Con el lente tras la sangre

Actualizado
  • 13/10/2013 02:00
Creado
  • 13/10/2013 02:00
Manuel Buenaventura, con su cámara al hombro y un chaleco estilo militar, está de pie, en el marco de la puerta, mirando al conductor de...

Manuel Buenaventura, con su cámara al hombro y un chaleco estilo militar, está de pie, en el marco de la puerta, mirando al conductor de la ambulancia que acaba de llegar para ver si trae buenas noticias. Pero él no dice nada. Con sólo mirar su forma de cerrar la puerta de la ambulancia Manuel ya sabe que hoy tampoco hay muertos.

Había estado aburrido toda la mañana, y ahora, en su club particular de la entrada de Urgencias del Hospital Santo Tomás, parecía aún más abrumado, con la mirada triste y la cabeza gacha. El conductor le saluda, y antes de hacer el amago de hablarle, desiste. Sabe que días así es mejor no decir nada. Su foto no saldrá mañana publicada en El Siglo, y él no se atreverá ni siquiera a ir a la redacción, porque ningún diario publicaría la no-noticia, la que en realidad a todos les gustaría leer, pero que a Manuel lo vuelca en un estado de angustia, de profunda depresión, incluso de melancolía. Manuel Buenaventura está preocupado porque lleva tres días sin cazar un muerto.

ANTES NO HABÍA MUERTOS

Sin sangre en su cámara, Manuel es como un Sinatra con catarro, un Picasso sin colores o un Ferrari sin gasolina, sólo que peor, como diría Gay Talese, porque de eso depende su quincena. Eso significa que el periódico ha tenido que estar tres días salvando la portada con noticias rebuscadas, de esas que no venden. Es señal de que en el país está bajando la delincuencia, de que la policía hace su trabajo y de que en esta semana no se ha producido ningún tumbe de droga o balacera entre pandillas. Que Manuel no tome una foto puede dejar tranquilo al presidente, porque su ministro de Seguridad está cumpliendo.

Es entonces, de pie, apoyado en la pared rosada del Hospital, que recuerda cuando estaban los militares y él trabajaba día y noche, y a veces incluso le iban a supervisar para ver si estaba allí, porque no llevaba nada jugoso al periódico. En aquel entonces no era como ahora. No había muertos, dirá después.

Como siempre, Manuel había llegado temprano porque los muertos siempre llegan por la mañana, dice. Más en días de quincena, y fin de semana, cuando hay más tiempo para el ocio. Aguarda paciente con su chaleco negro y el maletín de su cámara, donde guarda un miniálbum de la casa Kodak con algunas de las fotos que narran su historia y que saca cada cierto tiempo cuando quiere recordar algo.

Para Manuel su profesión transcurre en los escasos tres metros que separan la puerta trasera de la ambulancia de la entrada al Hospital, donde está prohibido tomar fotos sin permiso. En ese escaso lapso de tiempo el muerto se juega la vida que le queda, el camillero corre al mejor estilo Hollywood, y Manuel apura el lente de su cámara. Son menos de diez segundos en los que tiene que descubrir dónde está la herida, con qué arma es y, sobre todo, de dónde sale más sangre.

–Ya no me da asco. Es un momento rápido. Antes la morgue quedaba más allá y tenían que llevar al muerto en la camilla corriendo. Por más que el camillero lo sacara corriendo, yo le apartaba la sábana y ‘plas plas’, le sacaba la foto. Y a veces le pagaba el ron al camillero para que me avisara.

Nadie quiere que le tomen fotos a sus familiares, pero todos las buscan. Es un corresponsal citadino de guerra, ha habido personas que le han desafiado, le han echado café caliente en la cara, y le han amenazado de muerte. Pero para él es un servicio público, ‘para que la gente se dé cuenta de lo que pasa’.

Alguna vez se ha quedado dormido en el banco de madera que está a la entrada; otras, justo salía del servicio cuando la camilla pasa por el límite del dintel de la puerta, pero Manuel procura no alejarse más de 20 metros a la redonda de su puesto de guardia. Por eso ahora compartimos una soda en el kiosco de enfrente, entre la Funeraria Alvarado y la farmacia, conversando mientras cae algún muerto.

–¿Por qué te dedicas a esto?

–Porque cuando yo veo que sale la foto en el periódico, primera plana en grande, con mi nombre, yo me siento orgulloso.

–¿Aunque sea por un muerto?

–Aunque sea por un muerto, exacto. Cuando es un muerto, mejor.

LO QUE VENDE

En la calle la gente le saluda por su nombre. Ha tomado fotos de 6 cumbres presidenciales, ha visitado 18 países y recorrió Yugoslavia acompañando al general Omar Torrijos, pero eso a nadie le importa; la pregunta que le hacen es: ‘¿Cuántos muertos llevas hoy, Buenaventura?’, como acaba de hacer el laboratorista, que se queda sin saber qué decir cuando Manuel le responde que ha sido un mal día.

En el verano del 89 tuvo la oportunidad de tomar las fotos más crueles que se vivieron durante la invasión. Llevaba 10 años trabajando en el gremio; sin embargo, para él más que un oficio era un hobby, ‘un relajo pues’.

–No es que yo me creía que era el más valiente, yo sólo las quería tener para el recuerdo y que cuando salieran mis fotos publicadas, fueran las mejores.

A Manuel no le gusta exagerar. Cuando recuerda, la emoción se le desborda, y conforme avanza en el relato, a veces exagera. Entonces se detiene y rectifica rápido, le resta valor o heroicidad. Es como los héroes de película: hace ver que sus hazañas son tan sencillas, que cualquiera las podría haber hecho.

Aquel año era de los pocos fotógrafos con cámara en mano en plena calle. ‘Todo el mundo estaba en su casa, porque la cosa era triste. Lo único que sí le voy a decir algo: yo no gusto de los gringos, pero los gringos son muy respetuosos con la prensa. Muy, muy respetuosos. Yo llegaba donde había un muerto, y cuando yo sacaba mi carné me decían ‘ah, prensa, cómo no’. No es como aquí, ellos saben que es el trabajo de uno. Los gringos nunca me pusieron un problema’.

Salvo una vez. Cuando se quedó sin plata, vendió una foto muy comprometedora por $1,000 a la agencia UPI. El encargo lo había hecho un político de apellido González al que ahora quieren extraditar. Le bajaron los pantalones y le destrozaron. Le habían amarrado de piernas y brazos, y le sodomizaron. Cuando estuvo roto, y ultrajado, y la sangre se desbordaba por todas partes, Manuel apuntó el gatillo y tomó la foto. ‘Es una foto muy cruel. Yo la estaba tomando allá en la morgue, donde se tiraban los muertos. Los gringos no me decían nada, pienso yo que querían mostrar su crueldad’, recuerda.

A los días, un grupo de 15 greens llegó a su casa. ‘Me mandaron a uno que hablaba muy bien el español, y el gringo me dijo:

–Buenas tardes, ¿usted es el señor Manuel Buenaventura?

–El mismo –respondí yo.

–Bueno, nosotros no le vamos a hacer nada porque no tenemos la orden. Le podemos hacer, pero no le vamos a hacer. Usted no puede recibir llamadas por teléfono, ni visitas, ni ir a ninguna tienda a comprar nada. Usted no puede tener relaciones de conversa con nadie, y aquí no puede llegar nadie a la casa’.

Estuvo custodiado un mes sin poder salir de la casa ni tomar más fotos. Manuel obedeció la consigna al punto de que ayer, cuando le contacté para arreglar el encuentro, me dijo que había llamado a la embajada para preguntar si podía enseñarme las fotos, pero le dijeron que todavía no. Por eso las tiene a buen recaudo en casa, guardadas en un maletín de viaje, en un depósito bajo llave. Algunas están impresas, pero de otras sólo tiene los negativos. Revelarlas costaba entonces $4.25 los 36 cuadros.

En uno de esos 36 cuadros que también quedó en el olvido de un maletín está la foto de un compañero fotógrafo al que vio torturar y masacrar.

–Yo tuve muchos compañeros que fueron unos inconscientes. A Eliezer Santamaría lo mataron. Él me daba muchos consejos.

–¿Nunca ha tenido que dejar de tomar una fotografía por miedo o por echarse a llorar?

–Nunca he llorado. Ni tampoco me da asco. Ya no. Yo tomé una foto de un conjunto de típico que iba para unos carnavales, y tuvieron un accidente de coche. Quedaron.... uuuuuuuuu. Yo los acomodé para tomarles la foto. La cantante quedó despedazada. Despedazada, despedazada. La cabeza por un lado, las piernas por otro... y yo las recogí y las coloqué como si estuvieran en su sitio. Estaban todas desperdigadas por la carretera.

–Impresiona, al menos.

–Hubo un accidente que yo cubrí también de un avión que venía de la Zona Libre y le pusieron una bomba y murieron todos. Al tipo que puso la bomba no le encontraron la cabeza ni las manos ni los pies. Le tuvieron tres años en la morgue para ver si le reconocía alguien.

–Entonces, ¿qué sensación le provocan estas fotos?

–Me pongo bravo, y eso es lo que me llevó al licor. Como me ponía bravo, a veces si no estaba borracho, me sentía con miedo. ¿Usted sabe qué me llevó a tomar? Cuando ya yo vi que los policías no me dejaban tomar la foto, me ponían problemas, yo me emborrachaba. Quería pegarles. Ya sabes que el borracho es impertinente, grosero, se cree más que todo el mundo. Le gritaba a los policías, les decía que ellos no sabían nada, que los gringos eran más respetuosos que ellos. Y entonces, como no querían problema conmigo, me ponía borracho para que me dejaran tomar la foto. Y así me fui yendo, me fui yendo, y terminé alcohólico.

Ese ‘‘irse yendo’’ duró 20 años en los que tomaba dos botellas de Seco Herrerano los días de quincena y de Lafayette (‘el licor de los piedreros’), el resto de los días.

Ahora su hígado está bien, dice, y no ha vuelto a tomar. ‘Yo respeto a una mujer que le aguante 20 años a un borracho así como mi señora’, explica mientras ultima su Coca-Cola y parte de la mía que no he bebido.

Pasó 18 meses en un centro de rehabilitación, y ahora la imagen del diploma recibido por el tratamiento en una visita del presidente a Hogares Crea es una de las primeras que te enseña en su miniálbum Kodak, que saca con frecuencia para apoyar sus explicaciones.

–Él dijo que yo era un buen ejemplo.

–¿Nunca has pensado en hacer otro tipo de fotografías, de sociales o eventos para el periódico, algo más tranquilo?

–No, eso no es primera plana. Además, no me gustan los eventos. Siempre hay licor y alguien que te dice ‘‘sólo un trago’’. Es como con las fotos, no puedes tomar sólo una.

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