Actualizado
  • 11/01/2020 00:00
Creado
  • 11/01/2020 00:00
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Cuando despertó esa mañana, la luz que se filtraba por la ventana molestó a Valeria como una indeseable intromisión.

Marie

Se cubrió con la sábana y soltó un bufido. Todos los días oía a su padre hacer el desayuno en la planta baja, pero esta vez no se escuchaba ningún sonido. Supuso que había ido a trabajar desde muy temprano, solía hacerlo cuando tenía proyectos que culminar, aunque siempre le dejaba el desayuno preparado.

Se sacudió la sábana y bajó de la cama de un salto. Sus pequeños pies se estremecieron con el frío de las baldosas. Se acercó al espejo: vio sus mejillas sonrojadas y su largo cabello ensortijado. Tenía un cuerpo macizo para su corta edad. Se pasó un dedo por los rizos y esbozó una sonrisa. Sus ojos mostraban un curioso brillo de satisfacción.

—¿Dónde está Marie? —preguntó a su reflejo. En él vio a su muñeca de cabello rojizo al lado de su cama. Se acercó y la tomó.

—¿Qué te he dicho? No puedes salir a pasear por la casa, padre te encontraría y se enojaría… ¿Qué dices?

Pegó el oído a la boca plástica. Después soltó una risita.

—Eres traviesa, Marie. Tengo que cambiarte.

Se dirigió hacia la cama, acostó a su muñeca y empezó a quitarle el vestido de lentejuelas rosadas. Lo hizo con amoroso cuidado. Sus diminutas manos se movían con agilidad y también con fuerza.

—Te dije, no puedes estar caminando por la casa. La última vez, padre te encontró y me golpeó con la tabla. Me dejó moretones azules y verdes. Uhmm… ya sé, es su forma de convertirme en niña buena. ¿Tú no quieres ser una niña buena?

Vio a su muñeca con intensidad. Los ojos de plástico miraban hacia el techo. Valeria se acercó un poco, como intentando oír. Luego resopló y la tomó en sus manos.

—Bueno, no podemos escapar. Padre se enojaría mucho.

Salió de la habitación y caminó hacia la sala.

Frente al largo sofá, el televisor permanecía encendido, sin volumen. Su padre acostumbraba ver televisión hasta tarde en la noche. También había dejado los zapatos desordenados, como todos los días. Valeria los recogió y los depositó en el clóset que estaba detrás del sofá. También limpió las colillas de cigarros esparcidas por toda la mesa.

—Deberías ayudar, Marie, en vez de estar ahí sentada sin hacer nada.

Había dejado la muñeca en el sofá, y esta la miraba con una sonrisa bobalicona. Una sonrisa que algunas veces a Valeria no le agradaba demasiado. Marie le decía cosas extrañas en las noches. Una vez terminó en la cocina, buscando un cuchillo. Se subió sobre un enorme baúl cerca del lavadero y logró extraer de las repisas altas un cuchillo enorme. De no ser porque sintió las pisadas de su papá, hubiera sido descubierta. Ella no supo para qué Marie se lo había pedido. No era que comiera todo el tiempo, solo cuando Valeria tenía que comer.

Una noche, Marie le dijo que dejara la puerta trasera abierta antes de irse a dormir. Ella lo hizo. Le gustaba cuando complacía a su muñeca. Sin embargo, un par de horas después, su padre bajó para cerrarla porque el frío no lo dejaba dormir. Después subió a la habitación de Valeria y le propinó unos golpes para que no olvidara dejar las puertas cerradas. Lloró toda la noche, sin recibir ningún consuelo de Marie.

Valeria dejó de hablarle por una semana. Aunque Marie insistía en decirle qué hacer, la ignoró. Pensaba que se había comportado de manera cruel y egoísta. Su enojo duró hasta que Marie se disculpó y le dijo si podían volver a ser amigas, que no volvería a meterla en problemas.

Valeria le hizo prometerlo. Marie cumplió. Solo por un tiempo.

Un día, su padre la encontró debajo de las escaleras mirando hacia el techo.

—¿Qué haces? —le preguntó enojado. Valeria no apartó la mirada.

—Viendo el infinito.

—¿Te has vuelto loca, niña?

—Marie dice que si hago esto todos los días por unas horas, va a ayudarme.

—¿Ayudarte con qué?

—Con todo.

Su padre suspiró y la dejó en paz, no tenía ánimos de discutir con su hija, ni tampoco de volver a golpearla.

Había tenido suficiente por la semana. Así era Marie. Desde muy pequeña, le murmuraba cosas, distintas cada día. Toma esto, toma aquello, pon esto aquí. Valeria rompió casi todos los floreros por culpa de Marie y los golpes llegaron con más fuerza. Llegó a tener los ojos y los brazos amoratados. Una vez su padre partió el espejo de su habitación, también rompió algunas de sus muñecas favoritas, menos a Marie, por supuesto, sabía lo importante que era.

Valeria no iba a la escuela, al menos no todavía. Su padre le decía que aún estaba muy pequeña. Tenía ocho años, ¿qué más podía esperar? Siempre quiso conocer nuevos amigos, pero a su padre no le agradaba demasiado la idea. La mantenía alejada de las personas.

—Son groseros, tontos y crueles, ¿para qué quieres amigos? —le decía.

—Para jugar.

—Juega con Marie.

—Quiero jugar con otros niños también.

—Vete, Valeria. No me molestes, ya sabes lo que pasa cuando me contrarías.

—Sí, papá.

Tenía la misma rutina todos los días. Se levantaba a las nueve, desayunaba, su padre salía a trabajar y ella se quedaba a limpiar. No sabía hacer muchas cosas, además era muy pequeña para limpiar, pero hacía lo que podía, todo lo que su padre le ordenaba. Él hacía las cosas más difíciles. Por ahora. Como le recordaba todos los días.

Según él, su madre los había abandonado hacía varios años, cuando ella apenas era una bebé. Valeria nunca pudo saberlo con certeza. Tal vez tenía razón, nadie llegaba a preguntar por ellos, no tenían visitas. Aunque una vez Marie le dijo que podía ir a la casa del vecino a preguntar. Sin embargo, estaba prohibido salir y no quería hacer enojar a su padre. Esa mañana, luego de apagar el televisor, Valeria se dispuso a arreglar la casa.

—Tienes que aprender a levantarte sola —le dijo a la muñeca que aún permanecía en el sofá. Luego suspiró—.

Ya sé que no es fácil…, tengo que dejar esto ordenado, papá se molestará. No me mandes a hacer cosas.

La muñeca la seguía observando, sonriendo. Aunque inmóviles, sus ojos parecían recorrer todos los rincones de la casa.

—Tienes un humor raro hoy —siguió diciendo Valeria—, muy raro. Te daré un baño en un rato.

Después de recoger el desorden, fue a la cocina. Se acercó a un baúl. Estaba raído por los años, era de cuero repujado y lleno de cerrojos. Valeria se acercó, pasó sus pequeños dedos por el baúl y luego se sentó en un banquito frente a él. Su estómago gruñó. Tenía hambre y su padre aún no regresaba a prepararle el desayuno. Lo hacía todos los días. No podía olvidarlo.

Por la ventana vio cómo el cielo se oscurecía. Iba a llover. Su padre tal vez llegaría pronto, todo estaba en orden como él esperaba. Tarareó una canción mientras balanceaba sus piernas. Volvió a mirar por la ventana, nadie se acercaba a la casa. Resopló y se apartó un mechón de la frente. ¿Por qué tardaba tanto en llegar?

Se bajó del banquito y caminó hacia el baúl.

—Padre, ¿ya vienes?

Este se sacudió con fuerza.

Yoselin Goncalves
Autora

Yoselin Goncalves es una escritora luso-venezolana residenciada en Panamá desde hace 8 años. Licenciada en Publicidad y Mercadeo (Panamá). Ha trabajado en distintas áreas de 'marketing'. Participó en diversos talleres literarios. Autora de 'El acecho de los inmortales' libro I y II, del colectivo 'Evidencias', 6 cuentistas venezolanos residentes en Panamá (Foro/taller Sagitario Ediciones, 2019) y 'No apagues la luz' (Foro/taller Sagitario Ediciones, 2019). Brinda talleres y charlas sobre el género de terror. Fue también jurado del Panama Horror Film Fest 2019.

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