Tránsito

Actualizado
  • 21/10/2018 02:00
Creado
  • 21/10/2018 02:00
Miro a la gente, escucho conversaciones sueltas, y reconozco la tristeza, la angustia, la anticipación de la soledad, el sollozo contenido, la preocupación y el miedo

Estoy, una vez más, en un aeropuerto, sentada en una cafetería me fijo en el trasiego de gente que camina, trota o corre a galope tendido arrastrando tras de sí su vida y sus afectos hechos un bulto. Tengo tiempo antes de abordar así que extiendo mi vista mientras me obligo a beber un botellín de agua, (decía mi abuelo que si el agua daña los caminos, qué no hará con los intestinos), pero bien está, admito la importancia de la hidratación y me la bebo. Mientras degluto, les contaba, miro a la gente, escucho conversaciones sueltas, y reconozco la tristeza, la angustia, la anticipación de la soledad, el sollozo contenido, la preocupación y el miedo. En ningún sitio como en los aeropuertos las emociones se arremolinan, forman nubes que sobrevuelan las cabezas de los que, sin darse el tiempo de reconocer las suyas, las van dejando perdidas entre escaleras mecánicas y pasillos interminables.

El ser humano es un ente muy curioso, no contento con la perspectiva de que el Purgatorio quizás no exista, ha decidido crear sedes en la tierra. Los humanos, andariegos por naturaleza, nómadas por vocación evolutiva, culos de mal asiento desde que la memoria nos permitió reconocer el árbol en el que nacimos y aquel en el que deseábamos dormir la noche siguiente, nos movemos compulsivamente de aquí para allá, buscando aquel pasto que del otro lado de la cerca siempre nos parece más verde.

Vamos entretejiendo afectos a través de mares y bares, afectos que se quedan en suspenso, como hebras sueltas en el tapiz de nuestra vida, esperando que los kilómetros vuelvan a zurcir las distancias.

Veo a la madre arrastrando de la mano a un niño, enclenque y con los ojos enormes y llenos de asombro. La madre tiene un rictus de angustia y pena. Nunca sabré si iba o venía, si escapaba o corría hacia. Pero los nudillos blancos agarrando al enano que trotaba tras ella con pequeños pasitos me contaron una historia que no necesita final.

Veo al gentleman, pulcro y discreto, un recuerdo de los tiempos (¡ah, felices tiempos!) en los que la gente ‘se vestía' para viajar, aquellos tiempos en los que el viaje era un tránsito, y así como cuidamos de nuestra mortaja, también debíamos cuidar de nuestra ropa de viaje. Y miro a los dos casi adolescentes que lo adelantan con un gesto de desdén embutidos en pantalones que de tan ajustados no les permite completar la zancada, tobillos al aire y camisas de leñador en cuerpos que lo más cerca que han visto un árbol es el naranjo bonsái que adorna la mesa de la cafetería donde toman café de comercio justo para sentir que hacen algo por el medio ambiente.

En este momento, apenas antes de que me avisen para embarcar en el vientre de un fuselaje de magia voladora, añoro el lomo del caballo, echo de menos aquello que nunca conocí, los remezones de la madera crujiente con el embate de las olas, viajes que te permitían acostumbrarte a la distancia.

Pienso en ir y volver, pienso en la añoranza y en la separación. Pienso en lo que ganamos cuando damos el primer paso y en todo lo que perdemos por el camino. Pienso en los que caminan hacia el viaje como el condenado hacia el cadalso, en los que emigran, no porque el picor en la planta de los pies los empuje a nuevas aventuras, sino porque el hambre en la barriga de sus hijos los impele a buscar otras mieses que segar. Intuyo la congoja. Y maldigo a los que no son capaces de compadecerse.

PERIODISTAS@LAESTRELLA.COM.PA

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