Décima entrega

Actualizado
  • 10/12/2009 01:00
Creado
  • 10/12/2009 01:00
En junio del 87, el Coronel Roberto Díaz Herrera, primo hermano de Torrijos, fue pasado a retiro. Era el segundo al man...

En junio del 87, el Coronel Roberto Díaz Herrera, primo hermano de Torrijos, fue pasado a retiro. Era el segundo al mando de la Fuerzas de Defensa y preso del despecho de quedar fuera de juego cuando Noriega debía heredarle el poder, decidió contarlo todo. En una serie de entrevistas que paralizaron la vida del país, reveló los entretelones de las Fuerzas confirmando todas las sospechas. Aseguró que en su propia casa decidieron el fraude del 84. Acusó a Noriega del asesinato de Spadafora, hasta de la muerte de Torrijos, que también salió salpicado. Dijo que Omar había aceptado 12 millones de dólares por recibir al Sha de Irán y que había puesto ese dinero en Suiza a disposición de sus hombres. Hasta hizo un mea culpa por el origen ilegal de su propia fortuna. La unidad de las Fuerzas de Defensa comenzaba a resquebrajarse.

En Estados Unidos, nucleados alrededor de Roberto Eisenman, fundador de La Prensa, y de Gabriel Lewis Galindo, ex embajador de Torrijos en Estados Unidos que cambió de bando cuando entendió que la suerte de Noriega estaba echada, muchos exiliados panameños trabajaban sin descanso buscando acabar con el blindaje político que Noriega parecía tener. Lo enfrentaban en su terreno, la conspiración. Habían logrado en su lucha el apoyo de republicanos y demócratas. Jesse Helms y John Kerry organizaron sesiones en el senado para escuchar diferentes testimonios que denunciaban a Noriega por narcotráfico y otros delitos. Lo hacían por motivos diferentes. Helms porque quería evitar la reversión del Canal y subsanar el “error” de Carter. Kerry porque fogonear los delitos de Noriega era una forma de castigar a Reagan por sus políticas en Centroamérica.

Los civilistas agitaban las aguas mientras Noriega contrarrestaba esos intentos a través de sus contactos en el Pentágono, en la CIA y en la DEA. No eran pocos los que creían que la suerte de Panamá se definiría en ese pulso: entre los estamentos políticos que consideraban a Noriega una herencia nefasta de la Guerra Fría y los de seguridad, que lo contaban como uno de los suyos.

Lewis Galindo hasta llegó a viajar a Filipinas para entrevistarse con John Maisto, el funcionario de la embajada que había diseñado el plan de “Oposición Civil” que provocó la caída de Ferdinand Marcos a través de elecciones libres.

-Lo que Panamá necesita es más presión interna. Marchas multitudinarias que presionen a Noriega. Sin eso, cualquier cosa será difícil- le confesó Maisto, que poco tiempo después sería destinado a Panamá para colaborar con la Cruzada Civilista en los comicios del 89.

Luego de las declaraciones de Díaz Herrera ese momento parecía haber llegado. Las revelaciones calaron tan hondo en la opinión pública que un estado de protesta inédito se apoderó de las calles y dio nacimiento a la Cruzada Civilista Nacional. Liderada por 26 organizaciones civiles que incluían gremios empresariales, profesionales, clubes cívicos y grupos religiosos, se plantearon objetivos concretos: justicia, democracia y libertad. Justicia para Spadafora, democracia para reconocer el triunfo de Arnulfo Arias y libertad para acabar con la persecución institucionalizada. La Cámara de Comercio y la Asociación Panameña de Ejecutivos de Empresas exigieron la inmediata separación de todos los funcionarios involucrados en las denuncias de Díaz Herrera para realizar una investigación independiente. Arnulfo Arias, líder del Partido Panameñista Auténtico, reclamó la presidencia que le habían birlado y llamó a la destitución de Noriega.

Los maestros y los médicos salieron a las calles vestidos con sus delantales y el blanco se transformó en la bandera civilista. Las protestas sucedían a diario en los horarios de almuerzo en la zona bancaria, en caravanas espontáneas que tocaban bocinas mientras el pito y la paila era el arma de las amas de casa. Se instaló un clima de agitación social e insurgencia permanente. El 10 de Julio de 1987 la Cruzada Civilista llamó a una inmensa manifestación en la Iglesia del Carmen en Vía España. El gobierno la prohibió pero marcharon igual.

La represión no se hizo esperar, a cargo de los Dobermans, temida fuerza de control de multitudes. Hubo más de 600 heridos y 700 detenidos que fueron a parar a la Cárcel Modelo donde las Fuerzas de Defensa organizaron un festín de tortura física y terror psicológico para construir el Viernes Negro. Decenas de mujeres fueron demoradas. Los medios afines al gobierno las llamaban “sediciosas deliciosas”.

Esa noche, incluso, para evitar que continuaran las protestas, cortaron el suministro de energía dejando a la ciudad sin luz. También decidieron silenciar a los medios opositores: clausuraron El Siglo, Extra, Quiubo, Gaceta Financiera y La Prensa, que permanecería seis meses sin circular, generando el nacimiento de volantes clandestinos que criticaban al régimen.

Desde Estados Unidos, Eisenman y Lewis motivaban a los dirigentes de la Cruzada para que no se detuviera la presión en las calles. Algunos de ellos se molestaban. Era fácil pedir protestas desde Miami sin jugarse la vida en Panamá, como Miguel Antonio Bernal o Carlos Iván Zuñiga.

-Al menos Lewis dejó a sus hijos en el país- dijo un dirigente señalando que Eissenman no había hecho lo mismo. Otro compañero que lo escuchó lo detuvo. No le pareció justo. Cada cuál tenía que jugar su rol y La Prensa estaba dando pelea. Además, varias propiedades de Eisenman, como la Mansión Danté, habían sido saqueadas en esos días por escuadrones ligados a las Fuerzas de Defensa. A pesar de las disputas hacia lo interno del civilismo, se mantenían unidos en la lucha contra lo que llamaban “la tiranía”. Las diferencias recién se pondrían de manifiesto luego de la invasión.

El 12 de julio el gobierno decretó el Estado de Urgencia en toda la República y las garantías constitucionales quedaron suspendidas.

El presidente Delvalle felicitó a Noriega por la profesionalidad de sus hombres en la contención de la marcha y liberó a los detenidos. Cuando lo consultó sobre las acusaciones de tortura, Noriega respondió con cinismo: “Han recibido atención médica y también espiritual”.

Para esos días, Oliver North había sido enjuiciado por el caso Irán-Contras, John Poindexter había sido obligado a renunciar y a William Casey le detectaron un tumor cerebral que lo alejó de las esferas de poder. Noriega había perdido parte de su blindaje. El Congreso Estados Unidos envío una carta abierta al pueblo panameño reclamando el regreso de la democracia.

Por su parte, los medios europeos y latinoamericanos, acostumbrados a dictaduras mucho más sangrientas, describían el escenario de un drama en el que no había héroes. Desconfiaban de los nexos de Noriega con el narcotráfico, criticaban la política de Estados Unidos en relación a Panamá y pintaban a los civilistas como integrantes de la vieja aristocracia que regresaba por sus privilegios.

A pesar de la multitudinaria marcha blanca que el 6 de agosto se tomó la ciudad de Panamá pidiendo la salida de Noriega, la OEA emitió un comunicado apoyando al gobierno panameño, recelosos de la presión ejercida por Estados Unidos.

En forma secreta, Noriega autorizó a su cónsul en Nueva York, José Isabel Blandón, a negociar su salida del poder. Blandón redactó un borrador que puso a consulta. Noriega se iría a España y Estados Unidos se comprometía a archivar las causas en su contra. Representantes del gobierno norteamericano aterrizaron en Panamá y se reunieron con Noriega en Tocumen. El acuerdo nunca se cristalizó y la administración republicana de Ronald Reagan, con el affaire Irán-Contras bajo control, decidió doblar la apuesta.

En febrero de 1988, un tribunal de Miami procesó a Noriega bajo cargos de conspiración, extorsión e importación de drogas. Otro tribunal federal, en Tampa, le acusó de conspirar para importar y distribuir marihuana.

El presidente Eric Delvalle no la estaba pasando bien. Su apoyo a Noriega le había costado la amistad de su gente que hasta le tiraba cubitos cuando asistía al exclusivo Club Unión. Como si fuera poco, Estados Unidos había suspendido la cuota azucarera, medida que afectaba profundamente los negocios de su familia.

Finalmente, el 25 de febrero sucumbió a las presiones y pasó a Noriega a retiro, decisión que comunicó por televisión. No tenía ningún apoyo dentro de las Fuerzas de Defensa. Esa misma noche la Asamblea lo destituyó nombrando en su lugar a Manuel Solís Palma, ministro encargado de la Presidencia. Delvalle se refugió en Estados Unidos, que, para aumentar la presión sobre el régimen, siguió reconociéndolo como presidente de Panamá. Sus funcionarios tuvieron que trabajar duro para que los Civilistas, que no lo veían con buenos ojos, aceptaran su figura.

Un grupo de senadores demócratas, encabezados por Ted Kennedy, promovió sanciones económicas. El Congreso decidió cortar todo flujo de efectivo a Panamá para ahogar a las Fuerzas de Defensa. Estados Unidos ordenó congelar todos los activos del gobierno panameño en suelo norteamericano –incluyendo el 60% del flujo de efectivo del Banco Nacional-, suspender los envíos de dividendos producidos por el Canal y prohibir cualquier pago, fuese del gobierno, empresas o particulares estadounidenses. Esos recursos que debían llegar a Panamá fueron depositados en una cuenta personal a nombre de Delvalle, que giraría diez millones a los Civilistas de cara a la campaña electoral del 89. En Panamá, la Cruzada apoyó la medida promoviendo el boicot del pago de impuestos. Pidió también dejar de jugar a la lotería para no dotar de efectivo al régimen. Confiaban que ante la falta de recursos los trabajadores del estado, y hasta los soldados, se plegarían a una protesta general que Noriega no podría contener. Las sanciones terminarían castigando mucho más al pueblo panameño que a Noriega y generarían las condiciones para el consenso alrededor de una operación armada.

La banca panameña permaneció cerrada durante tres meses ante la fuga de capitales. Miles de jubilados salieron a las calles pidiendo el pago de sus haberes, algo que el gobierno no estaba en condiciones de realizar. Panamá dejó de cumplir con sus obligaciones internacionales y durante dos años el país se manejaría sin presupuesto.

Los empleados públicos comenzaron a cobrar con pagarés y bonos del gobierno mientras en los barrios humildes se puso de moda el trueque. Embajadores leales mandaban desde el exterior sacos de correo cargadas con efectivo. Para los hombres de la Fuerza también fue una oportunidad de negocios: montaron casas financieras clandestinas que cambiaban los cheques del gobierno.

El PBI de 1988 se derrumbó un 25% en relación al año anterior y la desocupación llegaría al 20%. En marzo Noriega logró bloquear un intento de golpe de estado a cargo del Jefe de la Policía Leónidas Macías, que terminó preso.

Para contrarrestar la ofensiva, las Fuerzas de Defensa anunciaron el nacimiento de los Batallones de la Dignidad. Civiles que serían entrenados formando una milicia popular y nacional. Era una decisión que había sido motivada más por una lógica publicitaria que militar o, como preferían llamarla, de guerra psicológica. Por un lado, buscaban disuadir a Estados Unidos de invadir Panamá agitando los fantasmas de Vietnam y planteando un escenario de guerra de guerrillas. Por el otro incentivar el fervor patriótico.

Los batallones de la Dignidad y los Codepadi se componían de dos mil “voluntarios”. Había de todo: empleados públicos sumados a la fuerza, desocupados que sacaban de allí bolsas de comida y también civiles que querían defender a la patria ante la amenaza estadounidense. Jamás recibirían el entrenamiento anunciado.

En Agosto de 1988 murió el caudillo Arnulfo Arias, cuyo entierro se convirtió en un acto masivo de repudió al régimen. Como no había pasado en veinte años de gobierno militar, las clases acomodadas parecían finalmente unir fuerzas para enfrentar a los militares.

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