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- 10/07/2022 00:00

Viajar es renunciar a la comodidad. Y algunas veces llegamos a los libros por caminos inesperados, pero en el caso de Michel de Montaigne (1533-1592), él ya ocupaba su puesto en aquella enciclopedia adquirida por mi madre, Clásicos Universales Jackson, que tuvo como colaboradores a filósofos y ensayistas latinoamericanos, como Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges, y a intelectuales y profesores españoles, exiliados republicanos, como Francisco Ayala y Federico de Onís.
Es el argentino Ezequiel Martínez Estrada quien escribe el prólogo del tomo 13 dedicado a Montaigne, Ensayos, donde aquél dice: “El ensayo no puede ser otra cosa. Ya que le está permitido serlo todo...”. Mi madre, en efecto, adquirió esta colección en la década de 1960 del siglo pasado, una colección que se podía pagar en cuotas sin intereses. Es posible que haya sido la primera colección de esa envergadura que reunió a intelectuales de habla española en ambos lados del Atlántico, desde que se editara el primer tomo en 1947, en los prolegómenos de la Guerra Fría, que dividió al mundo maniqueísticamente en bandos ideológicos por casi 50 años.
Hoy podría decirse que es una colección “eurocentrista”, pues gira en torno al mundo intelectual de occidente, de sus obras “clásicas” escritas en español, francés, inglés, alemán, y de las traducciones rusas de autores consagrados por occidente como Dostojevski.
Para quienes hemos cultivado el ensayo por muchos años, Montaigne, sin duda alguna, es una referencia obligada y, si hay uno de los primeros “filósofos” de occidente (aunque nunca se le haya dado este estatus oficialmente), que haya criticado el eurocentrismo y las conquistas de tierras que conocemos como el colonialismo, fue precisamente él, al referirse a los pretendidos “bárbaros”, así: “Podemos, pues, llamarlos bárbaros con respecto a las reglas de la razón, mas no si lo comparamos con nosotros, que los sobrepasamos en todo género de barbarie. Su guerra es completamente noble y generosa”... “No luchan por la conquista de nuevos territorios...”.
No hay en Montaigne una referencia con la que se pueda decir que, por ser blanco, hombre, europeo y aristócrata, lo coloque automáticamente en el paisaje torcidamente tendencioso, excluyente y maniqueo, de lo que se conoce hoy como la cultura de la cancelación.
Su lectura es tan refrescante que sorprende la lucidez de este hombre del siglo XVI, precursor de Descartes, que no aceptaba ningún tipo de doctrinas y adoctrinamiento. La razón, para él, no es exclusiva de nadie, y está puesta al servicio de la pregunta y de la investigación, en este caso, de sí mismo en el mundo, y del mundo en sí mismo: “Únicamente los locos están seguros y decididos”.
Y su escepticismo, que era la sana duda, no perdía jamás el mundo de la práctica, de la vida, del aquí y del ahora, y lo lleva a encontrar en los clásicos romanos, como Séneca, la frase que necesitaba, por ejemplo, al citar de este lo siguiente: “No se nos instruye para la vida, sino para escuela”.
Como le preocupaba mucho la educación de los hijos, encontró que no había peor cosa que la doctrina, que había que educar para la vida, y no para otra cosa, punto que es recogido por los pragmatistas americanos, que en Panamá tuvieron su impacto académico en las dos primera décadas del siglo pasado, como lo vio Alfredo Cantón en Desenvolvimiento de las ideas pedagógicas en Panamá.
La enseñanza socrática de Montaigne me lleva, además, a otro texto, El maestro ignorante, de Jacques Rancière, donde leemos sobre la capacidad embrutecedora del mal maestro al no reconocer un principio básico del complejo proceso de enseñanza-aprendizaje: el aprendiz porta también conocimiento. En este sentido, Montaigne, se pone del lado del aprendiz, del hijo, del niño, del que debe formarse, y a quien se debe todo el esfuerzo de mostrarle, según Platón, “la firmeza, la fe y la sinceridad”.
En un mundo lleno de xenofobias, de intolerancias religiosas, al que estuvo sometido Montaigne en su época, de patrioterismos que no nos son nada extraños en el siglo XXI, este ensayista encontraba siempre en los mal llamados “clásicos” la respuesta necesaria como la siguiente: “Vivimos constreñidos y amontonados en nosotros mismos, y nuestra vista no alcanza más allá de las narices. Se preguntó a Sócrates por su patria. No respondió: soy de Atenas, sino: soy del mundo”.
Los 'Ensayos' de Montaigne lo he llevado conmigo en todos mis viajes físicos por los dos últimos años. Lo tengo reservado para los aviones y trenes, estaciones y aeropuertos. Y me entrego tranquilamente a la lectura de este aristócrata recluido en su castillo que supo sobre la importancia humana y pedagógica de viajar. No se trata de pasear en este mundo que, con nosotros o sin nosotros, está lleno de millones de seres humanos, inmigrantes y migrantes, que cruzan las fronteras artificiales y absurdas de los Estados nacionales. Tampoco de entretenerse con las frivolidades de la “nobleza francesa”, que, traducido al lenguaje de hoy, sería como solo utilizar nuestros viajes para hacernos selfies frente a plazas, iglesias o monumentos que no entendemos: “debe viajarse para conocer el espíritu y costumbres de los países que se recorren, y para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás”.
En Montaigne tengo a un verdadero compañero de viaje, un crítico y un lúcido, alguien que, a pesar de que confesaba que su proyecto terminaba consigo mismo, supo ponerse en los zapatos del otro, un observador que iba más allá de su condición de género, de clase y de “raza”.
Esta es una propiedad humana que no se enseña, sino que se ejercita, y que le permite escribir que “yo prefiero forjar mi alma en vez de amueblarla”.
Todos y cada uno de los ensayos son una oportunidad que nos brinda Montaigne para reflexionar, detenernos un tiempo en un párrafo o una frase, conectar esta lectura con todas las lecturas que hemos hecho, descubrir entre sus páginas los libros de otros, hacer un viaje a través del tiempo, entre conexiones y horarios trastocados, porque leer a Montaigne, además, es renunciar a la comodidad del mundo tal como lo conocemos y reconocer la verdad a pesar de estar escrita hace más de cuatro siglos: “Las mujeres no se equivocan del todo cuando rechazan las normas de vida que se han introducido en el mundo, puesto que son los hombres quienes las hicieron sin ellas”.
Leer a Montaigne es renunciar a la comodidad.
El autor es profesor extraordinario de la Universidad de Panamá.