Elecciones en democracia abierta y multipartidista

Actualizado
  • 23/03/2014 01:03
Creado
  • 23/03/2014 01:03
Después de los procesos electorales, el elector se convierte en exigente acreedor de las irrealizables promesas

En las democracias multipartidistas el ejercicio del poder se disputa y se conquista en las urnas y lo obtiene el candidato que en las elecciones logre la mayor cantidad de votos. Este es el oficio que los políticos se ven obligados a ejercer en el ambiente pendenciero y bullicioso en que se desarrollan las campañas políticas en que se dirime la pugna por el poder. 

A nadie se le oculta el hecho de que en ejercicio de ese no tan grato oficio los políticos prometen de todo, incluso cosas que saben que no son asequibles ¿Lo hacen acaso por simple falta de ética? No lo creo. Pienso más bien que, como en el caso de la separación de poderes, nos tropezamos aquí con otra disfunción connatural al régimen partidista típico de las democracias demoliberales. 

El filósofo español Fernando Savater, al referirse a los torneos electorales y a los políticos que en ellos se enfrentan, ha puesto el dedo en la llaga. Cito sus palabras: ‘Sin duda son los políticos quienes, en cualquier lugar del planeta, cargan, con mayor o menor justicia, con el sambenito de ser quienes más promesas hacen y, por contra, los más incumplidores’. 

Muchas veces somos demasiado exigentes con las promesas de los políticos. Estos personajes las utilizan para ofrecerse y venderse a los electores. 

De todas formas, habría que preguntarse: ¿les toleraríamos que no nos hicieran esas promesas? ¿Realmente votaríamos a un político que confesara sin pudor sus limitaciones, o que reconociese que las dificultades son grandes y que, a corto plazo, no podría resolver los problemas, o que va a exigir grandes sacrificios a la población? ¿Admitiríamos que un político nos dijese la verdad con crudeza, y nos exigiese que le aceptásemos? Muchas veces nos quejamos de que los políticos mienten, pero de forma inconsciente les pedimos que lo hagan. Nunca los votaríamos si dijesen la verdad tal cual es, si no diesen esa impresión de omnisciencia y de omnipotencia que todos sabemos que están muy lejos de poseer. De modo que aquí hay una especie de paradoja: por un lado no queremos ser engañados por los políticos, pero a la vez exigimos que lo hagan. 

Lo que dice Savater es cierto. Todas las elecciones tienden a convertirse en ferias en las que se ofrecen, a precio de remate, castillos en el aire y otras ilusiones esperanzadoras que los votantes desean escuchar de boca de los candidatos. 

En esas ferias, además, campan por sus respetos las más modernas y persuasivas técnicas publicitarias de seducción, de engaño y de denigración del adversario, técnicas que se inspiran en la premisa, jamás desmentida, de que a los electores se les convence más fácilmente apelando a su afán de obtener provechos inmediatos y a sus prejuicios subconscientes que proponiéndoles argumentos dirigidos a su razón. La razón es siempre la gran ausente en el escenario circense que se monta cada cierto tiempo para que los políticos les ofrezcan a sus electores el oro y el moro. Esta realidad se acentúa, dramáticamente, en los países de cultura política inmadura y de pésima distribución de la riqueza; como el nuestro. 

Las consecuencias del problema son gravísimas. El precio que las democracias multipartidistas pagan por el inevitable incumplimiento de los mil arrumacos seductores en que, en sus ajetreos proselitistas, se prodigan los candidatos durante las campañas políticas es altísimo. Ese precio es la inmediata decepción del elector, quien, después de las elecciones, se convierte, como es natural, en exigente acreedor de las irrealizables promesas que el propio elector quería escuchar de boca de los candidatos. La lesión que por esta vía se le inflinge a la gobernabilidad es enorme. 

Me agradaría poder decir que una dosis adecuada de prédica ética sería antídoto eficaz para convencer a los políticos de que no deben incurrir en los despropósitos de que hacen gala en las campañas políticas. Lamentablemente, no veo como se pueda evitar que, en el ambiente contencioso de las campañas

Me agradaría poder decir que una dosis adecuada de prédica ética sería antídoto eficaz para convencer a los políticos de que no deben incurrir en los despropósitos de que hacen gala en las campañas políticas. Lamentablemente, no veo como se pueda evitar que, en el ambiente contencioso de las campañas, los políticos se comporten como lo hacen. Su afán de atraerse el apoyo de sus electores es irrefrenable. La rivalidad los obliga a superar las promesas de sus contrincantes. Basta con que cualquiera de ellos se desboque para que todos los demás lo imiten. 

Se trata, pues, de un mal impuesto por la propia dinámica de los procesos electorales, con el cual las democracias multipartidistas tienen que convivir y cuyas consecuencias deben capear como mejor puedan. 

INDEPENDIENTES VERSUS LA PARTIDOCRACIA 

Hubo una época en que en Panamá solamente los partidos políticos podían postular candidatos a puestos de elección popular. ‘Hoy día no es así. El Código Electoral permite las candidaturas por libre postulación para todos los referidos puestos, sin excluir ninguno. Con ello, obviamente, se ha querido debilitar el protagonismo y el poder excesivo de los partidos en el sistema político, poder éste que ha dado lugar al nacimiento de la voz ‘partitocracia’ o, como decimos en Panamá, ‘partid acracia’. 

No hay duda de que, en el plano teórico, la medida de la libre postulación tiende a democratizar el régimen electoral panameño. Es incluso posible que, con el correr de los años, esa medida llegue a surtir el efecto positivo de permitir que a las corporaciones públicas de elección popular accedan ciudadanos con criterio independiente y en número suficiente como para que tengan influencia real en el seno de las mismas. 

Aun cuando reconozco que es a todas luces prematuro emitir un concepto, siquiera preliminar, sobre las bondades de la postulación libre, creo pertinente señalar que, por ahora, la medida no ha logrado mayor cosa. Así lo demuestran los resultados de los comicios celebrados en 2009, que fueron los primeros en los que hubo candidatos de postulación libre a todos los cargos de elección popular, salvo los de presidente y vicepresidente. 

En esas elecciones participaron algo más de trescientos (300) candidatos de libre postulación. El total de votos obtenidos por esos candidatos fue apenas de treinta y cinco mil setecientos ochenta y siete (35,787), esto es, el 2,4% del total de votos emitidos, frente al 97,6% de los sufragios obtenidos por los partidos políticos. En dichos comicios se eligieron diez (10) representantes de corregimiento, dos (2) diputados y un (1) alcalde de postulación libre. Casi todos ellos se inscribieron en partidos políticos poco después de las elecciones. 

Habrá, pues, que esperar los resultados de las elecciones del 2014 para ver si se produce en ellas algún cambio significativo en el comportamiento del electorado respecto de la suerte de los candidatos no partidistas. Sería saludable que ello ocurriera. Me temo, sin embargo, que no será así. No es fácil que, por ahora, los candidatos independientes compitan exitosamente con los de los partidos.

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