Mi obsesión con la cantina ‘El Maracuyo’

  • 08/03/2015 01:00
En este bar escribo mis vainas serias. Por eso seguiré hablando de él, aunque le pese a mi editor

Recuerdo una mañana en particular, hace muchísimos años (aunque parece ayer), diríase que siglos, siglos que no fueron caminata ni madrugada ni ninguna de esas cuestiones poéticas que uno se inventa para ganar premios literarios y ver si uno sale de la pobreza aunque sea por unos meses (en realidad ganar ese premio fue única y exclusiva culpa de las cervezas que me empiné en la legendaria y ya conocida cantina ‘El Maracuyo’, que allí escribo mis vainas serias, como tantas veces lo he dicho ya, tantas veces, de hecho, que el editor de la columna me ha dicho que cuándo voy a empezar a escribir sobre otros asuntos, como por ejemplo de Moncada Luna o la venezolana que nos dijo monos a todos los panameños; yo le respondo que paciencia, paciencia, que la cantina ‘El Maracuyo’ tiene sus seguidores y que ya me pondré manos a la obra con los moncadalunas y venezolanas lengüilargas; bueno, sí, las cervezas en ‘El Maracuyo’: no deberían permitir que los escritores que escriben libros bajo la influencia del alcohol o cualquier otra substancia participen en concursos, ya que es el equivalente a permitir que los atletas vayan dopados a competir a las olimpiadas).

En fin, hace años, decía, cuando aún existían los Diablos Rojos y yo no tenía carro ni plata para taxi, me subí a uno de esos legendarios medios de transporte. Me senté frente al espejo que reflejaba todas las caras del cansancio, la esperanza y la desesperanza. Caras afligidas por el sol, caras estiradas por el repentino cambio de clima: lluvia, gotas feroces, la lluvia cabrona de El Caribe. Aguacero. Y, allí dentro, los rostros que monótonamente se levantan en las mañanas para recorrer las calles llenas de animales de metal y edificios (la palabra edificio debería ser declarada non grata en cualquier poema).

En el espejo vi a una mujer con su criatura en brazos, con su esperanza en brazos; vi guardias de seguridad encaminándose a su día de abrir y cerrar puertas en aquel lugar del que dice Brecht que es más delito fundarlo que robarlo: el banco. Contemplé algunas niñas de uniforme, ansiosas por poner las nalgas en las bancas de alguna escuela hecha mierda, con baños en malas condiciones, hediondos y llenos de escritos que van desde ‘Yassury Damileth es una sorra le gusta que le dén (sic)’, a ‘Roberto no se le para por eso todas las novias lo queman, cachon (sic)’, hasta ‘Llámame al 66736856 para...’. Educación sexual de punta, cortesía de nuestros gobiernos progresistas.

En el espejo vi ojos sin vida, lánguidos, cegados por el ruido. Vi a un adolescente tarareando canciones de moda (existían los walkman en esos tiempos todavía). Escuché a viejos que conversaban de la dureza de los tiempos, sobre recuerdos de calipso y nueves de enero. Había jóvenes de pie con papeles entre las manos, repasando folletos universitarios; algún día se superarán y serán asalariados, se comprarán un carrito (un poco mejor que el del vecino) y más nunca tendrán que meterse en esta mierda de buses. Rostros, rostros, cejas fruncidas, sudor, gestos amargos, el mismo jode que jode todos los días. Esperanza. (La venezolana nos llamó monos. Monos no somos, pero anestesiados desde tiempos inmemoriales —vetustos, como dice el poeta— sí que hemos estado). Aquella vez me miré en el espejo y no me reconocí; o, lo peor, me reconocí y me sentí parte. (Ahora hay buses blancos con aire acondicionado, hay tren subterráneo. Aun no me subo a ninguno de los dos, ya me subiré y compararé rostros y olores). Finalmente, me bajé del bus. Me hundí en sueños. Aún sueño. Y camino.

MÚSICO Y POETA

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