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Entre el discurso del orden: Los cuerpos que resisten y la erosión de la empatía
- 28/12/2025 00:00
En Panamá, las cifras del dolor no mienten. Entre enero y septiembre de 2025, doce mujeres fueron víctimas de femicidio y otras nueve sobrevivieron a intentos de asesinato. Detrás de cada número está una historia interrumpida, un vacío en los hogares y una institucionalidad insuficiente que responde con burocracia y, demasiadas veces, con silencio. A decir la verdad, más preocupantes que las omisiones del Estado son los enunciados que, desde el poder, relativizan la violencia, deslegitiman la lucha de las mujeres y reconfiguran la equidad como mera “exageración ideológica”.
Cuando desde la cúspide del Ejecutivo se afirma que las “activistas feministas” deben entender que el Ministerio de la Mujer no es “trinchera para la lucha”, sino una entidad sujeta a la “reducción del Estado”, lo que se expresa no es solo una postura administrativa. Se transparenta, más bien, una cosmovisión. Jason Stanley (2019) la reconoce: es una táctica clásica de la política fascista que deslegitima resistencias y exalta un orden jerárquico presentado como racional. El fascismo, no requiere uniformes, ni campos, opera en lo cotidiano, en gestos que deshumanizan, separan y reinstalan la figura del “patriarca protector” ante una nación imaginada como amenazada.
La retórica del “orden” y la “reducción del Estado” funcionan como dispositivo de control simbólico; una forma contemporánea de autoritarismo que Rita Segato (2003) denominó “pedagogía de la crueldad”. Cada vez que una autoridad banaliza la defensa de los derechos de las mujeres, se refuerza la idea de retorno de las mujeres al espacio doméstico, a la subordinación. Así, la violencia machista se naturaliza como rasgo cultural y deja de comprenderse como crimen estructural.
La pedagogía de la crueldad, en palabras de Segato, normaliza el castigo sobre los cuerpos femeninos hasta convertir la muerte en un mensaje social, recordatorio de quién manda. En Panamá, ese mensaje se multiplica en la impunidad, en déficits judiciales persistentes, en la falta de albergues seguros y en la precarización de programas de prevención. Pero también y allí está el nervio del asunto en discursos oficiales que reafirman una jerarquía moral masculina bajo el disfraz del “sentido común”.
Por otro lado, Christian Geulen (2010) advierte que, el racismo como el fascismo no es un accidente irracional, sino herencia moderna de un pensamiento jerárquico y excluyente para sostener el orden social. Cuando el poder decide quién merece protección y quién debe tolerar la violencia; cuando ridiculiza las organizaciones de mujeres o asocia el empoderamiento con desobediencia; lo que se reactiva es esa matriz racista y patriarcal que posiciona como inferiores a quienes desestabilizan el statu quo.
Entre el discurso del orden, los cuerpos que resisten y la erosión de la empatía, se condensan esas tensiones. El discurso del orden remite a la retórica del poder que invoca la seguridad, la familia y la moral como pretexto para restringir derechos; es la forma actual de lo que Stanley define como “políticas fascistas del orden”, donde toda diferencia se presenta como amenaza.
Frente a ello, los cuerpos que resisten encarnan la respuesta humana, los cuerpos de las mujeres, de las migrantes, de las trabajadoras, de quienes protestan y sobreviven a la violencia. Aquí el cuerpo no es solo biología, sino símbolo político, memoria viva del dolor y de la dignidad. Es el cuerpo que marcha, que cuida, que se levanta, que denuncia. Supremamente, la erosión de la empatía nombra la pérdida más grave de nuestra era, la incapacidad colectiva de sentir con el Otro. Como advierte Stanley, el fascismo triunfa cuando se destruye la empatía y la violencia se convierte en paisaje. En esa tríada orden, resistencia y empatía se juega hoy la posibilidad de una democracia verdaderamente humana.
Desde esta perspectiva, la violencia contra la mujer no es solamente un asunto de seguridad; es, sobre todo, un asunto de democracia. No hay democracia posible donde el discurso oficial promueve la desigualdad, ni derechos humanos cuando el Estado reduce su función de garante a la de un espectador. En efecto, la deslegitimación de los derechos de las mujeres, la sospecha hacia el lenguaje y la nostalgia por un pasado “ordenado” constituyen un triángulo peligroso, la nostalgia autoritaria que Stanley identifica como “pasado mítico”. En ese pasado imaginado, la figura del líder sustituye al ciudadano, la autoridad desplaza la deliberación y las mujeres vuelven al silencio del hogar.
No se trata únicamente de retórica. Los datos registrados por el Centro de Estadísticas del Ministerio Público de Panamá reportaron hasta septiembre de 2025 una disminución del 29 % en los femicidios respecto de 2024, aunque las tentativas aumentan en 13 %. La violencia, entonces, se desplaza, muta, pero no se extingue. Se encarna en la precariedad económica, en el abandono institucional, en la impunidad judicial y, sobre todo, en un clima cultural que legitima la misoginia desde las esferas decisorias.
Ahora bien, conviene detenerse un momento para reflexionar sobre el papel que desempeñan las leyes vigentes dentro de esta tensión constante entre resistir y someter. El marco jurídico panameño presenta un conjunto de normas que, al menos en teoría, buscan contrarrestar la dominación simbólica y estructural contra las mujeres. En la sección “Leyes” del Ministerio de la Mujer se reúne un compendio significativo de instrumentos legales que, en su conjunto, delinean el horizonte de los derechos de las mujeres en el país.
Sin embargo, entre todas, una ley merece especial atención por su alcance estructural y por las implicaciones que ha tenido en la conciencia social del país: la Ley N.º 82 de 24 de octubre de 2013, “que adopta medidas de prevención, protección y atención integral de la violencia contra las mujeres y reforma el Código Penal para tipificar el delito de femicidio”. Esta norma no solo reconoce la violencia de género como un fenómeno social y político, sino que redefine el concepto de justicia en relación con los cuerpos femeninos. Al tipificar el femicidio como figura penal específica, la ley introduce un lenguaje de reparación y visibiliza el carácter extremo de la violencia que se ejerce por razones de género.
De hecho, conviene reconocer que el fascismo contemporáneo no llega con botas, sino con decretos, burlas y presupuestos recortados. Su eficacia radica en erosionar la empatía pública, en trazar un “ellas” y “nosotros”, en despolitizar la violencia y convertir el sufrimiento en dato estadístico. Frente a ello, las luchas por los derechos de las mujeres no son caprichos ideológicos, representan una respuesta ética ante procesos de deshumanización.
La tarea urgente, por lo tanto, pasa por reconstruir el sentido público de la empatía y recuperar al Estado como garante de derechos, no como administrador del silencio. Porque cada palabra que desprecia la movilización de las mujeres, cada enunciado que tergiversa la equidad como amenaza, nos acerca un poco más a ese precipicio moral que Stanley denominó fascismo cotidiano.
En un país cuya historia se escribe entre desigualdades y olvidos, la única “reducción del Estado” aceptable sería aquella que acorte la distancia entre la justicia y la ausencia de políticas para la protección de las mujeres víctimas del patriarcado. Todo lo demás recortes, ironías, gestos de poder no es modernización; son síntomas de un orden cuyo temor es perder privilegios.
La autora es Socióloga, docente universitaria y defensora de derechos humanos.