No somos hojas en blanco

Actualizado
  • 12/05/2019 02:00
Creado
  • 12/05/2019 02:00
A lo largo de la historia, diversas ramas del saber se han preguntado por los factores que influyen en el comportamiento humano y en la obtención de conocimiento.

Cuando tengo diferencias con mi mamá, ella sabe perfectamente qué decir para molestarme: ‘Eres igualita a tu papá'. Mi padre es un gran hombre, pero es cierto que tenemos en común un carácter… especial. Hasta hace unos años me costaba reconocer esa similitud, pero luego de asumirla, comencé a preguntarme qué tan posible sería que, además de parecerme a él físicamente, también hubiese heredado su forma de ser. O, si la ‘aprendí', ¿por qué absorbí más sus características que las de mi madre, si crecí con ambos bajo el mismo techo?

A lo largo de la historia, diversas ramas del saber se han preguntado por los factores que influyen en el comportamiento humano y en la obtención de conocimiento. Aristóteles pensaba que la mente humana comenzaba como una ‘tabula rasa', o una tabla completamente lisa en la que no había nada escrito. John Locke profundiza sobre este concepto con su popular ‘Ensayo sobre el entendimiento humano' (1690), donde rechaza la existencia de ideas, actitudes y conocimientos innatos, que más bien –sostiene–, son adquiridos por medio de la experiencia sensorial y la reflexión. Luego, en su famosa ‘Crítica de la razón pura' (1781), Immanuel Kant defiende que el ser humano nace con ciertas ‘herramientas' que le permiten conocer y entender el mundo a su alrededor, un planteamiento mucho más cercano a lo que sabemos del cerebro humano actualmente.

Por supuesto, el descubrimiento de los genes a principios del siglo XX traería consigo la gran pregunta sobre cuánto de nuestro comportamiento está determinado por la herencia genética, y a mediados de los años 60, las teorías del construccionismo social complejizarían el debate al sostener que la percepción de la realidad y de las experiencias es construida socialmente o por la interacción con otros individuos. Es decir, que nuestras actitudes y perspectivas son más bien el producto de complejos procesos sociales en los que se articula aquello a lo que llamamos sentido común, compuesto de significados compartidos sobre el mundo que nos rodea.

Hoy existen más evidencias de que somos una amalgama entre naturaleza y cultura, pero para los movimientos sociales identitarios no parece estar tan claro. La dicotomía entre lo innato y lo aprendido cobra especial relevancia en las guerras culturales actuales, o los choques de opiniones entre distintos sectores de la sociedad acerca de temas sensibles (en mayor o menor medida relacionados con los derechos humanos), como el racismo, la libertad religiosa, el aborto o la legalización de la marihuana. Pero quizás los más mediáticos sean los feminismos y la lucha por los derechos LGBT, que rechazan la existencia de una naturaleza humana, o de características innatas que diferencien a hombres y mujeres, una idea en la que identifican el origen de una jerarquía social basada en estereotipos opresivos. Lo curioso es que, tradicionalmente, el rechazo por las teorías evolutivas era asociado con los sectores políticamente conservadores, pero el progresismo actual, de corte posmoderno, radicaliza el construccionismo social al punto de convertirlo en un dogma sagrado que echa por tierra la biología evolutiva por motivos puramente ideológicos, retomando (quizás sin darse cuenta) la concepción errada de la tabula rasa.

Indudablemente, el construccionismo social ha hecho invaluables aportes al estudio de los fenómenos humanos, pero asumir que absolutamente todo lo que somos es una construcción social, deja de lado que todos los animales, incluyendo los primates humanos, presentan características evolutivas que inciden en su comportamiento. Por temor a los determinismos, abrazamos la idea de que los seres humanos somos los únicos en el reino animal que, inexplicablemente, rompimos con todo resabio evolutivo en nuestra conducta, y los medios de comunicación anglosajones se hacen eco de estudios con muy poco rigor científico que no solo apuntalan esta creencia, sino que legitiman la producción intelectual de las grandes universidades occidentales cuyo discurso posmoderno permea los movimientos sociales y la formulación de políticas públicas.

La izquierda se caracterizaba por argumentar desde el pensamiento crítico y el materialismo dialéctico, pero hoy los hacemos a un lado por temor a replantearnos nuestras certezas; a estar ‘en el lado incorrecto de la historia'. Pero más aun, tememos aceptar que ‘la especie más avanzada sobre la Tierra' no tenga domino absoluto sobre sí misma, y que así la lucha por un proyecto emancipador deje de tener sentido. Sin embargo, es el reconocimiento de la diferencia lo que nos permitiría construir un mundo más justo, no tanto desde la igualdad, sino desde la equidad.

En esta batalla epistémica, convendría considerar que ‘diferencia' no es sinónimo de ‘desigualdad', y que en realidad, la separación entre lo innato y lo aprendido es una falsa dicotomía, como lo demuestra la epigenética. Total, somos los únicos animales capaces de desarrollar cultura, y solo es posible por medio de mecanismos adaptativos que, a fin de cuentas, son biológicos.

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