Un viaje a la última historia de Jorge Conte-Porras

Actualizado
  • 14/07/2016 02:00
Creado
  • 14/07/2016 02:00
Un historiador se marcha sin despedirse, en busca del descanso eterno en la tierra de sus antepasados

El día en que mi abuelo decidió suicidarse, viajó desde Penonomé hacia las montañas de Coclé en una chiva azul.

Al año siguiente, esa misma chiva se detuvo en la parada en la que yo esperaba el transporte hacia el mismo lugar. Cuando subí, sus peldaños crujieron bajo mis zapatillas como presagio del difícil camino que tenía por delante. Me había tomado meses digerir su decisión premeditada, y a la vez repentina, de morir.

Apenas comenzaba a entender el impacto de su ausencia en mi vida. Aún no había llorado por él. En mi mente solo flotaban varios ‘¿por qué?', si él siempre le había temido a la muerte.

–Pague al bajar–, me dijo el conductor cuando traté de darle las monedas del pasaje, al parecer por adelantado y sin seguir la costumbre.

Dos largas tablas acolchadas colocadas a ambos lados de la buseta artesanal le servían de banca a decenas de campesinos que ya estaban sentados y me miraban al entrar.

Mi piel, varios tonos más clara que la de todos, no me hacía sentir forastera.

Me rodeaba la gente con la que mi abuelo convivió, los coclesanos que había buscado toda su vida para que le trasmitieran las tradiciones orales de la tierra de sus antepasados.

El ruido inmenso del motor desanimaba cualquier conversación. En el techo, un gran agujero dejaba filtrar el brillo del cielo de verano, aliviando la oscuridad de su interior abombado, y del retrovisor colgaba un esqueleto de madera. Me imaginé a mi abuelo sentado en la última esquina con su sombrero de paja, el revólver en un bolsillo y un pequeño frasco de veneno en el otro.

Mi trayecto fue menos pesado que el suyo. Yo tenía 21 años, él, 76. Yo iba tras su recuerdo y él en busca de la pacificadora muerte que acabaría con el sufrimiento que le causaba un creciente tumor de esófago que mantuvo en secreto, pero que se evidenciaba en los ataques de tos con cada sorbo de café, las cenas familiares en que ni volteaba a mirar su pizza de vegetales favorita, y en sus pantalones cada día más holgados.

En mi camino, que un año antes había sido el suyo, buscaba conocer mejor al hombre que, bromeando, confesaba sentir más amor por sus nietos que por sus hijas, pero que sin embargo se había marchado sin despedirse. Al menos no de mí.

‘Jorge Conte-Porras se suicidó', titulaba uno de los diarios aquel 3 de mayo de 2006. Las fotografías que ilustraban cada artículo sobre ese suceso mostraban a un anciano acongojado frente a un podio, dando alguna charla o presentando su último libro de historia.

La Internet se llenó de comentarios anónimos que acusaban a los familiares del reconocido historiador de haberlo abandonado en su depresión, los culpaban de haberle ocasionado la muerte con su indiferencia.

Las descripciones del resto de los periódicos no eran menos lacerantes que las opiniones de los desconocidos digitales. A través de ellos me enteré que el cuerpo de mi abuelo fue encontrado con dos impactos de bala –uno en el pecho y otro debajo de la barbilla–, sentado y recostado a un árbol en un potrero de la comunidad de Tabidal Arriba, en el pueblo de Penonomé, provincia de Coclé.

–Suplico que no le avisen a nadie de mi muerte (…) que me dejen descansar en paz–, publicaba otro diario en su portal de internet esa madrugada, ufanándose de haber tenido acceso al testamento, mientras violentaba los últimos deseos de un suicida.

Yo acariciaba ese rostro frío desde el otro lado de la pantalla de mi computador, lejos, en Estados Unidos, donde había empezado a estudiar y a una semana de mis primeros exámenes finales.

Me enteré de su muerte por accidente, por un correo de pésame que me envió horas antes una compañera que no se había enterado de que yo no debía enterarme.

Nuestra despedida había ocurrido cuatro meses antes, el día que me marché al país que él juró no volver a pisar en 1989, tras la invasión de Estados Unidos a Panamá.

Estaba sentado en el patio frontal de mi casa y miraba hacia adelante, iluminado por el sol que se colaba entre las hojas del ficus que le daba sombra. Quizá observaba a las tortugas nadar en la fuente, mientras yo arrastraba mis maletas al carro. Vestía su uniforme de diario: una camisa blanca –posiblemente salpicada por los restos del desayuno–, y los pantalones azul celeste que ya le quedaban flojos. En nuestro abrazo de despedida casi se resquebraja. Encerraba entre mis brazos a un tronco hueco, carcomido por el dolor.

Durante sus últimos meses de vida escuché su voz fugazmente, todos los miércoles a las siete de la noche cuando timbraba el teléfono de mi dormitorio compartido y él preguntaba sobre mi vida universitaria. El resto de la semana, él (y el aparato) se sumían en el mutismo de quien sabe que tiene los días contados.

Lejos habían quedado las épocas en que me llevaba a comer los helados de nance que solo a nosotros nos gustaban, o a las clases de ballet que yo detestaba pero que él insistía eran parte de mi formación cultural. Ya no acompañaban mis tardes sus vinilos de música clásica a todo volumen, ni me contaba sobre el pasado del istmo en un idioma menos tedioso que el de los maestros de historia.

Yo ya no escribía, como cuando niña, para que me publicara en los periódicos en que él era columnista. Tampoco desordenaba su biblioteca, para su alivio y, a la vez, su desilusión. Quizás ya no sería periodista, como él alguna vez predijo, mucho antes de que yo aprendiera a escribir. Ese miércoles, 3 de mayo, el teléfono del dormitorio no despertaría de su modorra.

Horas antes había descubierto los titulares. La gringa con la que compartía la habitación estrecha de la que era entonces mi universidad no sabía qué decir. La vecina me traía helado de chocolate, animándome en su español de segunda generación, sabiendo que así las palabras serían más reconfortantes. La medianoche se transformaba lentamente en aurora y yo me descubría sola en mi dolorosa vigilia.

A las 5:59 de la mañana llamé a casa.

–Ya se ha enterado–, se lamentó mi familia, del secreto que no ocultaron los medios del país.

Mi madre, que nunca llora, me contaba con la voz quebrada que su papá había desaparecido días antes, dejando su testamento sobre la mesa. Que el instinto la llevó a Penonomé, el pueblo de sus antepasados que llevaba en el corazón. Que un grupo de cholos se adentró por las montañas para encontrarlo al amanecer, a pocas horas de haberse pegado los dos tiros. Que estaba recostado contra un árbol y en su mano descansaba un revólver marca Colt. Que habría tenido que caminar casi un kilómetro cuesta arriba entre la vegetación húmeda, para llegar al punto donde lo encontraron. Que estaba muy lejos de la última parada de la chiva azul en la que hice el mismo trayecto y me dijo que ella no quiso reconocerlo, pues le advirtieron que el rostro estaba destrozado y que vestía una camiseta que parecía haber sido blanca antes de convertirse en paño de su sudor y su sangre. También, le dijeron, llevaba su billetera vacía, salvo un permiso de conducir de mi madre a los 17 años.

Mi abuelo había decidido despedirse de la vida en las trincheras de Victoriano Lorenzo, la sombra de tez más oscura y nariz chata de su abuelo Belisario Porras, quien fuera tres veces presidente del país.

El cholo guerrillero —que había luchado por los ideales de Porras durante la Guerra de los Mil Días y sería el único fusilado después de que se lograra la paz con los conservadores— se convertiría en su obsesión histórica durante la segunda mitad de su vida.

La chiva volaba por las curvas del camino a velocidades que no parecería poder alcanzar esa carcacha artesanal. El camino era de asfalto, a pesar del escenario de campiña que lo envolvía. Me asomé por uno de los pequeños rectángulos que hacían de ventana y vi pasar las casitas pequeñas con su ropa tendida afuera, colegios públicos, una iglesia y, de repente, pura flora. Plantones de guineo, árboles de mango, teca, marañón, ciruela, naranja. Había veraneras, acacias, jacarandas, chumico y jazmines.

–Aquí termina el camino–, sentenció el conductor, deteniéndose junto a un kiosco.

Fue allí donde me aceptó las monedas por el viaje. Me bajé y la chiva se dio la vuelta para hacer la ruta de vuelta. A un lado del kiosco, se alzaba un sendero de tierra.

Gabriel García Márquez decía en su libro El amor en los tiempos del cólera que nada se parece tanto a una persona como la forma de su muerte, cuando el doctor se cae de la escalera intentando alcanzar a su loro en el árbol.

Yo no comprendía la muerte de mi abuelo, así que empecé a subir la misma cuesta de tierra que él había recorrido, para comenzar a entender su vida.

==========

‘Me imaginé a mi abuelo sentado en la última esquina con su sombrero de paja, el revólver en un bolsillo y un pequeño frasco de veneno en el otro'

Lo Nuevo
comments powered by Disqus