El Canal de Panamá: sin salud no hay progreso

Actualizado
  • 04/09/2020 08:48
Creado
  • 04/09/2020 08:48
Texto tomado del 'webinar' “Salud pública en la historia y el territorio”, organizado por el Centro para la Integración de la Naturaleza y las Ciudades (Cinc) y la Ciudad del Saber, el 27 de agosto
'La mayor profilaxis de la historia humana' costaría al gobierno estadounidense $15 millones.

La ciudad de Panamá fue desde su fundación en 1519, y hasta 1905, un lugar sucio y maloliente, donde la expectativa de vida no superaba los 45 años de edad.

Ese estilo de vida endémico se erradicaría con la intervención de saneamiento liderada por el doctor William Gorgas y la Segunda Comisión del Canal Istmico, con la que Panamá pasaría a ser una de las ciudades más sanas del continente. “La mayor profilaxis de la historia humana”, como se le ha llamado, habría costado al Gobierno estadounidense más de $15 millones, pero su rendimiento económico no pudo ser más alto. Gracias a esa inversión se logró concluir el proyecto de construcción del Canal de Panamá, soñado por las naciones europeas desde el siglo XV, e indispensable para que Estados Unidos alcanzara su estatus de potencia mundial y comercial en el siglo XX.

“Sin esa labor de profilaxis y ese énfasis en la gente y la salud preventiva, Panamá no contaría hoy con su mayor fuente de ingresos”, diría la arquitecta Raisa Banfield, ex vicealcaldesa de la ciudad, durante el webinar “Salud pública en la historia y el territorio”, organizado por el Centro para la Integración de la Naturaleza y las Ciudades (Cinc) y la Ciudad del Saber, el 27 de agosto pasado.

Fundación de la ciudad

“Nadie sabe a ciencia cierta por qué, habiendo tantos sitios mejores a pocas leguas, muchos de ellos dignos de alabanza, se estableció asentamiento humano en esta parte del mundo que bien puede considerarse como la antesala del averno”, comentó el sociólogo, filósofo e historiador panameño Pedro Rivera en su obra Las huellas de mis pasos sobre el sitio original de ubicación de la ciudad de Panamá, hoy Panamá La Vieja.

El Canal de Panamá: sin salud no hay progreso

El río más cercano estaba a más de dos kilómetros de distancia y se secaba en verano. A mil quinientos pasos estaban unas ciénagas donde se pudrían las aguas y daban malos vapores a la ciudad.

La ciudad de Panamá La Vieja era “ruidosa, sucia, con pocas comodidades”, señala el historiador Alfredo Castillero Calvo. En ella, continúa, “centenares de mulas entraban comúnmente, a lo que se añadía la suciedad y malos olores de la calle y de los patios y traspatios, sobre todo donde había caballerizas, y donde además se ubicaban las huertas, depósitos de leña y alimentos, y a veces, también, hasta gallineros”.

De acuerdo con testimonios recogidos por Castillero, el fraile Jerónimo Diego de Ocaña, de visita en Panamá en 1599, relataría que cuando llovía “las casas de madera temblaban y el pueblo se venía abajo con cada trueno y se inundaba de alacranes ponzoñosos que caían por montones de los techos”.

Mudanza

En 1531, la malas condiciones de la ciudad llegaron a oídos de la Corona española, y los regentes de la reina Juana de Castilla (La Loca) ordenaron al gobernador Antonio de Gama trasladar la ciudad a otro sitio más saludable. La orden fue reiterada por el rey Carlos V, en 1534, pero, según el historiador Cieza de León, no se hizo por una razón básica: los habitantes no querían perder lo que habían pagado por las casas. Eran especuladores que no estarían allí más tiempo que el indispensable para enriquecerse. Para ellos, las consideraciones de largo plazo no tenían razón de ser.

El Canal de Panamá: sin salud no hay progreso

La solución al problema llegó sola. En 1571, la ciudad quedó destruida a raíz del incendio que siguió a la invasión del pirata Henry Morgan. Ahora sí había que trasladar la ciudad.

Península

El sitio elegido fue una península estrecha, cercana al cerro Ancón. Era un lugar mucho más sano y agradable que el anterior. Las aguas de la bahía eran aquí más limpias y profundas. Había pozos naturales de agua cerca.

Tras un año de su fundación ya se habían construido o se estaban construyendo dentro de las murallas 113 casas “de madera y teja”, siguiendo muchos de los elementos de la vieja, pero de acuerdo con Castillero Calvo, “las casas siguieron haciéndose predominantemente de madera, de varios altos, con entresuelos, bodegas, zaguanes, cañones, cocinas al exterior, techos de teja a dos aguas”.

Durante el siglo XVIII hubo tres grandes incendios que casi la destruyeron. El Fuego Grande, de 1737, destruyó el 95% de las viviendas de intramuros. El Fuego Chico, en 1756, provocó la destrucción del 37% de las casas, sobre todo las grandes. Un tercer fuego, en 1789, favoreció al arrabal de Santa Ana hacia donde se trasladaron las familias arruinadas y el Gobierno Central (Castillero Calvo).

De esta época viene la reseña dada por Bernabeu de Reguart, un alto funcionario de la Corona que de paso por Panamá, en 1809, escribió al rey describiendo “un lugar desolado, impregnado de malos olores y manchado por todos lados de matorrales y lotes vacíos o cubiertos de ruinas”, donde no había un solo retrete –un lejano y solitario intento jamás fue imitado–, y cuyas casas, “estaban tan mal construidas que parecían las notas de un pentagrama” (Castillero Calvo).

En el siglo XVIII eran continuas las epidemias. Entre 1777 y 1782 estalló una de viruela y en el año 1816 la fiebre amarilla mató por lo menos 4% de la población ístmica de 120 mil habitantes, señala Omar Jaén Suárez. El cólera se registró en 1851 con infinidad de muertos, sostiene el mismo autor. En 1863 la fiebre amarilla acabó con unos 20 mil habitantes de la ciudad de Panamá y la zona suburbana.

La construcción del ferrocarril

El proceso de deterioro se frenaría a mediados del siglo XIX gracias a la Fiebre del Oro y la construcción del ferrocarril, entre 1850 y 1855, que atrajo para el istmo un aluvión de capitales. No obstante, la construcción del ferrocarril sería un compendio de horrores que daría a Panamá fama internacional como sitio de epidemias y enfermedades.

Los obreros trabajaban en condiciones espantosas. “Durante diez o doce horas del día eran esclavos perdidos y olvidados por el mundo. Hundidos en el fango hasta el cuello, caían, resbalaban, luchaban y maldecían. Nubes de mosquitos zumbaban sobre sus cabezas y succionaban su sangre. Morían de fiebre amarilla, malaria, disentería o de sífilis y gangrena de las heridas sufridas en el trabajo”.

Con no poca razón cobró vida el dicho de que por cada riel de la línea férrea, desde Colón hasta la ciudad de Panamá, había un muerto. En realidad, eran 74 mil polines y los muertos fueron posiblemente unos 12 mil, pero resume la horrenda mortandad.

Para los administradores del ferrocarril, el dilema era cómo enterrar los cadáveres. Primero se hicieron grandes fosas comunes. Pero pronto esto no bastó. La inventiva de los administradores estadounidenses ideó entonces una forma de convertir el problema en un buen negocio. Los cadáveres eran empacados en barriles con salmuera y formol, y así vendidos a las escuelas de medicina para servir en las prácticas de anatomía.

Canal francés

En 1881 Panamá se convirtió nuevamente en sitio de inmigración masiva con el inicio de los trabajos del canal francés. Ferdinand De Lesseps intentó mejorar la vida en la ciudad, introduciendo teatros, nuevos edificios y casas de hospedaje. La ciudad parecía más limpia y agradable. Incluso la inversión en salud fue bastante fuerte. De acuerdo con el doctor en medicina e historiador Alonso Roy (alonso-roy.com) a partir del mismo inicio de los trabajos comenzaron a llegar al istmo grupos de médicos, enfermeras, auxiliares y otros técnicos de primera. Dice Roy que el vizconde De Lesseps quiso dar apoyo a la salud, ya que había tenido la desgracia de perder a su primera esposa en una epidemia de cólera que se desató durante la construcción del canal de Suez en Egipto.

En 1882 se inauguró el hospital Central de Panamá, de 500 camas y construido a un costo de $5 millones, algo verdaderamente exorbitante para esa época.

El hospital contaba con varios pabellones muy bien diseñados y separados entre sí, con amplia ventilación y levantados del suelo por medio de altos pilares.

Pero el hospital tenía una alta mortandad. En los jardines abundaban los recipientes que acumulaban el agua. En las salas para los enfermos se protegía a los pacientes de las arrieras, colocando vasijas llenas del líquido en las patas de la cama.

En las noches había tantos mosquitos en el hospital, que parte del personal tenía como única ocupación abanicar a los doctores y enfermeras para que estos pudieran trabajar.

De acuerdo con el doctor Roy, “el esfuerzo francés falló de modo lamentable en el aspecto preventivo, principalmente porque no se conocía nada acerca de los mosquitos y su forma de propagar la fiebre amarilla y la malaria.

Para acceder a la conferencia completa ver https://www.youtube.com/watch?v=sHoNYCjLJ0k . Más información en https://cinc-latam.com/

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