Tercera entrega

Actualizado
  • 03/12/2009 01:00
Creado
  • 03/12/2009 01:00
- ¿Qué hacemos Iván, qué hacemos?- Preguntó Noriega a su guardaespalda Castillo al salir de su cuarto. Las bombas caían...

- ¿Qué hacemos Iván, qué hacemos?- Preguntó Noriega a su guardaespalda Castillo al salir de su cuarto. Las bombas caían sobre el Cuartel de Tocumen y el Ceremi se había convertido en una colmena con soldados corriendo hacia todos lados. El único plan que tenía, abordar un avión en el aeropuerto, había quedado descartado ante la sorpresa y la envergadura del ataque.

- Ropa de civil, vístase de civil- le sugirió Castillo.

Noriega regresó a su cuarto, se puso un suéter, un jean y una gorra.

-Vamos, vamos- le dijo a su acompañante, que se había quedado inmóvil, sentada en la cama. La joven salió delante de él, y Castillo con ellos.

Pinto los esperaba con el Hyundai, escoltado por Corcho y Cedeño, que ya lo habían vuelto a cargar todo en la camioneta. Más atrás, el Mercedes con Saldaña, Durán y Mendoza. Pequeñas columnas de humo se levantaban en el cuartel de Tocumen mientras los paracaidistas se desplegaban en el aire como espectros en caída libre, secundados por fuego de helicópteros. Castillo prohibió utilizar las radios. No debían comunicarse con nadie, ni siquiera entre ellos. Los podían interceptar.

Con las luces apagadas, los carros salieron por Tocumen hacia la carretera vieja de Pacora que va a Cerro Azul. A los 1500 metros se encontraron con un retén. Podían divisar desde los autos las caras pintadas del enemigo armando su posición en el lugar. Los norteamericanos hicieron fuego pero retrocedieron y lograron huir.

La tensión dentro del Hyundai en el que viajaba Noriega se volvía insoportable. No era producto de la sorpresa de la invasión ni la fragilidad de su destino. Los gritos de la amante no los dejaba pensar. Lloraba y no paraba de decir que quería irse a su casa. Cuando regresaron por la garita de la 24 de Diciembre, Noriega ordenó bajarla. Pinto frenó y le abrieron la puerta. Quedó parada allí mirando cómo los autos se alejaban. Nunca más se supo de ella. Dicen que se llamaba Gloria.

- Vamos hacia las barriadas que ahí los gringos no van bombardear- ordenó Castillo.

Aceleraron por Mañanitas para atravesar Montería. Eran calles solitarias y oscuras. Sufrían la incertidumbre de no saber si al girar en alguna curva se encontrarían en medio de la guerra.

Como si no tuvieran problemas serios en los que ocuparse, el Mercedes blanco en el que viajaban Saldaña, Durán y Mendoza, comenzó a hacer ruidos extraños hasta que fue perdiendo fuerzas y se quedó. Sus integrantes seguirían activos toda la noche intentando sin suerte reintegrarse al grupo de Noriega.

Al llegar a la Garita 179, el Hiunday de Noriega regresó hacia San Joaquín. Pinto, que manejaba, parecía hechizado por el espejo retrovisor. Todos se dieron vuelta. Un carro se acercaba a alta velocidad haciendo luces. Prepararon las armas. Castillo reconoció con alivio que eran soldados panameños.

- ¿Dónde está la casa del Subteniente Andrade?- Preguntaron. Nadie sabía.

Finalmente el Hyundai aumentó la velocidad y pareció dirigirse en línea recta hacia la inmensa columna de humo negro que crecía en el Chorrillo, nublando aún más la noche.

Allí el ataque era devastador. El Cuartel Central de las Fuerzas de Defensa había sido convertido en ruinas en apenas minutos. Las formaciones de helicópteros venían volando desde la base de Howard a baja altura y cruzaban el Canal para lanzar sus misiles “Hell Fire”. Desde la falda del Cerro Ancón llovía fuego de artillería. Por tierra llegaban tanquetas y Humvees cargados de poderosas ametralladoras con mira laser, disparando a lo que se movía. Detrás venían los soldados rastrillando las ruinas con fuego de ametralladora.

Los hombres de las Fuerzas de Defensa que lograron sobrevivir al ataque inicial se replegaron hacia el Chorrillo. Algunos, decididos a la resistencia, formaron grupos y se ubicaron en los techos como francotiradores apoyados por batalloneros. Caían como moscas. La mayoría se deshizo del uniforme y se sumó a la población civil.

Los aviones no detenían su danza de vuelos rasantes para descargar bombas y volver a pasar. Cada estallido generaba un nuevo incendio y así el barrio se fue volviendo un laberinto de fuego. Las explosiones traían consigo brisas quemantes y una lluvia apocalíptica de maderas encendidas y piedras ardiendo.

Los habitantes de uno de los barrios más humildes de Panamá habían sido sorprendidos mientras dormían. Al principio atinaron a esconderse en sus casas, pero las que estaban más cerca del cuartel habían comenzado a arder en llamas: los tanques de gas de las cocinas se convirtieron también en inesperadas bombas de relojería. Los que vivían en edificios bajaban corriendo las escaleras apoyándose en barandas de metal que les freían las manos.

Salían de las casas con ese tipo de desesperación que solo produce la guerra, desnudos y aturdidos, formando una marea histérica que corría entre el infierno de las bombas y el aullido de los heridos. Empujándose, pasándose por encima. Saltando los muertos, los cuerpos mutilados. No reconocían sus propias calles. Perseguidos por una lengua demencial de fuego que se levantaba a sus espaldas y parecía tomar todo el barrio. Madres ahogadas en llanto cargando en brazos a sus niños heridos o muertos, o caminado lento con ancianos que no podían respirar de tanto humo. Soportando además la presión de los batalloneros y los hombres de las Fuerzas que les daban culatazos con sus armas para abrirse paso o que los obligaban a quedarse a resistir. Otros se refugiaron entre las rocas de la playa, boca arriba, mirando el ir y venir de los helicópteros que no daban tregua. Los rayos de fuego explotaban en tierra, iluminando la noche y las figuras aéreas de la muerte.

La Catedral de San Felipe, las iglesias de Avenida A, la Plaza de Santa Ana, la plaza Amador, el Parque de los Aburridos, todo se llenó de gente que buscaba a sus familiares a los gritos, impotentes ante lo que veían: su lugar en el mundo vuelto escombros.

Del otro lado de la Comandancia, hacia la Avenida de los Mártires, los chorrilleros saltaban los paredones del cementerio de Amador buscando allí, entre los muertos, salvar la vida. No se veía nada y las ráfagas rojas venían de todos lados. Soldados portorriqueños les gritaban por altoparlantes que formaran filas y fueran hacia la zona, al patio de la Balboa High School. Que avanzaran y no se detuvieran por nada. Había francotiradores disparando y municiones vivas desperdigadas por las calles.

Luego de algunas horas, lo único que se mantenía en pie de uno de los barrios más antiguos de la ciudad eran las paredes de la comandancia y los esqueletos humeantes de los pocos edificios de concreto. Cinco mil personas lo perderían todo en el Guernica panameño.

El sargento Corcho no podía imaginar lo que pasaba en el Chorrillo pero con el cambio de rumbo que había tomado el carro del General no supo que pensar. Le parecía una locura meterse en la ciudad pero iban directo hacia la columna de humo que se levantaba sobre el Chorrillo. Veía los autos que venían a toda velocidad y sonando bocinas en dirección contraria. Estuvo a punto de llamar por radio pero se contuvo. Aceleró la Land Cruiser, se puso a la par del Hyundai y con medio cuerpo afuera gritó:

-La ciudad está ardiendoooooo-.

Castillo se miró con Pinto mientras Noriega se mantenía callado. Todavía no comprendía lo inevitable de su hundimiento.

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