De la Constitución formal a la material... o de cómo el criptopoder corrompe el pacto social

Actualizado
  • 20/06/2021 00:00
Creado
  • 20/06/2021 00:00
La oligarquía no es una categoría social. Es una categoría política... no se es oligarca porque se pertenezca a una clase social, cuanto porque el oligarca al apropiarse del poder político injerta en el espacio público una modalidad autocrática y perversa de poder

A propósito del zafarrancho de la constituyente, habiendo ya advertido en un anterior artículo acerca de los peligros enormes de acometer esta innecesaria tarea, por lo demás en una coyuntura de tanta división y fragmentación social y con todos los partidos políticos implosionados en la más ofensiva y vulgar corrupción y abandono del bien común, vuelvo a proponer elementos de juicio a ver si encontramos el juicio.

De la Constitución formal a la material... o de cómo el criptopoder corrompe el pacto social

La narrativa de que todos nuestros males están en la Constitución, no hace mención –de manera interesada– de la diferencia sustantiva que hay entre Constitución formal y Constitución material. Ni admite que es en la segunda en donde radica el grueso de los problemas.

De la Constitución formal a la Constitución material

Por Constitución formal, entiendo el conjunto solemne y supremo de normas que sanciona por escrito el pacto social mediante el cual los ciudadanos convenimos las normas programáticas, los valores y principios que regulan los poderes del Estado, su relación con los ciudadanos y entre ellos. En términos kelsenianos, es la 'norma fundamental', la cúspide del sistema jurídico.

Por Constitución material, por el contrario, entiendo el conjunto de normas jurídicas, sentencias y políticas públicas que desarrollan la 'norma fundamental' mediante la promulgación de leyes, decretos-leyes, decretos, reglamentos y resoluciones; la emisión de sentencias judiciales –de tribunales menores hasta la Corte Suprema– que aplican e interpretan el ordenamiento jurídico; y la concertación de políticas públicas que deberían orientar la construcción del estado de bienestar y del modelo keynesiano de economía de mercado que aseguran la felicidad de los ciudadanos y fijan los parámetros que compatibilizan el interés particular con el interés general.

Son dos arreglos jurídico-políticos sustancialmente concatenados, complementarios, pero que no son de igual jerarquía ni de igual valor formal. Sus contenidos sustantivos deberían ser tendencialmente coherentes, pero unas veces la Constitución material reafirma y enriquece la Constitución formal, y otras, la desfigura y degrada hasta hacerla irreconocible.

Y si hay consonancias y coherencias doctrinarias o disonancias y alejamientos entre el pacto social sacralizado en la primera y la realidad jurídica, política, económica y social que vivimos a diario en el contexto de la segunda, esas consonancias y coherencias, o esas disonancias y desconexiones, no están en la Constitución formal. Están en la Constitución material.

¿Dónde tienen su origen estas consonancias, coherencias, disonancias y desconexiones?

Están en los contenidos concretos, en las prácticas políticas y en la calidad de la moral pública con los cuales funcionarios, políticos, partidos políticos, personas –como ciudadanos o particulares– y poderes fácticos han traducido y traducen la 'norma fundamental' en la Constitución material.

Este proceso ha ido una veces muy bien, otras menos; unas veces mal y otras tan mal que acaba por derrumbar la República Democrática.

Y si este planteamiento tiene algún grado de verisimilitud, entonces es necesario aceptar que esas disonancias, discrepancias y problemas que nos abocan a crisis de legitimidad y gobernabilidad, en verdad no tienen su origen en la Constitución formal. Lo tienen en las trampas, engaños, recursos procesales para 'matar la justicia', entrabamientos burocráticos para esquilmar a los ciudadanos y los vacíos legales para arrojar en la indefensión a los pobres y débiles con que plagamos el arreglo jurídico ordinario, componente sustantivo de la Constitución material.

No tienen otro origen que en las decisiones complacientes, arbitrarias y cínicamente ajurídicas e inconstitucionales con que nuestros operadores de justicia plagan de impunidad los procesos, arman mal y tardíamente la vindicta pública, dejan podrir en gavetas y destruirse en fuegos sospechosos expedientes, posponen al infinito audiencias, prescriben casos con interpretaciones amañadas, acogen acciones carentes de sustento legal, meten en cuidados intensivos con pronóstico de muerte millares de casos del caducado Sistema Inquisitorio que nunca pasarán al Sistema Penal Acusatorio. Y todo ello, aduciendo el respeto del debido proceso y la presunción de la inocencia, preceptos constitucionales legítimos y sacrosantos que 'maleantes ilustrados', al servicio de poderosos innombrables, convierten en un pasaporte a la impunidad valiéndose de leyes opacas, decisores corruptos y precedentes judiciales chuecos.

No tienen otro origen que en las conductas inmorales y antiéticas, en la miopía política y el egoísmo social de los padres de la patria que en sus despachos, en la mayor opacidad, intercambian con los titiriteros pesetas por contenidos legales fumógenos, bochornosos, equívocos, sepultan anteproyectos para favorecer los poderes fácticos que con ellos concurren en forjar la nueva oligarquía que, en contubernio con el crimen organizado, sobrevivirá a la hecatombe.

No se resuelve pateando la Constitución formal. Se resuelve derrotando el criptopoder

Decía Quintero: La fiebre no está en la sábana, está en la gente. Por lo tanto, de nada vale patear la mesa para echar abajo la Constitución formal –la mejor que hemos tenido y tendremos nunca– si no se sanea la Constitución material derrotando en las urnas, en los tribunales y en la opinión pública a esa nueva oligarquía de barones corporativos y políticos enquistados en territorios electorales, adueñados de instituciones públicas; asociados en contratos y concesiones público-privadas de dudosa honorabilidad y caudales. Esos que, empotrados en comisiones y ministerios –con o sin cartera– desde allí deciden 'hacer' para repartirse el erario público; convertir cada necesidad ciudadana en un negociado; dar cuánto, a quién, por cuánto tiempo y a cambio de qué. Dispensar favores presupuestarios, asignar planillas y 'rollos de carreteras', otorgar concesiones y contratos energéticos que nunca se cumplirán para 'engordarlos' y venderlos al amparo de 'una transacción entre privados'.

La oligarquía no es una categoría social. Es una categoría política. Y es que con Aristóteles aprendimos que no se es oligarca porque se pertenezca a una clase social, cuanto porque el oligarca –sin importar si es rico o pobre– al apropiarse del poder político injerta en el espacio público una modalidad autocrática y perversa de poder orientada a imponer, en la mayor opacidad y secreto, el interés de una minoría codiciosa en desmedro de la felicidad y el bienestar de la mayoría.

Y cito al maestro Norberto Bobbio: “No entender se ha vuelto la regla antes que la excepción. No se comprenderá nada hasta que no estemos dispuestos a admitir que bajo el gobierno visible hay un gobierno que actúa en la penumbra (la oligarquía burocrática) y que, todavía más abajo, actuando en la más completa obscuridad y secretismo, está el criptopoder”.

Y rememoro con Pericles un principio que está en nuestra Constitución formal: “Un ciudadano ateniense no descuida los asuntos públicos cuando atiende sus asuntos privados; pero sobre todo, no se ocupa de los asuntos públicos para resolver sus cuestiones privadas”.

El autor es politólogo y diplomático.

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