Cuento de Natal

Actualizado
  • 24/12/2017 01:00
Creado
  • 24/12/2017 01:00
Con un profundo simbolismo moral, la religión que fundó se extendió rápidamente por todo el mundo conocido

Hace muchos, muchos siglos, en un lugar a medio camino entre lo lejano y lo cercano, en una gruta, una noche obscura de invierno, nació un niño.

Su nacimiento, marcado por las estrellas en la Casa del Pan, fue anunciado por una luz resplandeciente situada sobre el pesebre donde lo depositaron. Era tan grande el resplandor de esa estela, que unos pastores que dormían al sereno cerca de allí, fueron a ver qué había ocurrido, y al verlo, lo adoraron. Unos magos, enterados por las estrellas de su nacimiento, fueron a obsequiarle ofrendas. En la gruta, un buey y una mula ayudaban a calentar al niño dios que había venido a la Tierra para salvar a la Humanidad.

Ese niño creció en tamaño y sabiduría y cuando llegó el tiempo se retiró al desierto, donde ayunó por cuarenta días. El joven era hermoso, valiente, puro, y enseñaba una moral austera que también practicaba él mismo. Con la llegada de la primavera, hubo de sufrir una tremenda prueba. Murió y descendió a los infiernos por tres días. Al cabo de los cuales resucitó y regresó para mostrar a los humanos el camino de la salvación.

Con un profundo simbolismo moral, la religión que fundó se extendió rápidamente por todo el mundo conocido.

Los nuevos adeptos debían pasar por el bautismo con agua y tenían que confirmar posteriormente su fe. El bautismo limpiaba todos los pecados anteriores. Además, el joven instituyó el ágape ritual donde se bendecían el pan y el vino, y se repartía entre los asistentes como si fueran, simbólicamente, su carne y su sangre. El domingo, no el sábado, sería de allí en adelante un día sagrado. Y los hombres de buena voluntad debían ser soldados de la Luz y emular a aquel que había muerto por ellos.

Desde aquel día lejano, de hace miles de años, todos los diciembres, millones de personas celebran el triunfo de la Luz sobre la Obscuridad. El nacimiento de la Esperanza. La alegría inunda las calles y parece que los corazones son un poco más livianos.

Nos sentimos mejores. Nos deseamos, algunos con más sinceridad que otros, que el nuevo ciclo que empieza sea propicio, que los meses pasen sobre nosotros sin sobresaltos, que lo bueno nos rodee y la felicidad nos acompañe.

Nos deseamos que nuestros seres queridos nos arropen, que los que hayan de irse lo hagan en paz, que los que hayan de venir a este mundo vengan en buena hora.

Sin embargo, muchas veces, obnubilados como estamos con la degradación moral que nos rodea, entretenidos con las lucecitas de colores, empeñados en que nuestra decoración sea mejor, más grande, más brillante, más todo que la de los vecinos y que nuestro montón de regalos sea cada año mayor, nos olvidamos con demasiada frecuencia de la razón primordial de estas fiestas: el Sol murió, pero ha resucitado. El dios está de nuevo con nosotros y yo me regocijo. Nos muestra el camino correcto, nos ofrece esperanza, nos enseña a distinguir el bien del mal y a caminar siempre por el camino recto.

Así que, hoy, antes de que nos devore la mundanidad y nos ahoguemos de nuevo en papel de colores, lazos gigantes y regalos poco acertados, permítanme que les desee que Mitra los bendiga y los acompañe, que su fuerza les permita matar a sus propios toros internos y que la sangre de estos sacrificios unja todo lo que inicien.

P.D. Perdón, ¿estaban ustedes pensando que les contaba la historia de algún otro dios distinto a Mitra? Discúlpenme, yo casi siempre prefiero beber de las fuentes.

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