Boyle, un camaleón tras el lente

L ejos de los directores que dejan una marca particular en cada uno de sus trabajos, Danny Boyle se encarga conscientemente de borrar su...

L ejos de los directores que dejan una marca particular en cada uno de sus trabajos, Danny Boyle se encarga conscientemente de borrar sus huellas después de cada película. En casi dos décadas de carrera, pasó de una historia de drogadictos a una comedia romántica, del cine zombie al infantil, de un filme a lo Bollywood a su thriller hollywoodense, e hizo que cada una de sus películas se convirtiera en un universo separado del resto.

Es interesante que, a pesar de haber cosechado varios éxitos de taquilla a lo largo de su carrera, hasta hace pocos años Boyle fuera reconocido por el público casi exclusivamente como el director de Trainspotting (1996), la película que lo subió al podio de la industria cinematográfica y lo convirtió en director de culto del cine joven. Con cada estreno, se decía: ‘Una nueva película del director de Trainspotting’. Y era cierto, pero también lo era que esa película representaba cada vez una menor parte de Boyle como director.

Fue recién el éxito de ¿Quién quiere ser millonario? (2008) el que abrió el panorama e hizo que el público comenzara a ver en él a un hacedor de películas no catalogable. Y es entendible: no había otra opción. Apenas estrenada, ¿Quién…? comenzó a ganar un premio tras otro e incluso se llevó ocho de las diez estatuillas de los Óscar a las que estuvo nominada ese año. Entre ellas, a mejor película, mejor director y mejor guión adaptado.

Y entonces había que averiguar cuál era el verdadero Boyle. En retrospectiva, había dirigido una seguidilla de títulos disímiles, como la comedia romántica Vidas sin reglas (1997), la exitosa La Playa (2000), el filme postapocalíptico Exterminio (2002) o la infantil Millones (2004). Y cada película con una estética completamente diferente. Música, colores, tomas, ritmos, todo.

Probablemente haya sido el estreno de 127 horas (2010), la historia de un adicto a los deportes que queda atrapado en una montaña durante varios días y tiene que cortarse el brazo para poder salir con vida, la que finalmente demostrara al verdadero Boyle. No por abrir un nuevo camino en su carrera, sino por demostrar una vez más que podía hacer con éxito una película completamente distinta a todas las anteriores.

Él mismo se encargó de explicarlo en sus entrevistas al decir que le gustan los desafíos, que le emociona no saber cómo hacer una película y empezar de cero, planear sobre la marcha, responder a los desafíos de los distintos géneros y, sobre todo, romper con las reglas para incorporar nuevos elementos, como cuando hizo por primera vez a unos zombies veloces en Exterminio.

Por eso, Trance (2013), su última película, es justamente lo que ahora sí esperamos de él: algo completamente distinto a lo anterior. En este caso, un thriller sobre la memoria y el olvido, en el que su director no se deja seducir por las convenciones del género y nos mantiene pegados a la pantalla hasta la última línea.

Si Danny Boyle fuera un animal, sin duda sería un camaleón: siempre cambiando de color según la ocasión. Pero también tendría otras opciones. En una crítica de su película pasada leí que podría ser una anguila: eléctrica, imposible de agarrar y movediza.

COLUMNISTA

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