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  • 27/02/2021 00:00
Creado
  • 27/02/2021 00:00
Cuentos y Poesías del 27 de febrero de 2021
La gracia

—Eres una gracia. Eres la gracia de Dios —me decía mientras sorbía mi miedo con su mirada.

Antes de que acabara la misa yo ya empezaba a temblar. A veces cerraba los ojos y esperaba que se alargara, pero al contrario, cada día encontraba más corto el sermón. Ni las beatas revoloteando, ni las confesiones improvisadas robaban el tiempo que me pesaba. Porque yo no quería que se acabara la misa, sino que fuera infinita.

Recuerdo también el frío. Cada tarde, antes de que se acercara y me hablara de la gracia, mi cuerpo era un témpano de hielo que ansiaba que le salieran alas. Mi cuerpo, inmóvil y en silencio, ya tiritaba cuando se apagaban las luces. Me apetecía correr y esconderme donde no alumbrara el sol, ni las estrellas me alcanzaran con su brillo para que él no me encontrara.

Ayudaba a las hermanas a recoger el altar. Comíamos frugalmente en el comedor tras musitar la oración, luego el grupo se dispersaba hacia los aposentos para continuar rezando.

Pero yo no estaba segura en la alcoba. En realidad, en la alcoba era donde más peligraba. Allí, sus manos cobraban vida. Algo se apoderaba de ellas cuando la feligresía partía y yo me quedaba sola. Nadie lo sabía, pero una energía desconocida se posesionaba de sus dedos. Aún en la oscuridad podían orientarse: abandonaban el gesto adusto, sosegado, y se estremecían con fervor mientras se posaban sobre mi pecho. Cuando sus manos llegaban hasta mi cuerpo, sus dedos empezaban todos a temblar sobre él, a sumergirse en él hasta humedecerlo.

—Es tu culpa. Tienes la gracia. Ante esto, la carne es débil.

Es cierto, yo sentía que era mi culpa. Algo debía haber hecho o pensado para que esto me sucediera solo a mí. Yo era la gracia, me repetía. Pero mi mente tenía la maldad por dentro –esto él no lo sabía, nadie podía saberlo–: de haber podido matarlo, lo hubiera hecho. No sucedió porque sus manos eran más rápidas, mientras mi pensamiento se volvía lento y se estancaba como el agua que se detiene en la zanja, cuando la hojarasca la rebasa y le impide seguir.

Dejé de contar las noches y los días. Hiciera lo que hiciera y aunque no hiciera nada, él siempre llegaba. Era un ritual, puntual y cotidiano, a pesar de mis rezos. Una penitencia que nacía del pecado original hasta colonizar mi cuerpo.

Una noche le dije que me dolía la barriga. El vientre abultado impedía que me cerrara la ropa y desde entonces tenía que usar la túnica de la hermana Sofía. Cada día me sentía peor, especialmente en las mañanas. Me miró fijamente. Un fulgor amargo le recorrió el rostro. Sus ojos cayeron como pesas sobre mi vientre y la arruga de su mejilla izquierda se movió bruscamente, como si fuera a abrirse para expulsar el odio que le sembraron mis palabras. Hubo silencio. Luego la mitad de su boca dibujó una sonrisa, y me acarició la cabeza, casi como un padre.

No pude dormir en toda la noche. No pude cerrar los ojos, no pude pensar. La cena quedó íntegra en el lavabo. Yo estaba realmente asustada, no de no saber, sino de pensar que sabía, que podía saber lo que me pasaba. La noche siguiente tuve que preguntar, porque mi mente necesitaba confirmar mis miedos.

—Padre, ¿qué me sucede? Me duele todo el tiempo. ¿Será que...?

—Sshh... No digas nada. Es la gracia. Tienes la gracia del Señor allí dentro.

En ese momento me vino muy clara la imagen de una vida creciendo dentro de mí. Ya Alicia pasó por eso y devolvía la cena en las noches. Tuvo que abandonar la escuela y fue la vergüenza de todos.

Entonces supe lo que debía hacer.

Posiblemente pregunten por qué no le dije a nadie. Por eso, porque estaba segura de que nadie creería en mí. Él decía que si hablaba de ello los demonios saldrían y poblarían la casa. Que devorarían las almas de las hermanas. Luego se regarían por el pueblo y sería también mi culpa, porque la gracia estaba hecha para ser idolatrada. Yo debía estar complacida y debía callar. No podía renunciar a eso.

La misa terminó y tras la rutina me fui a la habitación. Demoró tanto que pensé que no vendría esta vez. Que mis palabras lo habían ahuyentado. El alivio no duró lo suficiente, porque después escuché pasos y me asusté. Pasó justo en el momento en que decidía que iba a contarlo a alguna hermana o escribirle a la tía Josefa. Antes no lo hice por temor. Aunque al final, el miedo a los demonios era menor que el miedo a los pasos del padre porque estos eran reales. Aparecían tras la puerta y después de un movimiento de llave entraban raudos en la alcoba. Y luego se detenían. La sotana caía. Yo seguía quieta. Y todo empezaba de nuevo.

Por eso enciendo el mechero y camino hacia el patio. Tendré que darme prisa porque los perros empezarán a ladrar en cualquier momento. Están acostumbrados a llenar de ruidos la noche ante el menor atisbo de movimiento, ante cualquier sonido extraño. Él me había dicho que en las noches los demonios se metían en los perros y por eso no debía huir. En el caso de que lo hubiera pensado, huir era peligroso y debía tener miedo. Pero yo ya no tenía miedo. No de los perros.

El pozo lo conozco desde pequeña, cada resquicio, cada ladrillo rajado, cada centímetro de cemento. Conozco la hierba a su alrededor y conozco también la temperatura de la piedra. Me descalzo. Escalo. Antes de saltar miro al mundo que abandono. No quiero que lo que crece en mi vientre tenga lo mismo que yo, que las mismas manos le recorran los caminos que me recorrieron.

Aquí termina el miedo. El peso de la culpa y los demonios. Salto para que la gracia y yo nos quedemos dentro. A salvo de todo.

Autora
Ela Urriola
Ela Urriola

Escritora, filósofa y pintora. Investigadora de estética, bioética y derechos humanos. Tiene un doctorado en filosofía sistemática en la Karlová Univerzita, Praga.

Su obra ha sido merecedora de varios premios literarios, entre ellos dos concursos de poesía Ricardo Miró, uno en 2014 y otro en 2018, con la obra 'La edad de la rosa', un poemario que es un homenaje a las mujeres creadoras.

También ha obtenido el Premio Nacional de Cuento José María Sánchez con su obra 'Agujeros negros' (2015) y el Premio Anita Villalaz como Escritora del año por 'Valores perennes' (2019). En 2020 ganó el Concurso Nacional de Literatura Infantil y Juvenil Carlos Francisco Changmarín, con su obra 'Las cosas de este mundo'.

“La gracia” es un cuento del libro 'Agujeros negros'.

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