunas orquestas, grupos y solistas traídas del Caribe creaban el clima para disfrutar hasta la madrugada. Como siempre, las comunidades negras abrían sus mejores locales, la sala Sojourners, la Confraternidad Francesa, el Club Elks, el Jardín El Rancho, el Club Nacional. También los ‘boites’ o cabarets, como los de Río Abajo o en Calidonia, el W, Windsor y el bar Magnolia en San Miguel.

Había diferentes momentos para cada edad. En la mañana, las mojaderas en los barrios; luego los desfiles para la tarde y la danza al anochecer en toldos o centros especializados. Era un ambiente tal, que en la ciudad capital y en provincias, específicamente en Azuero, alcanzaba un especial significado para la población y su cultura en la expresión más popular imaginada.

Esta es una fiesta alocada, pero paradójicamente, organizada. De tal magnitud, que requiere una instancia y gente para pensar y generar estrategias para consolidar ese estado de entretenimiento colectivo y sus correspondientes niveles de beneficios integrales; es decir que ganen los involucrados, incluso el Estado.

Pero, desde hace años, las fiestas de carnaval han adquirido en su gestión un carácter crecientemente improvisado y terminan como un caos extendido, conflictos mayúsculos, insatisfacción generalizada y enormes pérdidas para el erario. En esto, las alcaldías tienen una alta responsabilidad.

Una iniciativa de tanta dimensión y, posibilidades para el turismo, requiere gestar algo —o mucho— de atractivo, para hacerse competitiva. Esto supone convertir el carnaval en un proyecto de un año de planificación que consolide en un programa hasta el más mínimo detalle.

Aunque pareciera que existe un esquema del desorden, Panamá debe reunir talentos para trabajar en este compromiso de devolverle la magia perdida en los variados espacios y ámbitos que requiere la sociedad durante cuatro días, una excepción ancestral y culturalmente necesaria.

PERIODISTA Y DOCENTE UNIVERSITARIO.

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