El abuelo ‘rasta’

A penas el busito destartalado se detiene frente al chalet 52A, en calle 10ma., Río Abajo, y la puerta se abre, Carlos Jordan es testigo...

A penas el busito destartalado se detiene frente al chalet 52A, en calle 10ma., Río Abajo, y la puerta se abre, Carlos Jordan es testigo de cómo se acaba la tranquilidad de su hogar. ‘Abuelo, abuelo’, exclama la incontrolable gallada mientras desciende del vehículo. En cuestión de segundos se han tomado el porche. ‘Pidan permiso antes de hablar’, demanda el hombre moreno de suéter sin mangas, pantalones de tela, chancletas y con una cintra métrica colgándole del cuello, tratando de imponer el orden. Pero es en vano. Algunos de los muchachos se entretienen con un balón de fútbol, mientras que otros atormentan a ‘Bull’, un manso cachorro de raza ‘pitbull’. ‘¿Todos son nietos suyos?’, inquiere sorprendido Juan Carlos, el fotógrafo, en medio del alboroto generado por los más de 12 infantes.

Jordan había encendido la estufa minutos antes del arribo de sus pequeños e inquietos vecinos. ‘¿Está preparando el almuerzo?’, pregunté, al verificar que mi reloj marca las dos de la tarde. ‘Más bien la cena’, respondió. Todos los días el veterano reggaesero y sastre cocina para un grupo de infantes que residen en Río Abajo, a quienes también trata de inculcarles buenos modales, además de ayudarlos, cuando es posible, con sus deberes escolares.

De acuerdo con Jordan, su labor alimentando los cuerpos y mentes de los muchachos del barrio comenzó hace aproximadamente tres años, cuando un hijastro de uno de sus primos comenzó a visitarlo a la hora del almuerzo. ‘Yo era rebelde. A los 16 años comencé a fumar y vender marihuana’, recuerda Gilberto ‘Nata’ Downer, quien tuvo que decidir entre seguir sus ‘malos pasos’ o ser recibido nuevamente en la residencia de su ‘tío’. Una vez se alejó de los estupefacientes, el sobrino pródigo comenzaría a traer a otros jóvenes del barrio para que aprovecharan la abundante cantidad de comida que Jordan solía preparar con la finalidad, explica, de ‘no tener que estar metido en la cocina todos los días’.

HILVANANDO ESPERANZAS

En la sala encontramos unos cuantos sillones, flanqueados por un extenso mueble sobre el que reposan un florero y una estatuilla traída de África. Las paredes están adornadas por algunos cuadros y un póster de Bob Marley. La terraza alberga lo que es el taller de sastrería de Jordan: un par de vetustas máquinas Singer, una tabla atornillada a una pared de mosaicos con clavos de los que cuelgan carretes con hilo y otros elementos de costura.

Cuando finaliza el almuerzo y Jordan termina de atender los pedidos de sus clientes -algunos ‘zonians’ como él, otros norteamericanos que conoció durante sus estancia de ocho años en Nueva York-, dedica tiempo a enseñarles a sus traviesos comensales cómo expresarse y comportarse correctamente. Bajo su techo están prohibidas las malas palabras. ‘Trato de exponerlos a un mundo distinto al que están acostumbrados, porque allá en la barraca los adultos hacen y dicen cualquier cosa enfrente de ellos’, apunta el vocalista nacido hace exactamente 67 años en la comunidad canalera de Red Tank.

Además de normas de urbanidad, los muchachos aprenden a cocinar y a coser, entre otras cosas. Jordan, quien en los Estados Unidos grabó un álbum junto a Carlos Garnett, figura emblemática del jazz panameño, también comparte con la muchachada del barrio lo que sabe del reggae de antaño, que está impregnado de la filosofía rastafari y cuyas letras no promueven el ‘sexo, la droga y el crimen’ como la música actual.

TRES CARLOS EN NUEVA YORK

Antes de que su primo, el pianista Carlos Chambers, lo admitiera en la orquesta de reggae (compuesta por rastafaris jamaiquinos) de la cual era director musical en la ciudad de Nueva York, Jordan tenía un visión negativa del rastaferismo, producto de una serie de estereotipos que etiquetaban a quienes lo practicaban de ‘sucios, drogadictos, criminales’. El hecho de que las letras de las canciones de reggae que había escuchado hasta el momento eran, en su gran mayoría, bastante prosaicas, no contribuían a mejorar la percepción que tenía de este movimiento.

Todo cambiaría la mañana de un domingo de 1963, después de un concierto de la banda de Garnett (él y su primo tocaban el ukele). Jordan despertó en el penthouse que una novia suya habitaba en Brooklyn. Cuando la mujer abrió la puerta del dormitorio y se encontró a su amante despierto le preguntó que si deseaba que cambiara la estación de radio, que en ese momento transmitía un tema de reggae. La respuesta de Jordan, cautivado por la melodía y la letra, fue negativa. La canción era de Bob Marley. ‘Inicialmente lo que me atrajo de la cultura ’rasta’ fue Marley. A través de su música adquirías una especie de orgullo interno. Te enseñaba cosas que no sabías acerca de ti mismo’, reflexiona, su barba blanquecina enmarcando un rostro de tótem africano.

Al igual que otros muchos músicos de la época, Carlos Jordan experimentó, junto a su primo Carlos Chambers y el también panameño Carlos Garnett, una existencia disoluta en la Gran Manzana. Abusaba del alcohol y la marihuana. En el caso de Jordan, quien no considera que la misma sea una droga, fumarla le permitía cambiar su carácter agresivo por una conducta más tolerante, al tiempo que le permitía concentrarse al máximo en lo que estuviera haciendo, ya fuera leer un libro o trabajar. ‘Una señora que laboraba conmigo en la sastrería me dijo un día: ’Carlos, anda a fumarte uno de tus cigarrillos eléctricos porque me quiero ir temprano a casa’, cuenta quien años atrás se vio forzado a cortarse unos ‘dreads’, que le llegaban hasta abajo de la cintura, a causa de la incipiente calvicie. A pesar de que la marihuana le ayudaba a relajar su sistema neurológico y a expandir su percepción, asegura que no la consume desde la década de los noventas.

LOS REMIENDOS DE UNA VIDA

Después de ocho años de residir en Nueva York, y con una sensibilidad exaltada a causa de los ideales del rastafarismo, movimiento que profesa el amor a la creación divina, Jordan decidió retornar a su tierra natal, para escapar de las sirenas constantes y el estruendo de aquella ‘selva de concreto’. Extrañaba ‘yacer en su cama’ y escuchar la música de la noche. Irónicamente, con el tiempo la idílica ciudad a la que ansiaba regresar se convertiría en una pequeña ‘Manhattan’.

Fue así que abandonó su carrera musical en el extranjero y se instaló en Río Abajo. Cuando las fuerzas militares norteamericanas se retiraron en el 2000, el sastre perdió parte importante de su clientela. Para aliviar la carga económica del hogar, alquiló algunos de los cuartos de la modesta pero espaciosa residencia. No obstante, el destino le jugaría una mala pasada. En el 2002 uno de sus inquilinos fue arrestado por vender drogas. Le solicitaron que fuera a la fiscalía, supuestamente para rendir una declaración de rutina. Cuando llegó al lugar, también fue detenido. Tuvo que esperar dos años para que su caso llegara a juicio y fuera declarado inocente.

Hoy por hoy, Jordan emplea parte de lo que obtiene como sastre y como cantante de reggae para comprar comida que cocinarle a sus ‘nietos’ del vecindario. Tiene planes de construir en el patio de su casa un local en el que los niños puedan aprender informática e inglés. Aunque hasta el momento no ha conseguido un apoyo económico constante para su proyecto, sueña con que los muchachos de su barrio puedan labrarse una oportunidad en la vida y no continúen siendo las víctimas de un ambiente nocivo. Con paciencia y dulzura, el ‘abuelo’ los prepara para que, algún día, puedan atender el llamado que Bob Marley perpetúo en una de sus canciones: ‘...Levántense... no abandonen la lucha’.

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