Así se vivió el emotivo funeral del papa Francisco. El evento reunió a mas de 200.000 personas en la Plaza San Pedro, con la presencia de 130 delegaciones...
- 20/09/2009 02:00
Lenny Niemeyer y Raimundo se dedican a lo mismo. La misma industria les da de comer en la misma ciudad. Y aunque son colegas de trabajo, nunca se conocerán. Él, hombre menudo y enjuto, desdentado y temerario lanzando generosas sonrisas, camina en chanclas hasta la playa de Ipanema cada día desde la favela de la Rocinha cargando una tupida sombrilla de la que cuelgan unos 50 biquinis. Lenny, exquisita señora de perenne bronceado, exhibe sus trajes de baño en las pasarelas de medio mundo en los cuerpos de las maniquíes más cotizadas. Ella es la reina, y Raimundo, vendedor ambulante que viste a miles de turistas de países que no sabe ni dónde están, el lacayo de una industria tejida en Brasil a base de millones de kilómetros de lycra.
Su sede principal, estética y filosófica, es Río de Janeiro. Pero sus postulados se extienden por todo Brasil y el resto del planeta. El país más rico de Suramérica fabrica 284 millones de trajes de baño al año. Y todos esos pedacitos de tela elástica empaquetados se transforman en unos 1.550 millones de dólares anuales. La moda brasileña, y en especial la de baño, es ultranacionalista. Casi autárquica. Sus niveles de importación son exiguos. Apenas un millón de dólares. En Río de Janeiro no hay ni una sola sucursal de H&M, Woman’s Secret (que tiene una tienda en Kazajstán) o de Victoria’s Secret. A cambio, 98 firmas de trajes de baño brasileños tienen puntos de venta, propios o en tiendas multimarca, por toda la ciudad. Quizá en parte por ese consumo exagerado de lo propio, la crisis en el sector de la moda, es por ahora un estado de ánimo preventivo, como describe en tono freudiano Giselle, la dependienta de una tienda de trajes de baño de un centro comercial del barrio de Leblon. Las calles de Río escupen a la gente y sus problemas a la playa. A Ipanema, a Copacabana o al Arpoador. A cada tramo de orilla cambia el estilo de bañista y su indumentaria (turistas, brasileños, surferos, gays). Una coctelera de sol, agua y culto infinito a un cuerpo mestizo que ha dinamitado las recetas occidentales del patronaje. “Es complicado encontrar la pieza que de verdad encaja. Un traje de baño puede resaltar tus cualidades, pero también tus peores defectos”, explica Jacqueline de Biase, la diseñadora de Salinas.
Y en medio de esa exhibición total emerge también la contradicción católica que arrastran los cariocas. El cuerpo se puede cubrir con un par de minúsculos trozos de tela elástica, pero ni hablar de top-less. Unos centímetros marcan la frontera entre la cultura de un país y la obscenidad ilegal en cualquier playa brasileña. El resultado de la paradoja fue el invento del fio dental (hilo dental). Desde esa diminuta pieza de tela, ensartada entre las nalgas de miles de mujeres, Brasil forjó una de sus señas de identidad en la explosión del turismo en los setenta, aunque la historia comenzó tres décadas antes en Europa. El 5 de julio de 1940, Micheline Bernardini, una bailarina de strip-tease del Casino de París, fue la única mujer que se atrevió a enfundarse el primer traje de baño de dos piezas. Su creador fue el diseñador de automóviles Louis Réard, que en aquella época se ocupaba de la tienda de lencería de su madre. Por esos días, Francia realizaba ensayos con bombas nucleares sobre un minúsculo atolón del pacífico. Lanzaron más de 20 y lo trituraron. Aquella isla se llamaba Bikini y fue devastada por el arma que había transformado el mundo. Ahí encontró también Réard el nombre para su diminuta y triangular revolución.
Es mediados de 2009 y, cuando en todas las portadas de periódicos del mundo asoma la búsqueda de la caja negra de un Airbus A-330 en la costa brasileña, se celebra la XV edición del Fashion Rio. Pero nadie tenía mucho interés ahí de hablar de eso. Este año hubo novedades: Paulo Borges, amo y señor de las pasarelas de São Paulo, trasladó el evento a los antiguos muelles de carga del puerto, para recordarle al mundo la potencia de la moda brasileña, que mueve 12.000 millones de dólares al año y que quiere dar el salto definitivo. Lenny Niemeyer, la gran dama de la ropa de baño, se hace esperar por una multitud en el backstage. Es martes y su show es el highlight de la jornada. Pero llega tarde.
Quizá el único sitio del mundo donde el making off de la historia está más diseñado que el propio relato. Y Lenny llega al fin. Rodeada de su séquito. Concede minientrevistas. “Lo importante en un traje de baño son las formas. Una curva mal trazada y se va”, apunta tras recordar que ella es arquitecta. Esta señora, que justifica hoy sus diseños con una historia sobre una niña voladora y ve desde el aire objetos, barcos y palmeras que luego escupe en sus trajes de baño, subió hace tres años a la pasarela el espíritu de Roberto Burle Marx. Paisajista de cabecera del genial arquitecto Oscar Niemeyer y autor de las cenefas del paseo marítimo de Copacabana. Escultor de una geometría imposible parecida a la que rige la moda de baño. “El patronaje es un reto importantísimo. Es muy complicado acertar la universalidad de la prenda”, cuenta la diseñadora de Dos Mares, afincada en Barcelona, Ana Maria Settimi. Antes de Lenny desfiló Salinas, firma brasileña con 27 años de experiencia en trajes de baño. Bastante tropical. Ella dice que la colección está inspirada en Pedro Almodóvar. En el submundo del backstage de las pasarelas de Río no sólo no hay básculas para las modelos, sino que éstas, atención, comen trufas.
En el diseño de un traje de baño está a veces el origen de una innovación tecnológica. Luiza Bonadiman, carioca de adopción, de labios carnosos y mallas pegadas a sus piernecitas inquietas, atiende sincopadamente a la prensa.
–Háblanos de tu colección –le sugiere un periodista. Bonadiman pone el piloto automático y cuenta que para sus últimos trajes de baño no ha utilizado una sola aguja. Las costuras las ha sustituido por una masa a base de silicona que une los pedazos de lycra y que maneja utilizando calor. La colección tiene gracia, pero es poco funcional. Triquinis a franjas horizontales o maillots cuyos miles de tiras anudadas le dejarían a uno la espalda como un chuletón a la parrilla al primer rayo de sol.
En la playa de Río, nadie luce algo parecido. El precio de innovar. El último día de los desfiles, ya con las maletas a cuestas, el conductor de un carricoche que transporta a periodistas y fotógrafos por el recinto bromea sobre lo peligroso que puede resultar volar desde Brasil en un Airbus. A su macabra manera es el único que tiene interés de hablar del asunto en cinco días. ©ELPAIS.SL.