Democracia epistémica

Actualizado
  • 04/05/2019 02:00
Creado
  • 04/05/2019 02:00
A pesar de que la ignorancia pública permea al modelo democrático, la obsesiva fe en torno a este ha limitado todo cuestionamiento de la sacrosanta idea de la democracia representativa, la universalidad del sufragio y el voto como derecho moral

Imre Lakatos ha ofrecido una imagen de la metodología de la investigación científica fundamentada en las siguientes ideas: la unidad descriptiva de los grandes logros científicos no es una hipótesis aislada, sino programas de investigación. El programa está caracterizado por su núcleo firme y consiste fundamentalmente en reglas metodológicas; de ellas, ‘algunas nos dicen las rutas que deben ser evitadas (heurística negativa), y otras, los caminos que deben seguirse (heurística positiva)' [Lak].

La heurística negativa impide que apliquemos el modus tollens a este ‘núcleo firme'. Como es sabido, la regla de modus tollens es en lógica una variante de la eliminación de la implicación material, que básicamente autoriza a inferir la negación del antecedente de una implicación, cuando el consecuente de dicha implicación es falso. Aplicar el modus tollens al núcleo firme implicaría, en realidad, un núcleo frágil, agrietado, derrotable (defeasible). Imagínese una ley física L que implica (teóricamente) una proposición P. Resulta, sin embargo, que P es falsa; por tanto, so pena de contradicción, L habría de ser falsa, por lo cual el núcleo (o parte de él) colapsaría. Así, mediante la no aplicación del modus ponens todo lo que habita en el núcleo: hipótesis generales, teorías universales, leyes estaría a salvo.

En cambio, ‘la heurística positiva consiste de un conjunto parcialmente estructurado, de sugerencias o pistas sobre cómo cambiar y desarrollar las ‘versiones refutables' del programa de investigación, sobre cómo modificar y complicar el cinturón protector ‘refutable” [Lak].

Estas categorías podrían ilustrarse con relativa facilidad cuando se trata de programas de investigación en ciencias como la física; pero son de dudosa aplicación cuando se trata de disciplinas como la politología, por ejemplo, donde los conceptos son coloridamente emotivos.

‘Democracia', por ejemplo, es uno de los términos con mayor arraigo en la teoría política (científica o filosófica) contemporánea. No es de sorprender, pues con frecuencia en las distintas disciplinas los especialistas edifican auténticas murallas conceptuales para poner a salvo sus propias imágenes. En el caso de la democracia ese arraigo es histórico y reviste un carácter indudablemente dogmático.

La consolidación de la democracia ha transitado por etapas distintas; desde la democracia directa (y excluyente) de los griegos, pasando por las variantes liberales actualmente vigentes.

Ante la ignorancia pública que permea la democracia se han esbozado diversas respuestas. Una de ellas es que dicha ignorancia no es real; que los votantes al votar no llegan en cero, que toman atajos mediante procesos heurísticos pues manejan suficiente información que han obtenido de diversas fuentes

Ha sido sobre todo a partir del siglo XX que la democracia se (re)dimensiona como derecho humano universal, pues sólo en la democracia —se nos ha dicho— tienen sentido los derechos a los que se refiere la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 en el artículo 21: derecho a participar en el gobierno directamente o por medio de representantes libremente escogidos; derecho de acceso —en condiciones de igualdad— a las funciones públicas de su país; la voluntad popular como base de la autoridad del poder público, expresada mediante elecciones auténticas, celebradas periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto.

Así, pues, la democracia y sus complementos: participación en el gobierno, soberanía popular, igualdad, elecciones periódicas, representación, voto universal, entre otros, han configurado, podríamos decir que por vía normativa, un núcleo firme en el que tales dogmas (postulados o enunciados fundamentales) no son objeto de discusión porque la posibilidad de renunciar a ellos atentaría contra algo tan básico sin lo que la vida política resultaría inconcebible o nos remitiría a un estado de cosas peor al que encontramos en nuestras imperfectas pero siempre perfectibles democracias. Este núcleo es innegociable, a tal punto que ante argumentos que sugieren la viabilidad de formas más eficientes de organización social y política, v.g., [Bre161], [Lóp16], los defensores de la democracia suelen reivindicar valores intrínsecos (dignidad, libertad, etc.) o justificaciones instrumentales, [Kay19]. Pero es ilusorio pensar que esa tarea se realiza sin dejar en pie ciertas dudas o fisuras; de hecho, la democracia hace aguas por muchos lados.

Una de las objeciones más sólidas en contra de la democracia es de tipo epistemológico. Esta objeción puede expresarse de manera elocuente señalando que la democracia (de masas) —esa que no distingue entre votantes y que les otorga el mismo valor a cada uno— es una democracia ignorante [Har16] pues éstos suelen desconocer el perfil de los candidatos, quiénes son sus padrinos, cuál es su trayectoria, sus convicciones, el marco ideológico de los partidos en los que militan; son —además— fácilmente manipulables e inducidos a votar por candidatos y programas (cuando los hay) que no entienden. Dada la estrecha relación que existe entre conocimiento y acción, es difícil votar correctamente en escenarios como estos: la democracia inevitablemente yerra.

Una de las objeciones más sólidas en contra de la democracia es de tipo epistemológico. Esta objeción puede expresarse de manera elocuente señalando que la democracia (de masas) —esa que no distingue entre votantes y que les otorga el mismo valor a cada uno— es una democracia ignorante [Har16] pues éstos suelen desconocer el perfil de los candidatos

Ante la ignorancia pública que permea la democracia se han esbozado diversas respuestas. Una de ellas es que dicha ignorancia no es real; que los votantes al votar no llegan en cero, que toman atajos mediante procesos heurísticos pues manejan suficiente información que han obtenido de diversas fuentes (especialistas, medios de comunicación, partidos políticos, grupos organizados) y que contrastan esa información con ciertas intuiciones de lo que es correcto. Así, el voto es producto de un ejercicio racional, deliberativo y crítico.

Otra manera de superar el problema recurre al teorema de jurado de Condorcet. De acuerdo con este teorema, en una situación de elección, la probabilidad de que la decisión que tomen los electores sea la correcta es mayor si aumenta el número de votantes. Si la población de electores creciera con tendencia a infinito, la probabilidad de que la decisión que tomen sea la correcta tiende a 1. Por lo cual, cuando se trata de elegir entre alternativas que satisfagan ciertas condiciones de corrección, entre más personas participen, menos probabilidad de elegir incorrectamente. Así, la democracia no sólo tendría un respaldo ético innegable, sino que epistémicamente sería muy superior a cualquier sistema que se proponga como alternativa. Si al final las cosas no van bien, se debe a distorsiones que introducen las propias personas (hipótesis ad hoc): apatía o indiferencia, intereses personales, ideología, etc., y no a condiciones imputables a la democracia per se. La democracia estaría, por tanto, epistémicamente a salvo.

Brennan, J. (2016).

Burgos, E. (2015).

Hardin, R. (2016).

Kaye, S. T. (2019).

Lakatos, I. (1983).

López-Guerra, C. (2016).

Rojas R., K., Arteta, M., & Bucaram, S. (2017).

No está claro, sin embargo, que los atajos o procesos heurísticos permitan superar la objeción de la ignorancia pública, pues dichas elecciones referidas a ciertas condiciones (principio de transitividad, principio de reflexividad, principio de completitud, unanimidad del colectivo, independencias de alternativas irrelevantes, dominio irrestricto, no dictadura) llevan a concluir que ‘no existe un mecanismo eficiente a través del cual se pueda llegar a una elección' [Roj17] manteniendo dichas condiciones; a menos que se postule la existencia de un dictador, que podría estar representado, justamente, por expertos, influenciadores o periodistas.

Tampoco está claro que se logre superarla mediante el teorema de Condorcet. Se podría objetar que las hipótesis del teorema sean correctas (¿se sabe o se cree que una decisión es correcta?, ¿qué es una decisión correcta?, ¿si el número de votantes tiende a infinito, es eficiente incluirlos a todos?), véase [Bur15].

Igualmente, los electores podrían estar expuestos al efecto del falso consenso lo cual los lleva a imaginar que sus opiniones son tan obviamente correctas que no pueden sino ser ampliamente compartidas por todos, aunque estén equivocados. En un escenario así, la decisión mayoritariamente tomada, no sería la correcta.

Por lo anterior, ni en uno ni en otro sentido la democracia epistémica sale bien librada. Este hecho pone en jaque el núcleo fuerte en el que la idea de democracia se inserta. Si insistimos en mantenerlo, se debe más que nada a un acto de obsesiva fe: preservar la democracia a toda costa.

Esto es fundamental para la reflexión política, pues dejaría en evidencia que, con respecto a la democracia, no transitamos por un programa científico o progresivo, sino más bien por uno regresivo. Por eso, es celebrable que desde posturas epistocráticas (gobierno por oráculo simulado, sufragio por lotería) se empiece a cuestionar la sacrosanta idea de democracia representativa, la universalidad del sufragio y el voto como derecho moral. Por esta vía se crean las bases para realizar formas más eficientes de organización política en la que la ignorancia y los efectos del error se reducen al mínimo.

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