La caída del MURO

Actualizado
  • 08/11/2009 01:00
Creado
  • 08/11/2009 01:00
Estoy sentado al borde de la carretera, El conductor cambia la rueda.No me gusta el lugar de donde vengo.No me gusta el lugar a donde vo...

Estoy sentado al borde de la carretera, El conductor cambia la rueda.No me gusta el lugar de donde vengo.No me gusta el lugar a donde voy. ¿Por qué miro el cambio de rueda con impaciencia?

Bertolt Brecht, Elegías de Buckow

Brecht escribió este poema en 1953, poco después de la brutal represión del levantamiento popular en Berlín Oriental contra los soviéticos. Un episodio que afectó profundamente al dramaturgo, que había elegido instalarse en la República Democrática Alemana (RDA) –la opción “antifascista”– a la vuelta de su exilio en Estados Unidos. En otro de los poemas de sus Elegías de Buckow, ironiza sobre la traición del partido al pueblo. “Que disuelvan al pueblo y lo vuelvan a convocar”, escribe.

Brecht murió en 1956. Pese a su desencanto con aquel Estado estalinista, probablemente nunca hubiera imaginado que la deriva del experimento llevaría, en 1961, a la construcción de un muro de hormigón aderezado con alambradas y minas antipersonales, vigilado por tiradores de élite que disparaban a matar, destinado a encerrar a sus ciudadanos y evitar que se fugaran de la patria comunista.

Pero la guerra fría impuso su lógica. Berlín quedó dividido por un muro; Alemania, por una frontera impenetrable, y Europa, por lo que Churchill bautizó con audacia shakesperiana como “la cortina de hierro”.

La fortaleza lo abarcaba todo. La “coexistencia pacífica” alimentó la sensación de que el mundo bipolar no podía desvanecerse. Pero la tediosa batalla subterránea que se jugaba en los tableros de ajedrez de la política internacional creaba sinergias, abría brechas y generaba espacios. La decisión de Ronald Reagan, cuando llegó a la presidencia de Estados Unidos en 1980, de subir la apuesta para arruinar económicamente a Moscú, funcionó.

La patria del comunismo se pudrió por dentro. La Unión Soviética se convirtió en un poblado de Potemkin, uno de esos decorados de cartón piedra que el gran general y amante de Catalina la Grande hacía construir para que su soberana creyera que el país marchaba viento en popa. La llegada de Mijaíl Gorbachov al poder era el último intento de forzar una reforma. Pero si Rusia y los demás países de su órbita podían seguir existiendo sin ser comunistas, éste no era el caso de la República Democrática Alemana (RDA), que sólo tenía sentido como modelo alternativo a la otra Alemania.

LA BRECHA SE ABRE

Fue la rebelde Hungría la que, en septiembre de 1989, abrió la brecha en su frontera con Austria, lo que aprovecharon decenas de miles de alemanes orientales para abandonar el país e instalarse en Occidente. Pero el secretario general del Partido Socialista Unificado (SED) de la República Democrática Alemana (RDA), el anciano y enfermo Erich Honecker, siguió como si no pasara nada y en octubre celebró con gran pompa los 40 años de existencia de la patria del socialismo científico. Fue entonces cuando su invitado, Gorbachov, proclamó ante las multitudes que le aclamaban –y le pedían ayuda– que “aquellos que llegan con retraso son castigados por la vida”.

Aquel otoño fue extraordinariamente tibio, al igual que el invierno que le siguió. Los alemanes orientales salían a la calle y decían alto y fuerte: “Somos el pueblo”, mientras seguían pasándose a Occidente. En Bonn, la capital federal, se negociaba la salida de los que se refugiaban en las embajadas de Praga, Budapest o Varsovia, y se les acogía en la RFA. Pero nadie contemplaba la posibilidad de que aquel tinglado, incluido el muro, se viniera abajo con estruendo. “Sería la tercera guerra mundial”, decían.

Todo el mundo sabe lo que sucedió el 9 de noviembre: el muro cayó y no fue Armagedón. Ni un tiro. Fue una fiesta por todo lo alto. “Wahnsinn”: una locura. En el origen de aquel acontecimiento, que aceleró de forma irreversible el derrumbe del Imperio soviético, no había más que un error, consecuencia del nerviosismo y el desconcierto que embargaba a los líderes de la RDA. Cuando Günter Schabovski, entonces portavoz del Politburó del SED, proclamó la libertad para viajar al otro lado e incluso indicó que la medida entraba en vigor “ab sofort”, inmediatamente. No sabía lo que estaba diciendo ni pretendía decir lo que dijo. Pero la conclusión que sacaron los periodistas presentes en la confusa conferencia de prensa fue que el muro, al menos virtualmente, dejaba de existir.

El eco fue inmediato y se propagó a gran velocidad. Las radios y televisiones lo repetían, y los berlineses de un lado y otro empezaron a dirigirse hacia el muro. Los guardias fronterizos llamaban a sus superiores, oficiales de grado intermedio, que les transmitían su desesperación ante el silencio de la cúpula del Estado. Cuando ya eran miles los que esperaban a uno y otro lado y la situación empezaba a ser peligrosa, el oficial al mando del paso fronterizo de la Bornholmerstrasse decidió abrir las puertas. Checkpoint Charlie, Invalidenstrasse, Sonnen Allee, Chausseestrasse… siguieron.

Recordar aquella noche es la memoria de la euforia, del éxtasis, de los ojos iluminados, de los gestos exaltados, los brazos golpeando el aire y el cielo, las lágrimas y las risas. Esa imagen, en torno a la medianoche, de cientos de personas de uno y otro lado bailando encima de la gruesa muralla de la Puerta de Brandeburgo quedará como la del instante en que se alcanzó el éxtasis.

Nada de aquello estaba previsto. Al poder le cogió con el paso cambiado. El canciller Helmut Kohl estaba de visita oficial en Varsovia y se negó a cambiar su programa. Cuando llegó a Berlín 24 horas más tarde, le abuchearon. En París y Londres se impuso un cierto desasosiego. Sólo en Washington parecían tener alguna idea de lo que pasaba y probablemente también en Moscú.

EL PROCESO SE ACELERA

Pero tras unos primeros días de descontrol –los justos–, las cartas quedaron sobre la mesa y a disposición de quien quisiera utilizarlas. En diciembre, Kohl llegaba a Dresde para entrevistarse con el enésimo líder de repuesto de la RDA, el reformista Hans Modrow, que había sustituido a Krenz, y se sorprendía ante las ovaciones de los ciudadanos que ya no coreaban “somos el pueblo”, sino “somos un pueblo”. La unificación estaba allí, al alcance de la mano. Unas semanas más tarde volaba a Yalta junto a su mano derecha Horst Teltschick y pactaba la retirada de las tropas soviéticas con Gorbachov.

El proceso tomó una velocidad inaudita, como sólo se adquiere cuando la historia se acelera y un mundo muere y otro nace. En marzo de 1990 se celebraron las primeras elecciones democráticas de la RDA, ganadas por la CDU gracias al reclamo del canciller y su cuerno de la abundancia. En julio, Bonn pagó la unificación cambiando un robusto marco federal por cada uno de los depauperados marcos orientales que los ciudadanos de la RDA guardaban en el banco, diez veces lo que se pagaba en el mercado negro. En octubre, Alemania se reunificaba.

La gerontocracia que gobernaba aquella suerte de Estado neoprusiano fue a parar al desván de la historia. Honecker tuvo que huir a Moscú, pero fue entregado a sus enemigos por sus antiguos aliados, sometido a juicio y, víctima de un cáncer terminal, enviado a Chile a que muriera en el exilio. El temible y todopoderoso Erich Mielke, el más duro del régimen, que durante 33 años lo controló todo desde el Ministerio para la Seguridad del Estado (Ministerium für STAaatsSIcherheit, de donde procede el término Stasi), no era más que un viejo senil cuando se sentó en el banquillo junto a Honecker y fue condenado a seis años de prisión, que no cumplió por su demencia.

A Egon Krenz, el breve sucesor de Honecker, le cabe el honor de no haber ordenado la represión cuando cayó el muro. Pero fue procesado en 1997 por la muerte de quienes intentaron escapar y por “fraude electoral”. Condenado y encarcelado en 1999, salió en libertad en 2003 y todavía sostiene que la construcción del muro en 1961 fue una consecuencia inevitable de la II Guerra Mundial. Schabovski, por el contrario, ha sido el único miembro de la cúpula del poder comunista que ha reconocido que la RDA fue un grave error, hasta el punto de que ahora colabora con la CDU.

Markus, Misha, Wolf, el jefe del espionaje de la RDA, el “hombre sin cara” en el que se basó John Le Carré para construir su personaje de Karla. Hombre culto, procedente de una familia de las élites revolucionarias, con buenos contactos en Moscú, vio venir el cambio aunque ya estaba jubilado. Intentó, sin éxito, influir en los acontecimientos. Tras la unificación tuvo problemas y murió en 2006.

MUERE UN MUNDO, NACE OTRO

La reunificación supuso la desaparición de la RDA, de su clase política y de buena parte de una cultura popular. Pero también desapareció la otra hija de la guerra fría, la República de Bonn, ese gigante económico y enano político, atrincherado en la primera línea de la guerra fría, con sus complejos y sus fantasmas. La nueva Alemania ya no es católica y renana, como lo fue la que tenía su capital en el Rhin, ha recuperado la sobriedad luterana y la grandeza prusiana, se ha movido hacia el Este. Nada nuevo para “Das Land der Mitte” (el país de en medio), acostumbrado a deambular por el mapa.

Incluso el gran héroe de la reunificación, el canciller Kohl –un católico del Palatinado–, cayó en desgracia. Se descubrió el escándalo de la financiación de su partido, la CDU. La trágica muerte de su esposa, Hannelore, víctima de una extraña enfermedad, añade tristeza sobre ese personaje visceral y vitalista que vio cómo se abría una ventana en la historia y se tiró por ella antes de que se cerrara.

El otro gran protagonista de aquellos años, el ministro de Exteriores Hans-Dietrich Genscher, supo retirarse a tiempo. Dimitió exactamente al cumplir los 65 años, como buen funcionario.

A Kohl le sustituyó en el partido una mujer procedente de la antigua RDA, pero nueva en política, sin sombra de un pasado. Aunque nacida en Hamburgo, Angela Merkel es hija de un pastor luterano que en 1954 se hizo cargo de una iglesia en Brandeburgo, adonde se trasladó con toda su familia.

La canciller representa como nadie –más que su predecesor, Gerhard Schröder, y su ministro de Exteriores, Joshka Fisher– la nueva Alemania que se percibe en el Berlín deslumbrante y ambicioso, elegante y discreto, y destinado a convertirse en la gran metrópoli europea de referencia, que ha surgido de la cicatriz del muro.

Porque si la reconstrucción del antiguo centro histórico se ha realizado, con la excepción de algunos espacios singulares, siguiendo los cánones marcados por Schinkel, de bajas alturas y homogeneidad urbana, pese a las críticas que en su momento levantó esa decisión, también lo es que el edificio más emblemático del arquitecto que definió Berlín en el siglo XIX, la “Bauakademie”, ha sido reconstruido ladrillo a ladrillo, después de que el régimen de la RDA lo echara abajo. Y eso no es nada. El Bundestag ya ha aprobado los fondos para la inminente reconstrucción del “Schloss”, el espectacular palacio en el que el Kaiser asentaba sus reales, también dinamitado por orden del fundador de la RDA, Walter Ulbricht. Y si alguien duda de lo que es capaz la nueva Alemania, no tiene más que ir a Dresde y visitar la espléndida Frauenkirche, con la mayor cúpula barroca de Alemania, que en 1989, cuando Kohl visitó la ciudad, no era más que una montaña de cascotes en la que habían crecido los árboles.

Hay que situarse en el gran solar donde había estado el “Schloss”, sobre el que después el régimen de la RDA construyó otro palacio, éste de amianto, el “Palast der Republik”, derruido a su vez por los vencedores de la guerra fría, y descubrir que ese extraño vacío está repleto de todas las cosas que caracterizan este comienzo de milenio. El deshielo no sólo abrió una vía de agua para avanzar, también deshizo el muro sobre el que caminábamos.

No sólo se vislumbra la silueta clásica del “Altes Museum” y la cúpula de la catedral; también, bajo tierra, han aparecido capas del siglo XVII y a un lado se levanta un curioso edificio efímero para el arte contemporáneo.

Y es recomendable avanzar un poco más por la avenida “Unter den Linden” hasta llegar a los jardines donde está la estatua de Marx y Engels, que sigue en su sitio. Tras la caída del muro, alguien escribió en el pedestal: “No tenemos la culpa”. Ahora los niños juegan alrededor y los dos filósofos ya no se excusan. ©ELPAIS.SL.

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