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- 03/02/2013 01:00
A sí las luces estuvieran apagadas, todos los que participaron en el rodaje de Lincoln, la nueva película de Steven Spielberg, debían dirigirse a su protagonista, Daniel Day-Lewis, como ‘Mr. President’. El actor, nacido en Londres y nacionalizado irlandés, se tomó el papel tan en serio que incluso les pidió a los miembros del equipo de producción con acento británico que evitaran hablarle para no verse tentado a seguirles la cuerda. Quería conservar el tono rural de Kentucky –patria chica de Abraham Lincoln– que tanto le había costado imitar. Su obsesión no se limitó al set y en sus ratos libres, cuando ya podía ser él mismo otra vez, le enviaba mensajes de texto a Sally Field, quien interpreta a la esposa del mandatario, firmados con la inicial de su personaje: ‘Yours, A’ (‘Tuyo, A’).
El resultado, por supuesto, es asombroso: Day-Lewis desaparece para que el público pueda ver al decimosexto inquilino de la Casa Blanca como una persona de carne y hueso, no como un monumento de piedra o la imagen de un billete de cinco dólares. Desde que la cinta se estrenó en Estados Unidos y Europa el año pasado (a Colombia llega el 25 de enero), su interpretación ha recibido toda clase de elogios. No solo la prensa lo considera el ‘mejor actor del mundo’, sino que es el gran favorito para llevarse el Óscar el 24 de febrero, lo que lo convertiría en el artista con más estatuillas doradas en la categoría de Actor Principal.
Lo paradójico es que Day-Lewis nunca estuvo convencido de ese rol. ‘El guión me intrigó de inmediato, pero no me sentí tan atraído a la historia como se requiere para poder interpretar el papel –dijo a SEMANA–. Uno necesita ese sentido compulsivo de querer mudarse hacia una vida desconocida. No sé de dónde viene, pero así me ha sucedido’. Para él era absurdo ponerse en los zapatos del hombre que logró abolir la esclavitud antes de que se terminara la Guerra de Secesión. ‘No quería ser la persona que le faltara el respeto a la memoria del más grandioso presidente de Estados Unidos –añade–. Tampoco estaba seguro de poder revivirlo porque no lo conocía. Pero lo fascinante de Lincoln es que cuando uno lee los libros que se han hecho sobre él y sus propios escritos, su vida queda expuesta de tal manera que se convierte en alguien muy accesible’.
Nueve años después de que Spielberg le propuso el papel, Day-Lewis aceptó. ‘Me di cuenta de que a veces la cosa a la que más le temes es la que necesitas llevar a cabo’. Aunque en el fondo le seguía pareciendo ‘una muy mala idea’, ya sabía cómo quería que fuera la voz de Lincoln. Por eso, para dar el sí grabó su versión del discurso que el presidente pronunció al posesionarse por segunda vez, y se lo envió al director. La espera había valido la pena y, como suele pasar con la mayoría de sus personajes, renunció a su vida para sumergirse en otra.
ACTUACIÓN AL LÍMITE
Basta hacer un repaso por sus más de 20 años de carrera para entender el exhaustivo método de preparación al que el actor se somete siempre que asume un nuevo reto. En 1990 ganó su primer Óscar con Mi pie izquierdo, en la que interpreta a un artista irlandés con parálisis cerebral que aprende a pintar y escribir con esa extremidad. Para ser lo más fiel posible a la historia, no solo vivió en un centro de rehabilitación de tetrapléjicos en Dublín, sino que aprendió a usar los pinceles con los dedos del pie. Estaba tan convencido de su caracterización que nunca se paró de la silla de ruedas durante el rodaje y el equipo tuvo que alimentarlo con cuchara como si de verdad se tratara de un discapacitado.
Dos años después, arrasó en taquilla con su papel de Hawkeye, un británico adoptado por guerreros indígenas, en El último mohicano. En esa ocasión aumentó diez kilos, pero no contento con eso pasó seis meses en medio de un bosque, donde aprendió a pescar y despellejar animales. Al final del entrenamiento ya era capaz de tallar una canoa por sí solo. En Las brujas de Salem volvió a demostrar su habilidad para la carpintería al construir una casa con herramientas del siglo XVII. Sin embargo, fue su rol como Gerry Conlon, un hombre condenado injustamente por haber puesto una bomba del IRA, el que le valió su segunda nominación a los premios de la Academia. Day-Lewis solo se alimentaba con raciones de preso y obligó a sus compañeros de set a que lo maltrataran como los carceleros hicieron con el Gerry real.
Cuando se trata de darle credibilidad a sus perso najes, no parece importarle su salud. En El boxeador, donde interpreta a un pugilista exmiembro del IRA que acaba de salir de la cárcel, se entrenó con el campeón mundial Barry McGuigan durante tres años. La exigente rutina lo dejó con la nariz rota y una hernia discal. Para Pandillas de Nueva York, cinta por la que también fue nominado a un Óscar, se ganó una pulmonía en pleno rodaje. La razón: se negó a ponerse ropa abrigada, pues su personaje, Bill the Butcher, no la usaba en el siglo XIX. Pero el papel que quizás más sacrificio le demandó por su compleja dimensión psicológica fue el del codicioso Daniel Plainview en Petróleo sangriento. Para este, durmió solo en una carpa en el desierto de Texas como los primeros buscadores de petróleo y rara vez salía a compartir con los demás actores. El rol le significó su segunda estatuilla dorada en 2008.
Cinco años más tarde, tendrá que volver a desfilar por la alfombra roja que tanto lo incomoda. ‘Este trabajo ha sido vigorizante y me sigue consumiendo como al principio de mi carrera. Pero a medida que pasa el tiempo, siento que necesito hacerlo con menos frecuencia’, asegura el actor de 55 años. Aunque sus excentricidades en el set son bien conocidas, evita hablar del tema con los medios y su vida privada es igual de enigmática. Hijo de un poeta y una actriz, Day-Lewis fue un niño rebelde que encontró en el teatro una forma de canalizar esa energía. Pensó en ser carpintero, pero al final se decidió por la actuación. De todos modos, nunca abandonó ese oficio y hace unos años también aprendió a hacer zapatos con un artesano italiano.
Cuando no está frente a las cámaras su rutina transcurre en una casa georgiana en las montañas Wicklow, al sur de Dublín, donde vive con su esposa, Rebecca Miller (hija del dramaturgo Arthur Miller), y dos hijos de 10 y 14 años. Allí es donde hace catarsis entre película y película. Mantiene tan bajo perfil que los lugareños ni siquiera lo reconocen y por eso, después de los flashes y el acoso de la prensa, probablemente decida su próximo papel en el anonimato mientras se toma una pinta de Guinness en el pub de siempre.