La Semana Santa en mi pueblo

Actualizado
  • 11/04/2020 00:00
Creado
  • 11/04/2020 00:00
En los años de mi temprana edad, la procesión de Cristo amortajado era impresionante. La sigue siendo

Mi afecto por la Semana Santa se remonta a mi más temprana edad. En mi Penonomé natal los tormentosos días finales de Jesús se vivían paso a paso. Existía un sobrecogimiento colectivo y las escenas tradicionales bíblicas se repetían una y otra vez en un templo atestado de fieles. La solemnidad inicial se presenciaba los jueves santos cuando todo se tornaba morado y se veía venir el final trágico de Jesús.

En los días santos, extraordinarios oradores de la palabra sagrada explicaban didácticamente el vía crucis que padeció en su momento el hijo de Dios. Eran palabras a favor del buen discernimiento y para ser aplicadas a lo cotidiano. Los episodios de un Poncio Pilato indeciso y de carácter frágil se relataban con tal claridad y trascendencia, que el oyente veía Poncios Pilatos por todas partes y en la intimidad del análisis, detestaba esa especie humana.

Cuando niño me impresionaba la ceremonia de la humildad representada en el lavado de los pies de los apóstoles. Es la lección más hermosa que niega y repudia la soberbia. En la dimensión parroquial impresionaba ver al viejo y severo sacerdote inclinado, lavando y besando los pies de cada apóstol peregrino.

Solo puede entenderse la intensa espiritualidad del momento, si explico que la Semana Santa vestía al pueblo de fidelidad religiosa. El Viernes Santo, a partir de las tres de la tarde, hora en que un cornetero anunciaba, desde la azotea de la torre, la muerte de Jesús, tornaba respetuoso el comportamiento individual. Un manto de silencio se extendía sobre el solar nativo y únicamente la palabra del orador sacro interrumpía el pesar colectivo. El Sermón de la Montaña, algunas veces brotaba del labio del sacerdote local y otras de uno foráneo, traído al púlpito por el brillo espectacular de su verbo.

Recuerdo a un levita colombiano que se detuvo en el Sermón exponiendo y condenando las torturas sufridas por Jesús. De sus palabras emanaba viva la sangre derramada, tal era de impactante y persuasivo el relato de la agonía de Jesús. Y no solo persuasivo, tenía también la poderosa misión de esculpir en el alma de los fieles el rechazo de todas las torturas. Por haber escuchado a aquel sacerdote colombiano cada vez que recuerdo el Sermón de la Montaña estimulo y consolido mi repudio a la maldad humana.

Para mí, la condena de todo ensañamiento, de toda crueldad, de todo tormento, no surge de las lecciones aprendidas en el campo del Derecho, sino de las flagelaciones recibidas por Jesús tan solo por predicar a favor de la justicia y del derecho de los pobres. Lo que he hecho en mi vida desde las trincheras de mis convicciones es poner el derecho al servicio de las grandes causas sociales y morales que llevaron a Jesús al sacrificio. En los años de mi temprana edad, la procesión de Cristo amortajado era impresionante. La sigue siendo. De la montaña bajaban miles de campesinos portando sus pequeñas andas al son de tamborcitos minúsculos, y se unían al resto de los devotos. A nadie ofendían con sus creencias. Era una romería respetuosa, auroleada por la fe.

En las distintas épocas de mi vida, he meditado mucho en el instante que ante mis ojos pasaba el anda mortuoria tirada por decenas de fieles. Me impresionaba la perennidad de la devoción. Una devoción inmarchitable de siglos. Me he preguntado siempre el por qué y siempre encuentro la misma respuesta: por la consagración de un hombre grandioso a la causa de los oprimidos de la tierra. Jesús nunca fue bandera de los opresores. Fue y es el más grande revolucionario que dio valores y principios a la humanidad y enseñó la luz para salir de la barbarie. Esa es una de las razones de su grandeza.

El Domingo de Resurrección era un día muy festivo. Producía gracia ver a San Juan "corriendo" a dar la buena noticia del Cristo que renacía. Luego de concluidos los actos religiosos el pueblo se encargaba de Judas. Era relajante la lectura del testamento de Judas, en una época redactado por Melquíades Tejeira, poeta profundo, pródigo en imaginación. El testamento habitualmente contenía saetillas inspiradas en el acontecer pueblerino y nadie escapaba a las sátiras luminosas del poeta. Alguna vez salí disgustado porque se hacia alusión a las cejas muy pobladas de mi padre. Los últimos testamentos obedecían a las filigranas ingeniosas de Orlando Tejeira, Diógenes Arosemena y Nen Grimaldo. Pero ya todo acabó. Las tradiciones se han ido perdiendo como se ha perdido el talento de antaño.

La misma Iglesia ha ido apagando la luz de las tradiciones. Ahora el campanario no da los toques fúnebres de Viernes Santo, el muchacho de la corneta desapareció; la matraca que sacudía el silencio del paisaje, nadie la escucha ya. No sé si aún se produce el Sermón de la Montaña; el itinerario de Jesús, el Domingo de Ramos, no es el de ayer; Judas no es sancionado por el pueblo y los testamentos se agotaron.

Lo que sí queda, gloriosamente, es la presencia universal del gran transformador del mundo, Jesús. Su vida austera y su prédica seguirá siendo eternamente camino y guía de la humanidad.

Publicado originalmente el 7 de abril de 2007.

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