‘Votaré por quien me ponga mis paredes'

Actualizado
  • 06/02/2019 01:02
Creado
  • 06/02/2019 01:02
‘Elegir es fácil, sólo hay que elegir lo que a uno le gusta' USUARIA DE TRANSPORTE

«Allí atrás —dice Miguel Vegas señalando a sus vecinos— hace unos días mataron a uno». Lo que sabe es que un joven intentaba escapar de otros jóvenes que lo alcanzaron en el callejón de tierra detrás de su hogar, donde duerme desde hace unos tres años, y uno de ellos le disparó hasta matarlo por donde camina, a esta hora, una niña que podría tener los diez años de edad que tienen mis hijas.

Estoy en La Favela de Pedregal, uno de los lugares —según policías y habitantes consultados— más peligrosos en David, Chiriquí. Esta favela no es un cerro con cuartos coloridos apiñados en desorden con jóvenes armados hasta los dientes, este lugar es plano y pequeño, como un cuadro de fútbol. Aquí se construyeron casas sin arquitectos, por la desesperación, en su mayoría de latones de metal, hace poco más de una década. Un lugar, a veces prohibido para autoridades y foráneos, que luce tranquilo y está en silencio este miércoles. Si no fuera por su reputación —un transportista me dijo que veía en las noches a los jóvenes con armas— diría que es inofensivo. Además de su historial de violencia, en La Favela sus residencias tienen los baños que el gobierno de Juan Carlos Varela les realizó para superar sus problemas sanitarios. Los baños serían la mayor novedad, los que aportan progreso al barrio. No obstante, no funcionan. Le construyeron solo las paredes. Los baños no tienen letrinas, los baños no son baños, los baños no existen, son una decoración que utilizan, desde entonces, como depósitos para zapatos viejos o herramientas. «Los construyeron —dice Miguel Vegas— y jamás volvieron».

Una noche antes de visitar La Favela me reuní en un bar en las afueras de la ciudad de David con un abogado que libera pandilleros y narcos de sus delitos. Me dijo que el fenómeno había evolucionado y que parte de su crecimiento era porque el sistema penitenciario se había corrompido. «En la época de (Ricardo) Martinelli —dijo— creo que solo dos funcionarios no participaban de la corrupción». Las cárceles son los cuarteles de las pandillas y narcos que operan en esta ciudad. Los pabellones serían las oficinas centrales. Desde esos pabellones, dijo el abogado, los cuales controlan con la ayuda del sistema carcelario y policías, las pandillas y los narcos dirigen los delitos que suceden afuera: los asesinatos, los robos de drogas, el tráfico a la frontera, procurando la mayor discreción hacia sus vecinos. Estas organizaciones contaban con suficientes recursos como para contratarlos y liberarlos de los procesos de blanqueo de capitales o de tráfico de drogas o de homicidios que se ventilan en sus tribunales. «Tienen dinero», dijo esa noche, en este bar de luces azul, a orillas de la carretera, donde algunos jóvenes cantan a Gustavo Cerati y a Enrique Bunbury, donde hace poco pasó un Ferrari rojo, y agregó que el gobierno de Varela redujo «un poco» la corrupción con cámaras de vigilancia. En Chiriquí en 2018, según el Ministerio Público, se registraron 40 homicidios, se procesaron más de 200 personas ligadas al tráfico de drogas, se incautaron más de 4 mil libras de cocaína, se incautó heroína, éxtasis, más de 100 libras de marihuana y cerca de 2 millones de dólares en bienes y activos. Esa noche se refirió a una comunidad donde operaba una pandilla influyente que era la única sin judicializar. Unos días después la visité. Le llaman El Alba. Caminé sus estrechas carreteras, retraté sus pequeñas casas que eran de bloques, sus terrazas con helechos colgando del techo, las paredes revestidas de colores y logos de templos religiosos, la gente que salía a trabajar de forma muy digna. Nada extraño. Al final del recorrido, en una tienda, observé a un joven angustiado revisando, como en Venezuela, un basurero por comida.

La ciudad de David reemplazó el barrio El Peligro hace más de dos siglos. Aquí llegaron de Alanje, antigua capital de la provincia de Chiriquí, los Araúz, los Candanedo, los De Obaldía y otros tantos más que aún viven aquí. «En 1756, el pueblo de David contaba con mil habitantes y 158 casas —dice un libro sobre esta ciudad que publicó Culturama, una organización dedicada a la divulgación histórica de la provincia—. En 1854, se registraron 600 casas, de barro y quincha. La ciudad se fue extendiendo hacia el oeste, dejando atrás el barrio El Peligro». Hoy día son más de 144 mil habitantes y David, además de ser la cabecera de la provincia, de contar con el parque de energía solar más grande de Panamá —138,960 paneles solares—, y de tener dificultades para superar la criminalidad entre sus jóvenes, tiene la apariencia de las barriadas de la capital de Panamá que están amuralladas y refugian hogares de colores homogéneos, y del interior de Panamá, con aquellas plazas comerciales de todo tamaño en sus entrañas, con las marcas líderes que dominan todo lo que consumimos, conviviendo con zapateros, vendedores de legumbres, modistas, mendigos, evangélicos que rezan en salones de belleza, tiendas agropecuarias con pollitos a la venta y comida para ganado, tiendas indígenas y periferias marginadas. En esta ciudad la estética rural se mezcla con la estética publicitaria de nuestros días que concede a los logos el valor de la cruz en la iglesia y surgen iniciativas como MCPato, un competidor de McDonald's, del gran líder de comida rápida que tiene restaurantes en casi todo el planeta, que solo pudo surgir en esta ciudad, y que solo existe en esta ciudad, porque en David se tiene el orgullo muy presente. «No es porque trabaje aquí —dice la cajera del restaurante—, pero nuestro pollo sabe mejor que el de ellos. Aquí vienen a buscar nuestras pechugas todos los días». Y llevan más de tres décadas friendo pollos y diciéndoles a todos que se puede competir con Goliat, que se puede ser Ulises. Algunos estudiosos de la región consideran que es por una particularidad: su regionalismo.

Su orgullo sería un mecanismo de defensa. La socióloga Carola Coriat publicó en 1993, luego de encuestar a muchos de ellos, algunos hallazgos al respecto. Vivir lejos de Panamá y estar sometidos al centralismo capitalino, según la investigadora, «instó a los chiricanos a reconocer su valor y confiar principalmente en el fruto de su esfuerzo». Esto podría explicar las montañas más hermosas, un café mundialmente famoso, un premiado equipo de béisbol, el mejor queso, la mejor leche, la mejor bandera y una discusión popular sobre sus intenciones separatistas, que actualmente reflejan en sus pasaportes. Son los únicos con un documento de identidad paralelo, que es un «relajo», como dice la profesora Milagros Sánchez, de Culturama, pero que no deja de profundizar la discusión. «No nos sentimos panameños», dijo Roger Patiño, uno de los fundadores de esta ONG, para explicarme el conflicto que subyace entre sus habitantes: promover una idea que no necesariamente desean. El 75% de sus habitantes, según los estudios de Coriat, no estaría de acuerdo con una independencia política.

—¿Y cuál sería la diferencia con los panameños? —pregunté a Patiño.

—Yo no los veo (chiricanos) tan desesperados por conseguir dinero —dijo esa tarde.

Al día siguiente, visité el museo que tienen en el cuartel policial dedicado a la guerra de Coto que su organización preparó. Estaban algunas fotos enmarcadas de los soldados y asistentes que pelearon contra Costa Rica y estaban sus nombres a máquina de escribir en hojas que llevan las huellas del tiempo: Aguilar, Reina, Ardines, Estribí, Barahona, Carrera, Castro, Castañeda (...).

‘¿Y cuál sería la diferencia con los panameños?', pregunté a Patiño. ‘Yo no los veo (a los chiricanos) tan desesperados por conseguir dinero', dijo esa tarde.

Panamá le ganó una guerra a su vecino. En aquellos días —21 de febrero de 1921— los límites con Costa Rica eran ambiguos y este país que se piensa tan noble se tomó un poblado, conocido como Pueblo Nuevo, de la otrora capital de la provincia, Alanje. La toma del territorio enardeció a los panameños y se enviaron tropas a la región. Los chiricanos, próximos al conflicto, conectados como lo están con la Marea Roja del fútbol, se alistaron de inmediato y algunos batallaron, otros ofrecieron apoyo logístico y médico. Esa batalla, que tardó unos días, fue una batalla pírrica: la ganamos en el combate y la perdimos en terreno, pero reforzaría, según i ntelectuales como Carlos Iván Zúñiga, el regionalismo del chiricano. En David esta guerra está muy presente. Tienen un parque que no la olvida: «El último soldado de la guerra de Coto». En una placa de metal se puede leer: «La comunidad chiricana agradece la gesta heroica» y cuando visitas la cantina El Sheriff, te encuentras en una pared con un texto de la revista Lotería sobre esta batalla.

La cantina El Sheriff tiene más de seis décadas de ser testigo de los cambios de David. En la misma esquina de la calle Andrés Romero atiende, sobre todo a hombres, desde muy temprano en la mañana. A diferencia de todo el comercio local, El Sheriff recurre a la pintura para promocionarse. Tiene dos, de más de un metro de tamaño, una afuera, y otra adentro del local, distintas por supuesto, de dos hombres, dos sheriff, con pistolas y caballos, que ayudan a su permanencia. «Son de Lucho Pacha», dice el cantinero. Por aquí ha pasado de todo, menos un presidente. Y según su cantinero, es termómetro de su economía. «Hace unos meses estaba esto lleno por la construcción. Venían muchos obreros». Esta tarde estamos cinco personas, dos albañiles que hablan de un cliente, un posible buhonero que por un teléfono intenta llamar a alguien, un vendedor de billetes de loterías y este periodista tomando cervezas grandes en vasos plásticos pequeños.

—¿Y ya tienes candidato? —le pregunto. Está cerca de ser un octogenario.

—(José) Blandón gana —dice—. Tiene a todos los gais. Son un montón— y ríe, seguido, con picardía, para sus adentros. Antes de irme, me revelaría que es panameñista.

‘(José) Blandón gana —dice —. Tiene a todos los gais. Son un montón', y ríe, seguido, con picardía, para sus adentros. Antes de irme me revelaría que es panameñista».

La veda electoral, sin embargo, no puede contra las obras físicas y en David, aunque no haya un cartelón político, todos saben, según una periodista local, que las renovaciones del parque que lleva el apellido del inventor del Quijote, el Parque Cervantes, lo hizo el alcalde del Partido Revolucionario Democrático (PRD), Francisco Vigil. Según la periodista, este parque definirá el voto en las próximas elecciones para las autoridades locales y por ello Francisco Vigil tendrá posibilidad, ahora, como diputado. «Están haciendo otro parque como el parque Omar», dijo. A los davideños les interesaría recuperar sus espacios públicos y el ocio. El exdiputado del PRD Dennis Arce ve otros escenarios. En su casa, en David, dice que la justicia, sobre todo la seguridad ciudadana, el tráfico de la ciudad, que en algunos momentos del día se torna insoportable, y el acceso a alimentos en los barrios que se construyeron en las periferias de la ciudad, serán decisivos. Arce dijo que la campaña política, aunque parezca que no está presente, está avanzando y que los políticos están visitando comunidades mientras se levanta la censura publicitaria. Lo mismo dijeron la periodista y un dirigente de la izquierda de David. «Yo no creo que ganará el clientelismo —dice Arce—. Nito (Cortizo) tiene varios años recorriendo Chiriquí. Tiene un liderazgo».

A unos treinta minutos en autobús de la casa del exdiputado está una comunidad muy pobre llamada Viña del Mar. Acá llegué buscando La Favela. Está construida con materiales reciclados sobre una carretera de piedras. En Viña del Mar conversé con una mujer, propietaria de una casa de madera, que estaba agobiada de la indiferencia de sus políticos con sus necesidades de toda la vida, que ningún mercado tampoco remediaba. Desde que llegó a este lugar, dijo, vive igual, o sea, en la precariedad y sin agua. Su esposo arreglaba el techo que estaba por desplomarse. Me dijo, aquella tarde, que ya acordó con sus hijos que votarán «por quien me ponga mis paredes».

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