Recordar a Galeano y volver a pasarlo por el corazón

  • 14/04/2015 02:00
Memoria de un fuego encendido

Eduardo Galeano contempló la vida humana desde muy arriba y nos vió a todos como el ‘mar de fueguitos' que somos: unos ‘grandes' otros ‘chicos', ‘de todos los colores', según los describe en boca de ‘un poblador de Neguá, en la costa de Colombia', que pudo subir ‘al alto cielo' para verlo.

El suyo fue, según la clasificación del mismo relato, publicado en ‘ El Libro de los Abrazos (siglo XXI 1989), de los que ‘arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear'.

Así era Eduardo Galeano (3 de septiembre de 1940-13 de abril de 2015) y yo, como muchos de mi generación, los que empezamos al leerle cuando teníamos menos de veinte años, me ‘encendí' con su fuego, con su verbo, con su luz para entender la América Latina de venas abiertas, en la que crecíamos ciegos y solos.

Su Memorias del Fuego (1982) fue un acompañamiento paso a paso, (aunque en tres tomos) preciso y poético para mirarnos hacia dentro como americanos, desde el pasado, pero pensando en el futuro.

Como Los Hijos de los días que somos por herencia directa maya, Galeano nos instó a ser ‘averiguadores, buscadores de la vida', a diario, siempre.

Periodista por oficio, después de iniciarse como caricaturista (‘Gius') y ensayista, reconoció que fue el trabajo que lo sacó de ‘ la contemplación de los laberintos de mi propio ombligo'.

Lo apuntaba todo -yo lo ví- en una pequeña libreta, minúscula, casi imposible para la vista y la letra de un hombre ya de avanzada edad, en un mundo, además, tecnificado, en el que impera el soporte digital. Eran sus propias memorias, su particular reflexión de la actualidad de la que siempre estaba atento, con los ojos educados del que conoce bien el pasado.

En Madrid, donde coincidimos por primera y última vez, en un intervalo de treinta años, siguió con curiosidad adolescente el Movimiento de los Indignados, atento a las utopías que decía necesitar la humanidad, aún en el horizonte, para poder avanzar. En uno de nuestros encuentros me intentó robar un beso de amor, que yo, muy joven entonces, le negué, sin saber, como luego me enseñó su lectura, que un abrazo y un beso no se rechazan nunca. Hoy, lo recuerdo con pena y ‘lo vuelvo a pasar por el corazón'.

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