Escribir entre el plagio y la vergüenza ajena

Actualizado
  • 08/07/2018 02:00
Creado
  • 08/07/2018 02:00
¿Cómo es posible el plagio hoy día a sabiendas que existen tantas posibilidades de rastrearlo y demostrarlo?

Hace poco la literatura panameña ha sido conmovida por un escándalo de plagio. Estaba sentado en la Facultad de Humanidades escuchando un ciclo de conferencias sobre la Reforma Universitaria de Córdoba, cuando una colega me enseña la pantalla de su celular y me muestra un comunicado de un escritor nicaragüense denunciando el plagio del cual ha sido víctima en Panamá. Al leer la denuncia, debo decir con toda sinceridad, sentí vergüenza ajena. Poco después, quien cometió el delito, porque no hay otra forma de llamar este procedimiento, reconoce la denuncia, y entrega los premios recibidos con los libros plagiados.

Es claro, para todos aquellos que nos dedicamos a este oficio, que esto es un delito que, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua , es una ‘acción u omisión voluntaria penada por la ley'. Esto, en efecto, no se discute. Pero hay otro elemento que aquí también me gustaría traer a colación, porque permite pensar en lo sucedido. ¿Qué puede llevar a realizar un plagio? ¿Cómo es posible el plagio hoy día a sabiendas que existen tantas posibilidades de rastrearlo y demostrarlo?

La palabra plagio proviene del latín, plagiare , y significa originalmente – citamos otra vez el diccionario – lo siguiente: ‘comprar o vender como esclavos a personas libres'. Como se han dado cuenta he utilizado las comillas, es decir, es un recurso que me permite proceder limpiamente. También tengo otro recurso que es la paráfrasis que, citando la fuente, transmito con mis propias palabras lo que he leído. No pretendo aquí ahora dar una clase de español, pero lo que sí es cierto es que hay que conocer estas formas elementales si uno quiere dedicarse a escribir.

Y volviendo a las preguntas anteriores, me siento tentado a pensar que las personas que cometen plagio no son conscientes de las consecuencias personales y profesionales que esto puede acarrear para sus vidas. No ven, en efecto, el hecho mismo de escribir como un oficio que debe tomarse seriamente. Escribir es, sobre todo, respetar a las personas o los colegas. No podría utilizar la pluma para difamar o calumniar.

En el caso del escritor nicaragüense, cuya obra fue copiada y vendida como esclavo (a sabiendas que era un hombre libre), tenemos una prueba fehaciente que lo cometido tiene sus consecuencias. En mi práctica como académico y escritor siempre le he dicho a mis estudiantes que es importante citar. Puedo imaginarme que uno haya leído cosas que uno olvida dónde las ha visto. A todos nos ha pasado. Pero a la hora de escribir sí hay que hacer un esfuerzo para identificar la fuente. Es un trabajo necesario.

Al salir de la Facultad de Humanidades leo las diferentes reacciones ante este caso específico. En primera línea, pienso, que esto no dice nada sobre Panamá o sobre aquellos que se dedican a este oficio. Dice algo en contra de la persona que ha cometido el delito. Su plagio es único e individual. Si se asume que es una práctica generalizada, por favor, demuéstrenlo con nombres y apellidos, y, en este sentido, concuerdo con la Asociación de Autores y Editores de Panamá, cuando afirma: ‘en ningún caso, esta debe verse como una práctica usual en el medio panameño' (https://seapanama.org/). En efecto, no se puede acusar indiscriminadamente.

Lo que no recuerdo, a pesar de haberlo buscado en internet y las redes sociales, fue de quién leí que este plagio era una muestra de la corrupción generalizada en Panamá. Creo que aquí hay demasiadas ganas de torturarnos, es decir, porque si de eso se trata, diría que no solo de Panamá, sino del mundo entero. Lo que sí supongo es que, por un plagio, ningún ministro renunciaría a su cartera, como lo he visto en Alemania, donde políticos y ministros han debido dejar sus puestos, después de muchísimos años de haber escrito sus trabajos para obtener grados académicos.

Escribir implica una responsabilidad. Ante todo, ante uno mismo. Sentir vergüenza ajena es reconocer que hay un límite, un orden de las cosas, que impide ir más allá de lo permitido. Es, además, asumir que cada quien es digno de su propio escrito. Es el orgullo de haber producido algo con el propio esfuerzo y disciplina, dedicación y empeño. Es el resultado de horas de trabajo que no son remuneradas y que jamás lo serán, aparte de la satisfacción de tener allí la vida misma.

Por mi parte, sé muy bien la satisfacción que tengo al terminar de escribir un artículo o un libro, verlo impreso o colgado ante mis ojos, revisado, corregido y criticado por otros. Allí estoy yo y, como diría J. L. Borges, ellos se defienden solos por la vida.

No obstante, Schopenhauer, quien era tremendamente consciente de la excelencia de su prosa, no permitía que nadie le cambiara pero ni una sola coma, y, por cierto, sobre Goethe cayó la sospecha eterna de haberle ‘tomado prestado' al filósofo su teoría del color. Quizás el primer gran ejemplo de pulcritud intelectual fue la de Platón a quién le debemos el hecho de haber escrito las palabras de Sócrates, quien, según Nietzsche, fue el filósofo que nunca escribió. No conozco otro caso similar, quizás en la Biblia, donde la palabra de Jesucristo es conocida a través de una red compleja de anónimos.

Por lo demás, hemos leído en la crítica literaria y filosófica frases como la de Michel Foucault, donde se anuncia la ‘muerte del autor' para hacer referencia al hecho de que todo texto es el entramado complejo de relaciones intertextuales que van más allá de un autor específico. No hay, sin embargo, ninguna justificación para realizar plagios, es decir, vender como mío lo que no me pertenece.

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