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- 20/02/2022 00:00
Desfase
Cuando empezaba mi tercer año de carrera, la facultad de Filosofía de la Universidad de Salamanca fue trasladada, desde la conocida como “la casa de los locos”, (edificio situado al final del paseo de Canalejas y que desde 1532 había sido la casa de huérfanos, más tarde manicomio y por último albergaba las facultades de Educación y Filosofía), al campus universitario. Nos engatusaron a los alumnos contándonos las bondades de nuestro nuevo hogar, que si era más moderno, que si era más cómodo y conveniente, que si estaríamos en un edificio 'inteligente'. Eso, a mediados de la década de los años noventa del siglo pasado, era de una modernez que epataba. Vamos, que al empezar el nuevo curso estábamos todos convencidos de irnos a estudiar al siglo XXIII, por lo menos, con los Supersónicos de vecinos, por lo menos. Bien, para hacerles el cuento largo corto, la calefacción no se encendió hasta finales de noviembre. Así lo programó el edificio inteligente. Los alumnos y los profesores nos cagamos de frío dos largos meses, aquello era un gulag siberiano. Pero como el edificio era inteligente, no contaba con que, ese año, el clima charro hubiera decidido hacer bajar los termómetros a menos cero en otoño, y ya. Si tienes frío, te pones mitones. A principios de mayo, ir a la clase era entrar en una sauna finlandesa, los profesores no llegaban en bermudas porque al salir a la calle los mirarían mal y los alumnos no nos quedábamos en pelota picada porque aún nos daba un poquito de reparo mostrar nuestras carnes blancuzcas después del invierno. El edificio inteligente había decidido que no importaba que la primavera fuera calurosa, que la calefacción se apagaba a fines de mayo, punto y sanseacabó. No se rían, por alguna razón el edificio no podía reprogramarse, misterios misteriosos. Pero no era solo el asunto de la calefacción, no. Los ascensores también eran inteligentes, o demasiado inteligentes. Y las luces. Bueno, en resumidas cuentas, al año siguiente parece que todo se arregló y todo fue más o menos sobre ruedas.
Varias décadas después, en España, un hombre ha empezado una campaña para que los bancos no sigan tratando como una mierda a un gran porcentaje de la población. “Los trámites desde el cajero automático”. “Ya no se atiende por ventanilla”. “Hágalo usted en línea”. ¿Y los que no tienen celular? ¿Los que no tienen el conocimiento? ¿Los que no saben? ¿Que aprendan? Eso es lo que dicen los progres digitales. Aquellos que, esta vez sí desde sus privilegios, no entienden que no todo el mundo tiene porqué asumir el mundo digital. Porque, además, el mundo digital no es la panacea. A pesar de la pandemia y de que todos hemos tenido que hacer de tripas corazón aprendiendo a trancas y barrancas a hacer nuestra vida a través de una pantalla, los que nos dirigen siguen sin vivir en este mundo, en el aquí y el ahora, en la realidad de muchos, o de casi todos.
No pueden pedirnos que, por ejemplo renovemos la licencia de manejar en línea si nuestra máquina no se conecta con la cámara y no sabemos qué hacer y vamos a las oficinas y la chica de SERTRACEM, después de pasar en fila varias horas, nos dice que allí no pueden hacer nada, que todo es en línea y tú vuelves a intentarlo y de nuevo algo haces mal y te desesperas y al final decides que prefieres retirarte en un monasterio de clausura donde las puñeteras pantallitas y los teclados de mierda y los trámites burrocráticos en línea estén prohibidos, ¡por todos los dioses del inframundo!