Eunice: la embarazada que saltó de una casa en llamas

Actualizado
  • 20/12/2021 00:00
Creado
  • 20/12/2021 00:00
Eunice Escobar revive la pesadilla de aquel 20 de diciembre de 1989. Espera que su dolor sirva como antídoto contra el olvido
Unos 26 mil soldados estadounidenses invadieron Panamá, el 20 de diciembre de 1989.

Aquel 20 de diciembre de 1989, Eunice estaba embarazada, esperando el momento del alumbramiento. Ella vivía arrimada en un cuarto, en un viejo caserón de madera, en el populoso barrio de El Chorrillo, en la capital de Panamá, a solo tres metros de donde cayeron las primeras bombas del ejército estadounidense.

La noche de la invasión gringa descansaba intranquila en su cuarto, cuando escuchó una voz: “¡Pipona, pipona, nos estamos prendiendo!”. Era su vecina, una anciana de setenta años de nacionalidad española.

El anuncio llegó un poco tarde: ya no tenía cómo escapar del fuego desaparecía las escaleras de la casa. Para salvarse debía lanzarse del primer piso del edificio en llamas, aunque parecía una idea inaceptable: su embarazo estaba avanzado y podría perder su bebé.

De repente, miró a un poste del tendido eléctrico que estaba a unos metros del cuarto. Lo único que se le ocurrió fue llegar al balcón para abrazarse al poste e intentar bajar. Era peligroso: la madera de la casa se estaba desprendiendo, pero no tenía otra opción. Así, - la anciana y Eunice - se tomaron de las manos y cruzaron entre las llamas para llegar a ese balcón. Ella recuerda cómo “la abuelita” la ayudó a treparse en el poste de luz, y poco a poco fue deslizándose. Mientras descendía escuchó: “¡Ayuda, me quemo!”.

Eunice: la embarazada que saltó de una casa en llamas

Eran la anciana y un vecino policía. Esos gritos la hicieron perder el control y cayó al pavimento. “Me reventé al caer”, contó. En el piso, bañada en sangre, gateó para acercarse a un soldado estadounidense que la montó en una tanqueta y la trasladó al Hospital Gorgas, en la Ciudad de Panamá.

Milagrosamente, el bebé se salvó y pronto cumplirá 30 años. Entre sollozos recordó: “Por ella —la anciana— estoy viva, pero yo no pude hacer nada para salvarla. Es un dolor muy grande que llevo dentro de mí, porque dejé dos personas en la casa”, lamenta una y otra vez.

“¡Dame fuerzas, Dios ¡No puedo!”, dijo llevándose la mano derecha al rostro para que no captaran sus lágrimas. Pide agua para sosegarse, respira profundo y exclamó: ¡Ahhh! Momentáneamente está impasible y lista para revivir la pesadilla de aquella noche decembrina, como seguramente habrá hecho en tantos años de obstinados insomnios.

El diálogo se suspende para quebrarse en llanto. Entre esas lágrimas rememora que la pequeña Lulú también murió quemada. Una inválida, en silla de ruedas, que gritaba desesperadamente “¡Auxilio, auxilio!”. “Y Chichi, el paisano, también murió. Mi salvación fue el poste”. Se levanta de la silla, prefiere huir de ese pasado, que como el de muchas víctimas, no tiene alivio.

Las historias de las víctimas de la invasión revelan los traumas emocionales que dejó aquella descomunal e injusta operación militar, y la falta de apoyo de seis gobiernos panameños pos-Invasión —Endara, Pérez Balladares, Moscoso, Torrijos, Martinelli y Varela— para ayudarlos a recuperar una vida digna, y para que se conozca el destino de los seres queridos de los que nunca más tuvieron noticias, saber dónde están los cadáveres de sus familiares.

Aún no existen datos exactos sobre el número de víctimas de la invasión estadounidense en Panamá. Hay listas que se han levantado con errores, varias veces y por distintas organizaciones, donde hay personas que aparecen como muertas, pero en realidad están vivas. La Iglesia contó 341 civiles; el Instituto de Medicina Legal, 255; organismos de derechos humanos, más de mil. Y existen regiones del país donde nadie ha entrado a investigar qué ocurrió, como en Darién, por ejemplo.

La invasión es un tema prácticamente desconocido para niños y jóvenes de esta generación. Un episodio que, incluso quienes lo vivieron, prefieren no recordar ni contarlo a sus descendientes.

A Eunice Escobar la masacre la marcó física y emocionalmente. Camina lentamente, cojeando de su pierna derecha. Los gritos de la abuelita y la policía la atormentan en las noches. ¡No puedo seguir contando este tormento!”.

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