Vocación, compromiso, persona: Mogrovejo

  • 18/05/2020 00:00
“La fe cristiana regala la promesa de un amor indestructible que no solo aspira a la eternidad, sino que la otorga. Significa una fe vivida en el espíritu de la confianza”.

“La fe cristiana regala la promesa de un amor indestructible que no solo aspira a la eternidad, sino que la otorga. Significa una fe vivida en el espíritu de la confianza”. Así meditaba para su primer mensaje pastoral en tierras americanas Toribio Alfonso de Mogrovejo que, a pesar del grito de la marinería que avisaba gozosa el avistamiento de las costas de Nicaragua, no se distraía de sus reflexiones donde “la fe, la confianza y el amor son una misma cosa, el descubrimiento de Dios en el rostro de Jesús”. La flota del nuevo arzobispo arribó a Nombre de Dios, en tierra firme, hoy Panamá, el 2 de marzo de 1581, y en mulas atravesaron los expedicionarios y el séquito religioso los caminos hacia el Pacífico.

“Vocación y compromiso” se decía a sí mismo al tiempo que sus ojos descubrían las maravillas de la naturaleza del istmo. Su actitud de recogimiento misionero reflejaba lo que deseaba imprimir en su extensísima provincia eclesiástica limeña –que comprendía desde Nicaragua y Panamá hasta Tierra del Fuego– pero ahora, vadeando el rio Chagres, no podía sino elevar los ojos al cielo en señal de alabanza por el verdor y la mayestática belleza del conjunto. Deslumbrantes para sus ojos pincianos.

Y en este punto, relata el cronista Diego de Córdoba –citado por los historiadores y biógrafos J.A. Benito y L. Pinelo–, sucedió que la mula se encabritó porque se espantó, arrojando al agua a monseñor. Súbitamente surgieron dos caimanes fieros y carniceros en su dirección con intenciones de no perdonar presa alguna. Y continúa Córdoba “(...) el santo arzobispo, confiando en la bondad de Dios y reconociendo tantos riesgos, se le encomendó, con tan eficaz oración, que la majestad divina se sirvió de oírle y de librarle de todo, sustentándole milagrosamente sobre las aguas, hasta que salió a la orilla, salvo y seguro (...)” sin que los caimanes lo acometiesen quedando todos los viajeros testigos de esta escena.

En Panamá embarcó con su hermana y cuñado en el punto que hoy se conoce como Paitilla, navegando hasta Paita, puerto norteño del Perú. El desembarco fue en abril de 1581 haciendo el resto del camino por tierra a lomo de bestia. Siguieron al poblado de Jayanca donde monseñor Toribio comenzó a percatarse de los retos de su tarea al recordar la petición del Consejo de Indias cuando solicitaba a Felipe II en 1578 "un prelado de fácil cabalgar, no esquivo a la aventura misional, no menos misionero que gobernante, más jurista que teólogo, y de pulso firme para el timón de nave difícil, a quien no faltase el espíritu combativo en aquella tierra de águilas” (Benito, 2001, Crisol de Lazos Solidarios). El Consejo no tenía cómo saber que aquello que llamaban águilas eran los cóndores de los Andes.

El incidente del Chagres no fue el único recuerdo de Panamá, trabó amistad con el clérigo Bartolomé Martínez Menacho de vasta preparación humanística que tendría pronto una gravitante trayectoria en el istmo y, en lo culinario, degustó la mazamorra de maíz o “pesada” saborizada con trozos de fruta y especias como la canela y clavo de olor.

Ya en pleno despliegue de sus actividades apostólicas como arzobispo de la Ciudad de los Reyes como se conocía a Lima, capital del virreinato peruano, monseñor Toribio tuvo que enfrentar una terrible pandemia denominada “de las viruelas” de 1589 a 1591 donde movilizó al propio virrey Fernando Torres y Portugal, así como todas las energías de los feligreses dentro de un espíritu solidario generalizado. Fue una peste destructora ante la que aplicaron por vez primera medidas hoy comunes, como cercos sanitarios e intensas campañas de higiene.

“Nuestro gran tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna” así afirmaba monseñor Toribio, incansable organizador. Congregó a trece sínodos diocesanos, tres concilios provinciales y al tercer Concilio Limense, impulsando al mismo tiempo la predicación en lenguas nativas y todo esto, sin olvidar a Panamá apoyando la designación de Martínez Menacho como obispo en esas latitudes. Un signo más en el tejido de las relaciones entre dos ciudades emblemáticas de Las Indias.

Hombre de profunda fe, la aventura de su vida no se puede entender de otra manera. Justamente su dificultad es lo que hizo hermosa esa aventura que, no sin esfuerzo, lo llevó a los altares. Lo llamativo es que el futuro santo patrono del episcopado hispanoamericano casi ve truncado su destino por los caimanes del Chagres. El pasado 27 de abril fue su fiesta.

Embajador de Perú en Panamá
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