Trincheras urbanas para el delirio

Detesto la ciudad, con la totalidad de mi estómago. Pero, ante todo, no tolero la monotonía, así que de vez en cuando tengo que agarrar ...

Detesto la ciudad, con la totalidad de mi estómago. Pero, ante todo, no tolero la monotonía, así que de vez en cuando tengo que agarrar mis chimbiliques y escapar de las redundancias, y el campo, aunque en muchas cosas abunda, también redunda. Cuando, sin embargo, cruzo el Puente de Las Américas y el cemento empieza a abofetearme con sus grises y sus fríos, con sus injusticias e iniquidades, cuando me muestra, vulgar y gritona, sus partes más pudendas, cuando la urbe me escupe su fuego y trópico de diablo; cuando, en una palabra, explaya sus intestinos de gallinazo, me entran ganas de virar pa’ tras, volverme al río, al fogón, al palo de mango, a la brisa y al cerro.

Con todo y eso, me quedo, me trago los tranques y la hostilidad, porque tengo que buscar el ’rial’ para poner comida sobre la mesa y yo, al contrario de lo que algunos ingenuos piensan, no soy ganadero ni tengo terrenos en las costas de Pedasí que le pueda vender a un gringo despistado. Así que, resignado, trato de hacer de mi estadía en la jungla de cemento la mejor que pueda. Ya puesto en ello, busco pequeños reductos de historias y nostalgias.

Uno de esos sitios es la Vía Argentina. Los restaurantes y los bares de la Vía Argentina, y por lo tanto las tertulias y las borracheras en la Vía Argentina. Ay, las colombianas de la Vía Argentina. (En la Vía Argentina nunca he hablado con argentinos. Con españoles —demasiados españoles— sí que he hablado, algunos de ellos muy buenos —muy majos, como dicen allá en la península ibérica—; otros, bueno, simplemente españoles con la zeta a flor de piel.)

En la Vía Argentina me han pasado cosas para novela mítica. Recuerdo una noche en especial. Entré a un bar cuyo nombre no es importante (en realidad no lo mencionaré porque nada es gratis en este mundo de cerdo capitalismo), me senté cerca de la entrada —para ese entonces soñaba todas las noches con que los sitios en que me encontraba se incendiaban y todo el mundo moría irremediable y chamuscadamente— y pedí una cerveza (¿o fue un vino?, en todo caso da lo mismo; de seguro jugo de naranjo no fue).

Me estuve quieto y ausente, tomando mi trago y anotando un par de versos en una servilleta, no pensando en la inmortalidad del cangrejo, sino deseando mi propia inmortalidad, pues qué tedio morirse, qué cagada morirse, qué vaina estirar el bollo después de tanta jodedera.

Y allí, en medio del tedio y el bollo, la vi. No diré que derramé mi trago ni que me quedé con la boca abierta, porque eso sería exagerar, es decir sería mucho tedio y bollo. Si diré que allí, metido ya en las inquisiciones sobre la muerte (para no variar), la vi y no quise tanto volver a tener esperanzas en la vida como morirme con ella. Morirme con ella, creer en el cielo y entre las nubes emborracharme de, para y junto a ella.

Llevaba un traje negro y su cabello era negro, pero eso era lo de menos. Estaba triste y acabangada (es decir vulnerable y dispuesta), pero eso era lo de menos. Cerré los ojos, armándome de valor para acercarme a su mesa y hablarle, y cuando los abrí ya no estaba. Tal vez me notó y escapó de mi evidente acoso. Tal vez se fue a buscar al hombre de sus tormentos. Tal vez nunca estuvo y tan solo fue un sueño. Pero esa era lo de menos. Ay, la Vía Argentina, una de mis trincheras para el delirio.

MÚSICO Y POETA

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