Un museo vivo
y palpitante

Actualizado
  • 24/12/2023 14:29
Creado
  • 23/12/2023 17:59
Hace año y medio, un grupo de vecinos de los barrios de El Chorrillo y Santa Ana crearon el Movimiento Cultural Identidad que, a través de distintos recorridos, ofrece una experiencia turística inmersiva para conocer la historia y la cultura de estos dos importantes sectores de la Ciudad de Panamá. El proyecto se llama Museo Inmersivo del Arrabal

El miércoles 20 de diciembre, a propósito de los 34 años transcurridos desde la invasión a Panamá por parte del ejército de Estados Unidos, el Movimiento Cultural Identidad inauguró un nuevo recorrido del proyecto denominado ‘Museo Inmersivo del Arrabal’, que tiene como propósito promover el turismo sostenible en dos barrios que no figuran en el mapa tradicional de la oferta turística del país: El Chorrillo y Santa Ana.

La nueva ruta, llamada ‘Prohibido Olvidar’, forma parte de una oferta de recorridos pensados para convertir estos dos corregimientos en destinos turísticos, echando mano de su mayor riqueza: su gente. Como explicó Efraín Guerrero, entusiasta guía, promotor del Movimiento y habitante de la zona, tanto El Chorrillo como Santa Ana sufren el estigma social que parece buscar desaparecerlos a través de la gentrificación, “pero lo que nosotros queremos es resaltar su historia y su cultura”; una historia atravesada, en el caso de la ruta ‘Prohibido Olvidar’, por la intervención armada de diciembre de 1989.

El objetivo del Movimiento no es cualquier cosa: ambos barrios, arrabales de la que fue la segunda ciudad de Panamá y hoy es el Casco Viejo, tienen en contra precisamente eso: que el Casco Viejo o corregimiento de San Felipe es considerado patrimonio del país y, por lo tanto, existen leyes y normas que protegen sus espacios y edificios; mientras que El Chorrillo y Santa Ana, también ricos en cultura material e inmaterial, han sido abandonados casi que a su suerte.

La caminata para recordar el 20 de diciembre empezó en la histórica de Plaza Santa Ana, se detuvo frente a la casa donde vivió Carlos A. Mendoza (el primer y único presidente negro en Panamá), frente al Museo del Reggae (¡¿existía un museo del reggae?!) y frente a la casa donde creció el cantautor Rubén Blades. Allí, por supuesto, se recordó a Ligia Elena y a Pedro Navaja.

Más adelante la Logia Masónica y luego, camino a El Chorrillo, se caminó por la calle B o ‘calle del Límite’, llamada así porque, según Guerrero, conecta los tres corregimientos: San Felipe, Santa Ana y El Chorrillo, y este último con otro que, según el guía, también debería ser declarado patrimonio: Ancón. Ya muy cerca de Plaza Amador, aparece la esquina del antaño restaurante ‘La Buena Suerte’ -famoso por sus bistec picado, dicen los que saben-, y es allí donde surge el primer recuerdo de la invasión: “Yo vivía en esa casa”, dice uno de los “pavotours” del Movimiento, mientras señala una esquina de calle 16 Santa Ana. “Era casi medianoche y yo estaba pintando la casa... Cuando de pronto oigo un estruendo como si hubiera caballos corriendo”. Era la gente de El Chorrillo que, con los primeros disparos, subía huyendo hacia el barrio vecino.

Los caminantes están ya a mitad del camino y bajan por la Pedro Obarrio, pasan por la extinta fonda santeña y desembocan en el Parque de los Aburridos que, para estos días, está rodeado de hojas de zinc que anuncian remodelación. De hecho, en toda Santa Ana y El Chorrillo hay varias calles en reparación, y resulta complicado caminar entre desniveles, huecos, hierros y maquinaria puesta aquí y allá, casi de cualquier forma. Cruzando la calle desde el Parque, la primera parada gastronómica: la Fonda La Bendición, donde un buen puñado de participantes se entrega al delicioso pecado de la compra de hojaldres y carne frita.

Varias cuadras más arriba está el Parque Amelia Denis de Icaza, construido en el espacio que hasta 1989 ocupó el Cuartel Central de las Fuerzas de Defensa. Allí estaba Manuel Antonio Noriega la madrugada del 20. Y algunos chorrilleros, niños en 1989, cuentan lo que vieron y vivieron: Que era casi medianoche cuando se escucharon los primeros bombazos y el cielo se cubrió de una luz roja. Que esa luz roja dejaba ver todo lo que pasaba a nivel de calle, desde los edificios circundantes. Que unas bengalas atravesaban el espacio y estallaban en el cuartel, con estrépito. Fue una hora de fuego y metralla y luego, de pronto silencio y un anuncio espectral: salgan con las manos en alto, salgan todos de sus viviendas, escapen. Algunos lo hicieron, para encontrarse con que aquel llamado para huir era otra emboscada. Muchos otros resistieron, encogidos de miedo en los edificios y caserones.

Tal como lo contó Héctor Collado en Patria, uno de los textos de Cuentos de precaristas, indigentes y damnificados: “Seis familias apretujadas, una contra la otra: la bochinchosa con la mojigata, el maleante con el buenagente, el profesor con la lavandera. Ningún prejuicio se asomó a los temperamentos. Todo estaba oscuro y a no ser por las voces hubiera sido imposible reconocernos. A lo lejos, y acercándose, el bufido de las tanquetas y las ráfagas en automático de los M-16; las explosiones ensordeciendo la noche sórdida”.

Mientras la historia se convierte en relato vivo en boca de las víctimas de la invasión, el grupo de caminantes escucha en silencio. Preguntan, dudan, confirman algo que han escuchado. “¿A qué hora exactamente empezó todo?” “¿Es verdad que hubo muchos muertos?” “Pero la operación Causa Justa fue para sacar a Noriega...”. Las personas que se han reunido allí para esperar al grupo contestan, primero con tranquilidad, luego con exaltación, a medida que los recuerdos afloran.

“Nosotros salimos en una tregua y caminamos hacia Balboa. Yo tenía 11 años y le puedo decir que en todo el camino había muertos”, dice Omar, dirigente de la comunidad. Otra persona cuenta que, cuando amaneció, vio a los soldados estadounidenses metiendo cuerpos en bolsas negras, y otro más dice que el año y meses que los refugiados de El Chorrillo permanecieron en cubículos en los hangares de Albrook fueron terribles, porque no había electricidad, hacía mucho calor y vivían hacinados. Los testimonios siguen doliendo, ya sea que se escuchen por primera vez o se hayan escuchado historias similares cientos de veces.

Para el final del recorrido, una parada táctica donde la señora Yolanda -duros de a peso, que a esas horas saben a gloria-, otra más frente a unos trabajos que han dejado al descubierto los rieles del antiguo tranvía -pero el gobierno les está tirando una nueva capa de concreto encima-; y la parada gastronómica más esperada del día: Donde Gato, en el límite del barrio, para comer pescado frito entero, apanado o relleno con platanitos. ¡Qué sazón, señoras y señores! La última vez que se comió algo parecido fue en la ciudad de Colón.

Terminado el almuerzo bajo la sombra de un mango, está visto que el Museo Inmersivo del Arrabal ha cumplido su misión: unas 50 personas han recorrido el barrio a pie, conversado con algunos de sus habitantes y saboreado la cocina barrial; y también conocido la historia de primera mano y desde el mismo lugar donde, hace 34 años, bajaron desde el cielo las luciérnagas de la muerte.

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