‘Pobre de mí’ que se acaba San Fermín

Actualizado
  • 14/07/2013 02:00
Creado
  • 14/07/2013 02:00
Es el noveno día de resaca, de tomar sin control, salir de fiesta y vivir la vida como si fuera el último día. No existen las horas, ni ...

Es el noveno día de resaca, de tomar sin control, salir de fiesta y vivir la vida como si fuera el último día. No existen las horas, ni el tiempo, ni la goma, que se cura tomando más, ni el regreso a casa, porque la calle es tu hogar. Sí existen el idioma universal de la fiesta, la algarabía, el ‘aquí’ y el ‘ahora’. En esos días, Pamplona, una pequeña ciudad de 250,000 habitantes que normalmente vive en calma y sin mayores sobresaltos, se convierte en LA FIESTA, con mayúsculas; la más internacional de todas las festividades europeas, a la que llegan turistas y viajeros de todas partes del mundo. En esos días, la ciudad cuadriplica su población, se olvida de las normas, del protocolo, la decencia y la moral y se transforma en una ciudad sin ley en la que todo se puede, y de hecho, todo se hace.

Durante los sanfermines no hay preocupaciones; o tal vez sólo una: la que conducirá hoy a los cientos de personas que todavía inundan las calles de esta ciudad a cantar juntos una última vez. Hoy la plaza del Ayuntamiento se volverá a llenar de gente, pero ya no llevarán las caras alegres del primer día, sino una preocupación resumida en la canción: ‘Pobre de mí, pobre de mí, que se han acabado las fiestas de San Fermín’. La música de despedida a la que acompaña un último grito: el ‘ya falta menos’ (para que llegue el siguiente Sanfermin, claro).

Más tarde, cuando las úl timas voces se apaguen, algunos todavía irán a rendir pleitesía a la Iglesia de San Lorenzo, donde descansa el santo el resto del año, y dejarán su pañuelo rojo anudado a las verjas del templo para que le acompañen, en agradecimiento por haber tenido otras fiestas más.

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A estos nueve días de fiesta le han acompañado siete días de toros. Ese sonido de 6,000 libras cayendo sobre las empedradas calles del Casco Viejo pamplonés hace que las estrechas calles de la ciudad tiemblen. En estos días Pamplona cruza sus fronteras y tiñe de rojo y blanco a todos aquellos países que le dan seguimiento a estas fiestas.

Se conoce como el encierro, y el panorama es este: seis toros, cientos de personas en las ventanas, balcones, vallas y demás recovecos con un buen ángulo de visión. El resto de la gente en la calle. Entre las verjas de madera, vestidos de rojo y blanco, con la noche a cuestas y preparados para correr. A las 8 a.m. el disparo de un cohete suena; los toros son liberados de los establos de la cuesta de Santo Domingo. La gente grita, corre, trepa, tropieza, golpea, se inquieta, caen, saltan hasta que finalmente es la masa la que guía a los animales a su destino final: la Plaza de Toros. Pero en realidad, lo que sucede en ese recorrido de 849 metros es indescriptible.

Antes de soltar los seis toros, los centenares de mozos, como se llaman a los que participan en el encierro, rezan para que los enormes cuernos o el gran peso de los cada uno de los bovinos no los toque. O mejor, que les toque, para poder contarlo, pero que no les haga daño. Como a las 15 personas que han fallecido en esta fiesta por una cogida de toro. O como el panameño Alberto Andrés Loaza, de 35 años, que jamás olvidará el encierro del 9 de julio de 2011, cuando recibió un golpe durante la carrera por ‘darle una nalgada al último de los toros’, según él mismo contó. Porque aunque las asociaciones protectoras no lo respalden, hay un grupo de ‘pas tores’, que se encarga de proteger a los toros de golpes y ‘nalgadas’.

‘A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro dándonos su bendición’, cantan juntos antes del pistoletazo de salida. Aunque el mejor retratista de esta escena es el escritor estadounidense Ernest Hemingway en su libro ‘The Sun also rises’, donde relata su pasión por los toros. El premio Nobel murió en Ketchum un 2 de julio de 1961, con las entradas para la Feria de Toro de San Fermín en su mesilla de noche.

La gente colma los vallados de madera que se instalan a lo largo de las calles, se sube a las farolas y al resto del mobiliario urbano o lo observa desde algún balcón privado que se alquila a precios desorbitados, o bien aguarda paciente su entrada triunfal en la propia plaza de toros.

EL ORIGEN

Si no fuera por San Fermín, Pamplona pasaría desapercibida: no es fea ni muy bonita, aunque es agradable, plagada de espacios verdes –que en Sanfermin sirven de dormitorio gratuito– y un ambiente favorable.

Originariamente, la fiesta honra el martirio de San Fermín, que fue decapitado un 25 de septiembre del año 303 en Amiens (Francia), y se celebraba en esa fecha, pero en 1591 los pamploneses, cansados del mal tiempo, decidieron trasladar los festejos a julio y hacerla coincidir con la feria. De este modo nacieron los sanfermines. En su primera edición duraron dos días y contaron con pregón, músicos, torneo, teatro y corridas de toros. Ahora son nueve días de disfrute y 356 de espera.

El encierro de los toros se convierte en el atractivo principal, pero la fiesta alberga muchas más sorpresas: comidas tradicionales, bailes con danzaris, música, gigantes, cabezudos, procesiones, las comparsas, peñas... y los fuegos artificiales que durante media hora cada noche ocupan el ruido de la ciudad, que el resto del día está acaparado por los gritos de los toros, la alegría, la fiesta, los reencuentros y los encuentros primerizos, entre otras locuras.

Algunos han querido comparar los sanfermines con las noches de carnaval en Panamá, los Carnavales de Río de Janeiro, de Venecia y de Colonia y también con la Feria de la Cerveza en Munich. Pero lo cierto es que no tienen par.

En los nueve días que dura la fiesta, las calles de Pamplona reciben 1,000 toneladas de basura. Aun contando los desperfectos, la limpieza, la organización de los eventos y el coste promocional, el Ayuntamiento de aquella ciudad sale be neficiado: asisten 2.8 millones de personas, y cada una gasta de media $128 al día, lo que genera un beneficio de $330 millones de media, que caen sobre Pamplona y sus habitantes, sobre todo para los hoteles, que cuelgan el cartel de ‘lleno’ en estas fechas.

EL ARRANQUE

La fiesta española más conocida en el viejo continente ha rebasado fronteras. Desde su inicio, a las 12 mediodía del 6 de julio, en medio de un mar de personas vestidas con camisa y pantalón blanco, y una gorra estilo boina, pañuelo y faja –cinturón– rojos. La orden de arrancar con la fiesta la da el sonido de un disparo hecho por un cohete que es conocido como ‘Chupinazo’, el momento en el que todos desanudan sus pañuelos y los alzan para dar la bienvenida a nueve días de desenfreno, cuando el blanco todavía es blanco y no ha corrido aún el vino.

El alcalde de la ciudad se encarga del disparo. Cuando se prepara, antes incluso de que hable, hay un rugido general del populacho: cantos, gritos, silbidos, palabrotas y, también, vítores. Con el estruendo apenas se puede oír el grito ritual: ‘¡Pamplo neses, Viva San Fermín, Gora San Fermin!’.

Y entonces hay una especie de ataque de locura colectiva, y en un instante toda la ciudad da un vuelco: empieza el desmadre general. Aunque para eso ahora habrá que contar de nuevo los 356 días que lo separan.

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