Sin miedo a la nada que se aproxima

Una vez imaginé lo que les diría a mis hijos en caso tal de que la muerte fuera lo suficientemente amable como para darme unos segundos ...

Una vez imaginé lo que les diría a mis hijos en caso tal de que la muerte fuera lo suficientemente amable como para darme unos segundos antes de ponerme tieso y quedarme mudo para toda la eternidad. Yo les diría (supongo que agonizando, entre toses y jadeos, aferrándome a las ropas de la cama y pataleando) que lo que más disfrutaba hacer cuando eran niños era verlos jugar desde lejos; solo observarlos, callado y sin participar en el juego, verlos como si no fueran míos (Contemplar.) Estamparlos en mi mente para la posteridad, para recordarlos cuando estuviera viejo, recordarlos y llenarme de nostalgia y melancolía y luego pedirles perdón por los errores cometidos.

Creo que les diría con todas mis fuerzas que no dejaran entrar a nadie más al cuarto, que solo junto a ellos quería esperar la guadaña. ‘No deseo que nadie más sufra (o goce a escondidas) a costa de mi agonía’. Mis hijos lo entenderían muy bien. No pensarían en ningún momento que lo que les pido son simples delirios de hombre moribundo. Ellos me mirarían con ojos de confusión, con ojos de tristeza (o tristezas, en plural); llorarían al verme morir tan desesperado y lleno de excusas y disculpas; sus sentimientos, hasta ese momento reprimidos, cobrarían forma de animal alado y comenzarían a revolotear por el cuarto, pájaros blancos y negros desprendidos de los pechos. Sus rencores, sus reclamos, su intermitente admiración por mí, su respeto obligado, su amor claroscuro: aquellos pájaros sin grises de por medio vendrían a posarse sobre mi cuerpo desahuciado y abatido. ‘¡Quiero irme, hijos —les gritaría— quiero ser abono, quiero ser retoño, déjenme ir, no permitan que nadie más entre, carajo! ¡No hay nada —seguiría gritando—, no hay nada, es el fin, el vacío, lago negro, no hay Dios ni Diablo, ni cielo ni infierno!’. Sollozaría, patalearía, manotearía, con los ojos retorcidos. Luego entrarían las enfermeras para calmarme, pensando para sus adentros (muy profesionalmente) que yo profería blasfemias y que se me perdonaba por estar en las últimas.

Mis hijos, que no tendrían absolutamente nada de tontos y que por lo contrario serían dueños de una sensibilidad digna de admirar, adivinarían los pensamientos de las enfermeras al mirar sus rostros; y, condescendientes, las disculparían de inmediato. Sabrían que yo en realidad estaba teniendo, durante el trance y la despedida rabiosa, un momento de iluminación. ‘Nuestro viejo se despide dignamente —pensarían—, nos deja su paz furibunda, porque nuestro viejo, cobarde y todo, sabe que no hay nada del otro lado, o que más bien no hay otro lado, no hay ni aquí ni allá, todos nos quedamos en el mismo sitio, no hay sitio siquiera, no hay nada. Y en la nada está la paz’. Ese sería el gemelo pensamiento de mis hijos. Y esa sería nuestra forma de reconciliarnos para siempre. Última frase que cruzaría mi mente: ‘Los espero, hijos. Allí en la nada. Los espero’.

Finalmente, dejaría de patalear y manotear. Y cerraría los ojos. O tal vez se me quedarían abiertos, como ya he dicho que les pasa a los perversos, y mis hijos tendrían que cerrarlos.

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