Panamá, una ciudad repensada desde el arte. III parte

Actualizado
  • 15/08/2021 00:00
Creado
  • 15/08/2021 00:00
Los artistas viven en la ciudad y la recorren con gran atención. No es raro que crearan narrativas con relación a ella. Un recorrido por el arte creado por un movimiento que tuvo sus inicios en la década de los noventa
La deriva de los artistas

Una de las funciones primordiales de los críticos de arte es detectar los cambios de paradigma, las rupturas con la tradición, y las nuevas preocupaciones de los artistas. En 2002, Adrienne Samos escribió su famoso ensayo Sí hay pescado relleno. La ciudad de Panamá detona un nuevo arte, donde analizó intensamente la escena artística panameña y sus profusas referencias urbanas. Samos encontró que las fuentes de las que se nutrían muchísimos artistas, provenían del mundo popular y de la publicidad, de la arquitectura y de una mirada crítica para con los modelos de desarrollo urbano, los valores burgueses, e incluso, para con las tradiciones artísticas hasta entonces prevalecientes en la escena panameña.

No es raro que tantos artistas quisieran establecer narrativas en relación con la ciudad; hay que recordar que todos ellos vivían dentro de la urbe y se desplazaban en ella con ojos atentos. Recordando el concepto de deriva situacioncita de Guy Debord, podemos decir que estos creadores, al sustraerse de las acostumbradas rutas ligadas a las actividades productivas, deambulaban libremente por la ciudad estableciendo inéditas conexiones y nuevas psicogeografías. Así, en la década de 1990 comenzó a gestarse un movimiento de artistas que se sumergían en las dinámicas de la ciudad a través de recorridos, realizando agudas observaciones sobre la riqueza de la vida urbana. En 2000 apareció la revista Mogo, editada por Walo Araujo, que fue el fermento de ese grupo de creativos entre los que se contaban Jonathan Harker, Miky Fábrega, Gustavo Araujo, Dany Silvera y colaboradores habituales como Fernando Bocanegra y Pilar Moreno, entre otros. La edición de esa revista era, en sí misma, una declaración de amor y maravilla ante los descubrimientos constantes que hacían en la ciudad, y muchos de los artistas que allí colaboraban pasarían a realizar obras en infinidad de formatos, siempre en relación directa con la urbe, su gente y sus dinámicas.

Paradas clandestinas (2015-2019), obra de Cisco Merel

Independiente a este grupo, pero también impactado por la riqueza de las manifestaciones del arte que nace de las calles, el artista Humberto Vélez realizó obras que ponen en el centro de atención las estéticas surgidas de la vida popular y callejera, de los dichos, la música y las identidades urbanas, lo que se hace evidente en su constante colaboración performática con una de las bandas independientes más importantes del país, la Banda de El Hogar. Igualmente, la artista Donna Conlon, con su mirada crítica, pasó revista a las dinámicas de crecimiento urbano, el consumo desmedido y la exacerbada producción industrial, en obras tempranas como “Espectros urbanos” o “Low Tide”, ambas de 2004, o en colaboraciones con Jonathan Harker como en “Efecto Dominó” (2013), en la que denuncia la destrucción de inmuebles de interés histórico, mensaje que hoy más que nunca sigue siendo vigente.

Las estéticas urbanas

La ciudad como fenómeno puede ser vista como una construcción social, como espacio físico, como conglomerado político, o como máquina al servicio de un modelo económico. Sin embargo, es también territorio para la coexistencia de grupos diversos, que ampara distintas identidades y produce una riqueza cultural y estética de poderosa presencia. Tal ha sido el caso de los famosos “diablos rojos”, vehículos colectivos vinculados a imaginarios fantásticos, una forma de expresión contemporánea cuya tradición no ha desaparecido del todo, y que ha dejado una huella difícil de borrar en la memoria urbana, produciendo artistas del calibre de Andrés Salazar, Oscar Melgar o Jesús Javier Jaime.

El artista de buses Andrés Salazar

Investigadores y autores como Julio Arosemena, Raúl Leis, Peter Szok, Mónica Guardia o Julia Regales han escrito sobre el tema de los “diablos rojos”. Así mismo, documentalistas como Pituka Ortega o Benjamín Liao, se han acercado al tema. Pero también artistas que no pertenecen directamente al círculo estético del “diablo rojo”, se han visto atraídos a su iconografía, sus atributos y sus procesos, vinculándolos a su propia producción artística de diferentes maneras, como ha sido el caso de Ramón Zafrani, María Raquel Cochez, Sofía Verzbolovski, Yazz Miranda, Ehrior Sanabria y otros. Sandra Eleta, con su obra seminal, “Sirenata en B” (1985), es la gran pionera que se acercó a la vida urbana y a los diablos rojos con una mirada libre de prejuicios y preconceptos. “Sirenata en B”, concebido en colaboración con Edgard Soberón, es una pieza audiovisual que rinde homenaje a los artistas de los diablos rojos y al micromundo musical y vivencial que habita en estos vehículos.

Usar la ciudad como lienzo, como decía el writer Snake, ha sido una forma en que diversas generaciones de artistas han incidido en la urbe y se han constituido en alternativa a otros mensajes o narrativas dominantes. Al igual que los anuncios comerciales o políticos que tapizan las ciudades, los espacios públicos, como plazas y parques, con monumentos concebidos desde la oficialidad, funcionan como dispositivos que propalan un pensamiento hegemónico. Desde los lejanos días de la Brigada Muralista Felicia Santizo (décadas de 1970 y 80) donde la pintada política en torno a los reclamos por la soberanía eran el tema de rigor, hasta los writers de hoy, los artistas se han tomado las calles, los muros y espacios públicos para manifestar ideas alternativas a las emanadas desde el poder.

El movimiento del grafiti en la ciudad de Panamá tiene sus muy tímidos inicios a finales de la década de 1990 con artistas como Nel One, Perse, Caso, Ras, Raep o Snake. Nuevos agentes se han sumado al llamado grafiti hip-hop, y han abierto el camino a manifestaciones insertas en el llamado post-grafiti o street art con exponentes del mural callejero como EvaDe (Evalynn De Icaza), Madmagoz (Sergio Smith), o Jacqueline Brandwayn. Artistas como Gustavo Araujo (ya mencionado en la primera parte de esta serie), José Braithwaite, Jonathan Harker, Pilar Moreno o Cisco Merel, han intervenido estructuras y espacios ofreciendo otras miradas, generando conocimiento y desenmascarando mecanismos sociales de índole diversa. Con sus “Paradas clandestinas” (2015-2019) Cisco Merel nos mostró las carencias del transporte urbano, y Pilar Moreno, con sus instalaciones “Mundo Social” (2011), nos invitó a analizar los medios de comunicación utilizados para propagar miradas únicas y autocomplacientes de un determinado grupo social. Recientemente (2019- 2020), José Braithwaite intervino monumentos importantes, clausurándolos a las miradas del público, encerrándolos y amórdazandolos bajo telas de sarán.

Portadas de la revista MOGO, editada por Walo Araujo
Los cronistas

Actualmente, muchos artistas de la fotografía recorren la urbe captando con sus cámaras los sucesos cotidianos, las mutaciones citadinas y las gentes de la ciudad. Movimientos como La Ruta del Metro liderada por José Cho, y otras iniciativas de photowalks, son formas en que los fotógrafos se unen para documentar el paso del tiempo y las transformaciones urbanas. Varios fotógrafos destacan como, Alfredo Martiz, Carlos Agrazal, Alegre Saporta, Carlos Mora, Ricardo López, Jaime Justiniani y Johanna Granados.

Fuera del circuito donde campea lo visual, artistas sonoros como Mar Alzamora con sus “caminatas sonoras” y Oscar Argote, con sus “experiencias ambisónicas”, intentan un denodado esfuerzo por resguardar y, aún más, activar, las memorias urbanas que han desaparecido a partir del poder poco explorado del sonido. Alzamora establece rutas para el redescubrimiento de viejos lugares, activando los afectos y las memorias desde ángulos inesperados; su más reciente trabajo se centra en revivir el circuito del antiguo tranvía de la ciudad. Oscar Argote, por su parte, graba sonidos de espacios y momentos perdidos, para crear instalaciones en donde los participantes, con ojos cubiertos, están expuestos a sonidos del pasado.

Graffiti en el antiguo spot de Vía Brasil (2004).

Por último, cierro con el artista Darién Montañez, empecinado cronista bufo y a la vez, clarividente, de los múltiples fenómenos de la ciudad de Panamá. Desde su sitio web arquitectopana.com, Montañez ensaya nuevas clasificaciones estéticas con la arquitectura “Feoclásica”, analiza proyectos urbanos como el de la playa artificial de la Cinta Costera, o emite sarcásticos y atinados comentarios sobre las últimas producciones de monumentos urbanos. Y, precisamente, porque la ciudad de Panamá sigue siendo múltiple y compleja, su más reciente investigación toma la forma de una exposición titulada “Mi nombre es Legión”, donde, desde el Museo de Arte Contemporáneo, seguirá mostrándonos las virtudes y las miserias, los aciertos y las imperfecciones de nuestra ciudad, repensada desde el arte.

La autora es arquitecta y curadora de arte.

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