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La primera década del siglo XXI fue escenario de grandes cambios en la política mundial. Los ataques de Al Qaeda contra Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 tuvieron repercusiones que sacudieron el andamiaje de las relaciones internacionales. Las dos guerras que siguieron, en Irak y en Afganistán, demostraron que los anhelos de paz con los que había llegado el año 2000 eran una ilusión, y la recesión económica que estalló en octubre de 2008 -la peor desde 1929-, dejó en claro que la caída del muro de Berlín no era sinónimo de una era de auge de la economía de mercado.
Eric Hobsbawm, uno de los grandes analistas del siglo XX, dijo que esa centuria había terminado en realidad en 1989 en lo que se refiere a su principal columna vertebral: el conflicto Este-Oeste.
Sin embargo, la verdadera transformación de la política internacional no se produjo de inmediato sino que se pospuso hasta la primera década del tercer milenio. Basta ver los nombres, siglas y términos que aparecieron en el mapamundi: protagonistas como el G-20 y BRIC, asuntos como la lucha contra el terrorismo y el calentamiento global, y áreas a donde se desplazó la competencia por el poder, como el corazón de Asia. Ya no existe la URSS, ni es relevante el G-7, ni el Atlántico es el centro del planeta.
El triunfo de Barack Obama en las elecciones presidenciales de 2008 es, a la vez, producto de la transformación del sistema internacional y catalizador del cambio.
Obama se aparta de la tradición electoral estadounidense en muchos aspectos, el más notorio de los cuales es que pertenece a una minoría racial.
Pero no es el único. Al actual mandatario le encaja el calificativo de posmoderno, tiene una visión cosmopolita y global -nació fuera del territorio continental de EEUU, su padre era de Kenia, vivió en Indonesia -, y ganó la batalla electoral con una campaña innovadora que se apoyó en los más avanzados mecanismos tecnológicos y que, de paso, desafió la idea de que su país tenía unas mayorías republicanas inamovibles en algunas áreas.
El paso de George W. Bush -gobernó durante ocho de los 10 primeros años de este siglo- a Obama es muy elocuente sobre el cambio del papel de Estados Unidos en el mundo.
Después de los ataques de Al Qaeda, Bush puso en boga la “cruzada mundial anti-terrorista” y la convirtió en eje de las relaciones internacionales. Un límite que dividió al mundo en forma simplista entre buenos y malos, y que tuvo escenarios de guerra en Irak y en Afganistán, con una renovada confianza en la efectividad del uso de la fuerza y con una polémica y unilateral modalidad: los ataques preventivos, fórmula que se estrenó contra Bagdad y que sirvió para sacar del poder a Sadam Hussein.
Sin embargo, la “doctrina Bush” chocó con complejidades locales y produjo un conflicto sangriento y persistente en Irak, y un caos sostenido en el que se esconde y se prolonga el Talibán.
En ambos casos la comunidad internacional tuvo una percepción de fracaso y los dos conflictos afectaron la reputación y el prestigio de la gran potencia, hasta el punto de que al menos una parte de la victoria de Obama es un mandato de cambio en el campo diplomático.
Un mandato que, de hecho, Obama ha tratado de cumplir de muy buena gana. En los primeros 10 meses de gobierno visitó 20 países, desechó el discurso de la condena al terrorismo, cambió la retórica tradicional del Departamento de Estado a favor de Israel y contra Palestina, acabó con vestigios de la Guerra Fría al aliviar las sanciones contra Cuba, ordenó el cierre de la cárcel de Guantánamo y propagó la idea de que su país ya no está dispuesto a buscar soluciones unilaterales a conflictos que no le pertenecen.
Más bien, anuncia la búsqueda de liderazgos compartidos y su disposición a escuchar las perspectivas de otros actores, y se compromete con confianza en el multilateralismo en asuntos como el cambio climático.
La nueva “doctrina”, tan diferente a la de Bush, le valió un polémico premio Nobel de Paz en momentos en que la mayor parte de sus planes y anhelos todavía están en la lista de “pendientes”. Pero más que un mandatario con una ideología diferente, un talante idealista o un demagogo que dice lo que los demás quieren oír, Obama es un representante de una nueva realidad mundial.
El conservador Fareed Zakaria, director de las ediciones internacionales de Newsweek y experto de la llamada escuela realista, en su libro “The Post-American World” (La guerra post-americana), un best seller en Estados Unidos, dice que el papel de la gran potencia cambió debido al surgimiento de varios fenómenos.
El principal es el que llama “el crecimiento del resto”, y se refiere al prominente ascenso de nuevos poderes como China e India, que alteran el equilibrio mundial -no por una caída de Estados Unidos sino por el surgimiento de otros- y se refleja en el auge de culturas no occidentales, como las asiáticas.
Según Zakaria, China se convierte en el rival de Washington, e India en su principal aliado. Brasil en América Latina y también Rusia adquieren visibilidad y protagonismo.
No cabe duda de que la primera década del siglo XXI produjo hechos que cambiaron el rumbo de la Historia y que vaticinan una centuria distinta, más compleja, y no necesariamente mejor.
La búsqueda de nuevos equilibrios, la competencia por el poder que ya no está concentrado, y la obsolescencia de instituciones propias de la Guerra Fría componen un cuadro caótico e inestable, sin árbitros evidentes ni reglas ampliamente acatadas. Anticipan, en fin, un siglo tan complejo como su primera década.