El Mocho de Cativá

Actualizado
  • 19/09/2020 00:00
Creado
  • 19/09/2020 00:00
Cuentos y Poesías del 19 de septiembre de 2020

Esta mañana oí la noticia por la radio.

El Mocho de Cativá

Yo lo conocí cuando trabajábamos los dos en Zona Libre. Se llamaba José Ángel, pero le decíamos Changui. Él era mayor que yo, callado, poco comunicativo; pero le gustaba pescar, y a mí también. Yo tenía por aquellos años un carrito viejo con el cual nos íbamos los fines de semana al lago, al rompeolas o a cualquier sitio donde se pudiera sacar pescado. Si él hubiera tenido un auto, quizá nunca hubiéramos sido amigos.

Tremendo susto nos dio aquella noche. Hace ya más de treinta años, pero me acuerdo como si lo estuviera viendo. Llegamos temprano donde Jairo, un colombiano que vivía en Pilón y tenía un cayuco nuevo de espavé. Jairo vendía el pescado que sacábamos, y Changui y yo no obteníamos más beneficio que el gusto de ir a pescar.

Como de costumbre, metimos en el cayuco un par de canaletes, la potala, una totuma para achicar, una linterna y unas cuantas cosas más, lo arrastramos al agua y nos fuimos por el centro del estuario. El colombiano era muy alegre. Sacó una botella de seco y unos vasitos de plástico y nos repartió un par de tragos. Después se puso a contar chistes y anécdotas mientras remaba. Changui era de esas personas que carecen de sentido del humor y nunca le reía los chistes a Jairo. Yo me reía por los dos. Cuando ya se veían a lo lejos las luces de la Refinería, Jairo viró hacia la orilla derecha buscando el trasmallo que había colocado la noche anterior, y nos ofreció unos cigarrillos a ver si el humo espantaba al enjambre de chitras que nos acribillaba sin compasión la cara, el cuello y los brazos, y se iba haciendo más espeso a medida que nos acercábamos a los manglares.

La noche estaba oscura como boca de lobo. Jairo dijo: “Changui, dame el flaslay”, y se fue a la proa alumbrando la superficie hasta que encontró la punta del trasmallo. Él y Changui empezaron a recoger la red que chorreaba agua salada, mientras yo hacía contrapeso en el lado opuesto porque el cayuco era algo celoso. Se oía el aleteo de los peces que iban cayendo dentro.

De pronto el cayuco se inclinó peligrosamente y Jairo dijo: “Suave, Changui, que parece que hay un tronco enredado allá abajo». Lo que fuera subía lentamente y los tres estábamos impacientes tratando de perforar la oscuridad de la noche para ver qué era aquello. Cuando asomó el pesado bulto a la superficie, se oyó un fuerte resoplido y un golpe seco contra la borda. Jairo alumbró con la linterna y dijo: “¡Chucha, pero si es un lagarto!”. Era tan grande y se movía tanto, que yo pensé que iba a voltearnos y les grité: “¡Vámonos de aquí antes que nos viremos!”. Ellos no me hicieron caso, y mientras Jairo sostenía al animal envuelto en la red, Changui trataba de desenredarle las patas y el hocico. A medida que se iba liberando, iba aumentando los coletazos y las tarascadas hasta que Changui dio un grito y dijo: “¡Jairo, pégale duro, que me mordió muy feo!”. A Jairo, en su afán por buscar el canalete, se le cayó al agua la linterna y yo no quería moverme del borde opuesto, donde hacía contrapeso con el cuerpo hacia fuera para mantener el equilibrio. Changui volvió a gritar: “¡Agárrenme, por favor, que me está jalando!”. Busqué sus pies en la oscuridad y empecé a tirar de él con todas mis fuerzas, mientras Jairo golpeaba una y otra vez la cabeza del cocodrilo hasta que logró que lo soltara.

No se veía nada. Changui quedó sentado sobre mis pies y decía con la voz temblorosa: “¡Vámonos rápido, que me desangro!”. Mientras Jairo volvía a tirar al mar la parte del trasmallo que habían recogido, por mi pierna derecha empezó a chorrear un líquido caliente y pegajoso que era la sangre de Changui. De tanto golpear, Jairo había partido uno de los canaletes y yo, con el que quedaba, empecé a remar hacia el pueblo.

Jairo, primero con un pañuelo y después con la correa, trató de hacerle un torniquete en el brazo, pero aun así la sangre seguía saliendo. Yo remaba y remaba con desesperación hacia el pueblo. Jairo también remaba con las manos. Entre el chapoteo del agua se oía un murmullo. Entonces me di cuenta de que Changui estaba rezando. No sé cuánto tardaríamos hasta Puerto Pilón; para mí fue una eternidad. Cuando llegamos, Changui ya no rezaba ni se quejaba: estaba inconsciente. Lo metimos en mi carro y salimos disparados con él hacia la policlínica de Sabanitas. Tuvieron que amputarle el antebrazo; los huesos estaban triturados y unidos al cuerpo solamente por un par de tendones. Por suerte yo tengo el mismo grupo sanguíneo que él y le pude donar sangre, aunque necesitó más de la que le di. No sé cómo, pero lograron salvarlo.

La gente empezó a olvidar su nombre y no se lo conocía más que por El Mocho de Cativá. Perdió su afición a la pesca, que era lo único que nos unía, y dejé de verlo por mucho tiempo. Ya no pudo trabajar más como estibador, y después yo no sé a qué se dedicaba. Cada día estaba más huraño y retraído, y dicen que lo veían por ahí borracho.

A mediados de octubre de cada año se ponía una túnica morada y caminaba descalzo los cuarenta kilómetros que hay desde Cativá hasta Portobelo, cargando una enorme cruz de madera que un vecino le amarraba a la espalda por lo difícil que era agarrar aquel instrumento de tortura con una sola mano. Con el tiempo adquirió práctica en manejar la cruz y ya no la llevaba amarrada cuando llegaba tambaleándose a la iglesia del Nazareno, con la manga vacía colgando del hombro derecho y el polvo del camino pegado a sus pies sangrantes. No dejó ni un solo año de cumplir la dura manda que hizo aquella noche terrible en que el Nazareno lo salvó de morir desangrado.

El Mocho ya estaba muy afectado por la cirrosis y la mala vida, y se ve que este año no aguantó la caminata. En el noticiero matutino de una emisora local dijeron: “Ayer encontraron cerca de Buenaventura el cadáver de un peregrino. Se llamaba José Ángel Santizo”. Espero que el Nazareno no lo defraude y lo tenga, en la otra vida, mejor de lo que lo ha tenido en esta, pues méritos no le faltan al Mocho de Cativá.

Autor
Francisco Moreno Mejías

Escritor

Nació en España el 3 de julio de 1939. Fue esposo de la pintora panameña Sandra Cotes de Moreno, y reside en Panamá desde 1968.

Ha publicado dos novelas: 'La piedra de Rosita' y 'Fuego y ceniza', un libro de cuentos titulado 'Un puñado de ocurrencias' y un libro sobre el uso del idioma titulado 'La herramienta más usada'.

Ha escrito artículos en periódicos y revistas. Pertenece al círculo de lectura Extramuros, de la Universidad de Panamá.

Tiene inéditos poemas, cuentos, reseñas de obras leídas y ensayos.

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