San Francisco, entre nostalgia y rascacielos

PANAMÁ. Por ese trillo de tres kilómetros, de Carrasquilla a la playa, pasaban todas las noches los pescadores, chiflando y saludando ca...

PANAMÁ. Por ese trillo de tres kilómetros, de Carrasquilla a la playa, pasaban todas las noches los pescadores, chiflando y saludando casa por casa. Cargaban linternas y un ímpetu casi inconmensurable: iban por vida al mar, desde el cual Belisario Porras proyectó el ‘nuevo barrio más lindo’ más allá de la frontera de la ciudad de Panamá.

Cruzaban San Francisco de la Caleta, del norte al sur, uno de los primeros asentamientos suburbanos de la capital. Estaba, de hecho, más cercana a Panamá La Vieja que de cualquier otra cosa.

Judith Carrera, una de las fundadoras, lo recuerda perfectamente. Los oía de niña y aún cuando ha pasado casi un siglo, en el casete de su memoria resuenan las voces afables de aquellos pescadores que hoy deambulan como un mito incesante en las rebeldes calles del barrio más cosmopolita de la capital.

‘Era un pueblo, sus calles lo dicen’, rememora, a sus 85 años, sentada en su colorida casa de madera, que contrasta con la opulencia de las torres en las que se pagan mil 500 dólares por un metro cuadrado que mire al infinito oceánico (en los años 30 costaban 10c).

RETROSPECTIVA DEL BARRIO

Tal vez una de las pocas cosas que entre el San Francisco de los años 20 y el de hoy so breviven es su relación intrínseca con el mar. Para bien o para mal. De ahí tomó su nombre y por él tuvo razón de ser. Porras soñaba con construir un ‘hospital de caridad’, el Santo Tomás, a las afueras de la entonces ciudad (que llegaba hasta el puente de Calidonia —hoy la entrada de ‘El Mercadito’—), y para ello debía mover a quienes ocupaban la playa de Peña Prieta un par de kilómetros al este del Palacio.

El presidente y su gabinete exploraron doce hectáreas en las que hacía poco se había escuchado que unos pescadores hallaron una efigie tallada en madera que se parecía a un carmelita, al que reconocieron como el santo Francisco de Asís. Ese sería el elegido, sin duda alguna. Tenía entrada a la bahía y el protectorado de un ángel, como todos los vecindarios de la católica ciudad. ‘Este barrio será de los más bellos de la ciudad’, esbozó.

En 1923 puso la primera piedra en el jardín de la capilla, sin siquiera un trazado de las principales calles.

Porras enterró la escritura de la finca, que segregó en lotes de mil metros cuadrados y empezó a repartir: los sorteó en una bolsa de tela y pidió a sus dueños no venderlos. Qué iban a pensar ellos en eso, si lo único que cargaban consigo era pobreza, mística y fervor. A cambio de las tierras donde se eregiría el controversial ‘elefante blanco’, se les urbanizó hasta el río Matasnillo, en el límite con Bella Vista. ‘Algún día tendrán valor’, les insistió sobre la permuta, como vaticinando lo que vendría casi un siglo después.

LOS INICIOS

Porras, dice el sociólogo Marco Gandásegui, pensó en un barrio para la clase media, que regularmente llegaba ahí caminando de playa en playa, desde El Trujillo (hoy enterrada por la avenida Balboa) hasta el estero de Punta Paitilla, desde el cual partirá el puente que conectará las islas Ocean Reef.

Las primeras casas fueron levantadas con material proveniente de la construcción del Canal, inaugurado diez años antes que el barrio.

Pero el presidente se equivocó. No tuvo en cuenta una constante: las clases altas deliraban por la zona este que se pintaba más allá de San Felipe y Santa Ana. Ya antes habían migrado del corazón de la capital hacia las periferias de lo que hoy se conoce como la calle 12 y la avenida Central.

Seguía algo más: la punta que bordeaba el mar hacia la antigua ciudad. Ahí primero encontraron el lugar mágico para instalar sus casas de campo y playa. Se podía ir en carro, por el camino a La Sabana (vía España) hasta el cuartel de bomberos y luego, de ahí, seguir el trillo que los pescadores amaban.

También podían tomar la ruta del tranvía que recorría Panamá hasta los llanos de Carrasquilla, y entrar por ahí, hasta ver el mar.

Así empezó el primer boom inmobiliario que catapultó a San Francisco tanto, que lo hizo corregimiento en 1926, tras un acuerdo municipal.

Judith explica que antes de la llegada de los ricos, los sanfranciscanos cargaron en los hombros su pueblo. La iglesia y el cine debían compartir bancas, y los chiquillos que querían entradas gratis peleaban por llevarlas de un lado al otro, antes y después de la misa dominical, tres cuadras arriba. Todos, al día siguiente iban a la escuela Belisario Porras.

En esas esquinas ahora divaga la melancolía surreal de un barrio que empezó a decir adiós tan pronto arribó el ‘crecimiento’, la especulación y el afán foráneo de tierras para la diversión. Los primeros residentes rompieron su pacto con Porras, y vendieron sus tierras, principalmente a europeos comerciantes.

EL NUEVO ‘SAN FRANCISCO’ DE MITAD DE SIGLO

Los ricos pasaron de tener casas de campo a lujosas residencias en las periferias del camino que una vez se abrió entre Carrasquilla, pasando por la plaza de toros Macarena (hoy Súper 99 de vía Porras), hasta Coco del Mar.

Su llegada desató una simbiosis hasta entonces particular en la ciudad: la convivencia de clases disímiles en un mismo lugar. Se entretejían con el bullicio de las cantinas Rancho Grande y La Radio, esta última que transmutó de mano en mano, del chino que se hizo llamar Francisco Ríos pese a que machacaba el español; hasta las de Serafina de Valderrama, que la hizo famosa por sus ceviches de camarón, corvina y ostión.

En los años cincuenta nació Altos del Golf, que guardaba para sí 5 kilómetros de tierras de un club de golf que más tarde, en los años 70, el dictador Omar Torrijos recuperaría como espacio público: el parque Omar.

El corregimiento fue el delirio de la cúpula militar. En él vivió el propio Torrijos, y su pupilo, Manuel Antonio Noriega.

Diez años más tarde arrancó el proceso de urbanización de Punta Paitilla, y se erigió el hotel Holiday Inn, el entonces cilíndrico de más altura en la ciudad, pantallazo al aeropuerto Marcos Gelabert, en la entrada de lo que ahora se conoce como Punta Pacífica y Multiplaza Pacific.

San Francisco, según el Municipio de Panamá, está compuesto por 14 barrios, que extienden el corregimiento desde el río Matasnillo hasta la rotonda que parte la avenida Cincuentenario en dos, justo en don de empieza el poblado de Panamá Viejo. El límite sigue hacia el norte, en el encuentro de la avenida Ernesto Lefevre con la vía España, y de ahí hasta su tope, de nuevo con el Matasnillo.

El censo de población y vivienda de 2010 contabilizó 43,939 habitantes, el doble de lo que tenía en el año 2000. Su densidad es de 7,864.3 habitantes por cada uno de sus 5.6 kilómetros cuadrados. Tiene cuatro escuelas privadas, una pública, dos malls, cinco supermercados, la sede de la Iglesia católica panameña, la representación de El Vaticano, y el peso de una historia que se resiste a morir atrapada en los rascacielos del nuevo siglo.

EL OTRO ‘BARRIO’

Tales números no solo corroboran que la explotación sanfranciscana está en pleno auge. De las comisuras de esas estadísticas escurre la misma simbiosis de la mitad de siglo, que aún no ha acabado. Ahí conviven barrios que dramatizan sus realidades entre sí, y que han desatado una lucha entre intereses inmobiliarios versus cultura popular.

Dos de las cinco zonas de rascacielos de la ciudad de Panamá están ubicadas en San Francisco: Punta Paitilla y el relleno de Punta Pacífica.

Esta última es el principal eje de inversiones en bienes raíces del corregimiento (tiene el edificio más alto del país —293 metros— y el Trump Ocean Club, cuyas suites están valoradas hasta en seis millones de dólares).

Punta Pacífica también delínea los dos San Francisco que pelean por coexistir, al margen de lo que ideó Porras hace casi un siglo; y hace despegar el Corredor Sur, una autopista por la cual los barrios de Boca la Caja y San Sebastián tuvieron que olvidarse de su flamante salida al mar a cambio de una especie de ductos que pasan debajo de la carretera, y por el cual los pescadores salen a la bahía, por su sustento.

Boca la Caja, San Sebastián y Carrasquilla son los tres únicos enclaves populares de San Francisco, y se resisten a ser absorbidos por la cultura de viviendas horizontales. Judith los acompaña. Aunque sus vecinos son las paredes del loft y del área social de millonarias propiedades horizontales que la rodean, se niega a salir de ahí, del hogar en el que ha vivido toda su vida. ‘Yo vivo con Dios, no en soledad, si me voy a un piso me muero de cabanga’, insiste.

Su nostalgia, y la de los septua y octagenarios que que resisten a los cambios que el sistema les ha impuesto, toma fuerza ahora, cuando San Francisco ha de cumplir sus 90 años.

Pero los pronósticos apuntan a que será algo crónico: el siglo XXI, agrega Marco Gandásegui, prepara nuevos cambios para San Francisco. ¿Revivirá el espíritu de un pueblo que está sumergido en las bases de los rascacielos? ¿O seguirá su rumbo implacable de cemento y acero? (Con datos de Darma Zambrana e Irene Larraz)

SEGUNDA ENTREGA

¿Cómo se proyecta el corregimiento? Mañana lunes, retos y necesidades de San Francisco.

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