Un chillido desfallecido

Actualizado
  • 14/02/2010 01:00
Creado
  • 14/02/2010 01:00
Los bocinazos de lo coches acarreando heridos o muertos o personas aterradas en una ciudad en ruinas y tinieblas; los gritos de la gente...

Los bocinazos de lo coches acarreando heridos o muertos o personas aterradas en una ciudad en ruinas y tinieblas; los gritos de la gente sin casa que duermen a oscuras en las plazas cuando ven acercarse esos mismos coches o esos mismos camiones y piensan que los van a atropellar. Los disparos de fusil a lo lejos que indican que, más allá del hotel en el que duermes a salvo, la ciudad es un monstruo. El chirrido del parachoques de una furgoneta que se arrastra sobrecargada por varias familias que huyen porque no hay comida, ni agua, ni casa, ni futuro.

Una señora escucha las noticias de la radio en un asentamiento de miles de miserables al sol en las afueras de la ciudad y le comenta a su hijo con preocupación que no han mencionado el nombre de su campamento, que tal vez nadie sabe que están ahí, muriéndose de hambre, de sed y de cansancio. Otra mujer canturrea mientras desescombra con parsimonia de loca una casa hecha puré y lanza las piedras a la carretera una a una. Y otra, en otro campamento, solloza al explicar que los cadáveres de su marido y de sus hijos duermen en la primera planta de un edificio que se vino abajo en algún punto lejano de la ciudad que señala obsesivamente como si lo tuviera al lado.

El chasquido de los tiros al aire de los policías que intentan frenar a saqueadores de tiendas. Las risas de tres niñas sanas que jugaban al lado de una casa en ruinas ajenas a todo por un instante gracias al milagro de los ocho años, más poderoso que el terremoto y la muerte.

El bramido mismo del terremoto, reproducido en una réplica corta que sacudió a la ciudad días después y que yo escuché. El gemido agónico de una niña que fue rescatada viva tras pasar varios días encima del cadáver de su madre. Con la cadera y las costillas rotas, tumbada boca arriba en una mesa de un infecto hospital de campaña, emitía un chillido desfallecido y constante que duraba unos segundos. Tras un minuto de silencio, en el que recuperaba aliento, volvía a emitir el mismo gemido de dolor, inmisericorde y constante. Estuvo toda la noche así, con la misma cadencia. Lo sé porque dormí al lado. Tal vez olvide el resto: los disparos, los bocinazos, los gritos o el ruido que hace la tierra al partirse. Pero el hilo de voz de esa niña quejándose me acompañará toda la vida.

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