‘En el patio, ellos nos golpearon la cabeza’

PANAMÁ. ‘Cuando sentí la candela, me metí en la tumba, así le llamamos a la cama, aunque me ‘taba asfixiando (mezcla de gases, carne que...

PANAMÁ. ‘Cuando sentí la candela, me metí en la tumba, así le llamamos a la cama, aunque me ‘taba asfixiando (mezcla de gases, carne quemándose y gritos desgarradores) no salí, por eso me salvé’.

Desde allí, David Ríos veía quemarse a los otros seis internos de la celda 6 y de allí no salió sino cuando finalmente se abrió el candado y sus compañeros y él mismo registraban quemaduras del 35 hasta el 90% del cuerpo. Él salió por sus propios pies, no sin antes llevarse varios golpes de gracia en la cabeza, como lo atestiguan las marcas cicatrizantes en su cabeza.

Ríos, ahora con medida de casa por cárcel, volvió a Santa Eduviges, donde se escucha a toda hora el estruendo de los aviones que llegan y se van del Aeropuerto Internacional de Tocumen. Sus vecinos son sobrevivientes de la Invasión norteamericana de El Chorrillo, allí los ubicó el gobierno con unas soluciones habitacionales que no sobrepasan los 40 metros cuadrados en área techada. Es mediodía de domingo y la madre de David apura porque se va a trabajar, es recamarera. A los 14 años se vino de Veraguas a trabajar de empleada doméstica.

David habla bajo por la afectación de las cuerdas vocales a consecuencia del fuego y los gases. La voz se apaga cuando hablan los demás residentes de la casa, hermanos y sobrinos. Las marcas de la candela le cubren un brazo, dedos y parte de la espalda.

‘Había una huelga por el agua, hacía 10 días no teníamos agua, entonces la Policía tiró los perdigones. Nosotros no estábamos protestando porque estábamos encerrados, los demás eran los que estaban fuera. El incendio lo causó la lata de la bomba, eso ta’ caliente y cuando cayó hizo chispa y se prendió un colchón’.

David tiene la mirada perdida. Lo fuerzan a subir el tono los cantos de la iglesia Centro de Fe y Esperanza, a pocos metros de la casa, donde el pastor César Barraza, un ex chorrillero, guía a un grupo de fieles y dice que la única forma como el gobierno puede rescatar a los muchachos es con una alianza con las iglesias.

Cuando se le pregunta a David por sus compañeros de celda, contesta que algunos les faltaban días para salir en libertad, y cuenta que a Cristian Mora, que está aún en el Hospital Santo Tomás, le cayó un perdigón en la mano. Luego, dice, vino la segunda bomba que incendió el colchón.

‘Gritábamos fuego, fuego, auxilio que nos quemamos y los guardias se reían de nosotros. Los guardias nunca intentaron abrir la puerta, después del incendio abrieron la celda y ya todos estábamos quemados’.

El calor del mediodía espesa el aire de la sala. Hay pocos objetos en la casa, un televisor apagado, un mueble con fotografías, una mesa desnuda y una cómoda. Siente el calor en la piel, la refresca con una crema de uso común para otras afectaciones. Los fieles le demuestran al sol que ellos son más fuertes con sus voces, piano y cajas y aplausos.

‘Cuando estábamos en el patio en calzoncillos nos pegaron, a mí en la cabeza; la celda era para cuatro y estábamos siete, había bastantes policías’.

De la directora del Centro de Cumplimiento, Ríos señala que ella no bajaba a los pabellones, así que sabe poco de ella. Pide que los policías que causaron este daño vayan presos y dice que le duele la garganta, no puede hablar bien.

LA VIDA DE ANTES

Cuando se le pregunta a la madre de David qué espera de la justicia, ella dice: ‘no sé qué decirte. Por lo menos, mi hijo volvió a nacer, pero ¿y los que se murieron, quién les va a devolver esos muchachos a sus padres? Son padres que luchan como yo, que me vine a los 14 años del campo y sigo trabajando para mantener a mis hijos’.

Cuenta que su hijo, uno de los 6 que tiene, llevaba cuatro meses allá. La condena por robo agravado era de tres años. El día del incendio, la llamaron para avisarle que su hijo se había quemado una mano, que fuera directo al Santo Tomás.

La madre cuenta que David siempre fue tímido, no le gusta conversar, estudió la primaria en la Escuela de los Países Bajos y dos años del primer ciclo en Juan Díaz. No quiso continuar y lo inscribió en un curso de costura. Lo completó en 7 meses.

‘Esto nos cambió la vida completamente, es como un niño enfermo, en la noche se venda para que el colchón no le dañe la piel’, sostiene la madre, que asegura que hubo gente que lo llevó a meterse en ese mundo. Ella pide perdón por el delito del hijo y sale a tomar un autobús, sabiendo que llegará media hora tarde. ‘Él estuvo en coma, no despertaba, cuando los demás se morían yo lloraba, el día que despertó pude dormir. Ahora él tiene alucinaciones’.

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