La Interamericana, la carretera de los panameños

Actualizado
  • 13/06/2021 00:00
Creado
  • 13/06/2021 00:00
Hoy, la carretera Interamericana es una realidad que suscita poca intriga o reflexión, pero hubo un momento en que casi cada panameño tuvo con ella una conexión personal y una historia que contar.

Bajo el ardiente sol del verano panameño, el viernes 20 de febrero de 1953 transcurría en la Plaza 5 de Mayo de la ciudad de Panamá, en una escena vista repetidamente en fotografías de época. Las pequeñas chivas pintadas de azul y rojo iban y venían moviendo pasajeros. Los señores retirados, instalados en las bancas de la pequeña plaza, leían el periódico del día. Cientos de hombres y mujeres entraban y salían de las tiendas de la arteria comercial más importante del país. La única novedad aparente de ese día era el gran tablero que colgaba del segundo piso de la antigua estación de ferrocarril –hoy oficinas del Ministerio de Cultura– anunciando escuetamente “55 mil sacos”.

La Interamericana, la carretera de los panameños

La ciudadanía era testigo de cómo los números de aquel rústico tablero conocido como el “termómetro de cemento” iban aumentando cada día, dando a conocer la cantidad de sacos reunidos por el comité pro pavimentación de la carretera Interamericana, bajo la dirección del empresario colonense Felipe Motta.

A principios de año, el presidente Dwight Eisenhower (1953-1961) había aprobado dar continuidad al “Plan 2/3”, del presidente Franklin Roosevelt, por el que su gobierno se comprometía a seguir desembolsando dos tercios del costo de cada kilómetro de la carretera Interamericana, construida por los gobiernos centroamericanos.

Desde Panamá, el presidente José Remón (Oct. 1952- enero 1955) comunicó que continuaría la carretera, a partir del tramo Río Hato-Penonomé, pero se haría de asfalto, dada la precaria situación financiera del país.

El pueblo objetó. Quería una carretera de concreto con la misma calidad que tenía la existente entre Panamá y Río Hato. Se sugirió que la ciudadanía contribuyera con fondos para terminar los primeros 37 kilómetros. Así se creó el comité que dirigía el señor Motta.

El país entero respondió: 'La república entera como un solo hombre y con una sola idea se está movilizando. Cada día que pasa es un tramo más que se convierte en realidad' anunciaba el comité pro pavimentación en marzo de 1953, a través de La Estrella de Panamá.

Quienes tengan la oportunidad de leer el diario a lo largo de aquel año, notarán el interés que embargaba a las familias panameñas por el proyecto.

En el mes de febrero de 1953, los representantes del comité de La Chorrera anunciaron una colecta pública, un desfile, una función de teatro y un baile popular para recaudar fondos.

Una carta escrita por la humilde portera de una escuela veragüense, y publicada en el diario La Estrella de Panamá en el mes de abril de 1953, informa de su donación de $2.60 para la compra de dos sacos de cemento, para la obra en que “está empeñado nuestro digno presidente”.

“Los panameños residentes de Zulia contribuyen con mil 100 sacos de cemento”, reportaba el diario en junio. “Los empleados del palacio presidencial cooperan con la Interamericana”, se leía días después.

No se quedaban por fuera las escuelas o estudiantes del interior de la república, mencionados en una donación de $600 de parte de “los alumnos y maestros de Veraguas”.

En enero del año 1954, el comité nacional pro pavimentación anunció que la colecta había logrado reunir 192 mil 715 balboas con 17 centavos, 507 sacos diarios.

“Todo este esfuerzo será recompensado cuando los agricultores puedan enviar sus productos con mayor rapidez y seguridad, cuando los comerciantes puedan obtener sus mercancías a menor costo, cuando los habitantes del interior puedan ir de un lugar a otro pagando menos por su transporte”, continuaba el anuncio.

Una conexión personal

Para las actuales generaciones, la carretera Interamericana es una carretera y nada más, pero hubo un momento en el que casi cada panameño tenía sobre ella una historia que contar.

En el año 2015, cuando empezaba a escribir esta columna, publiqué un escrito sobre el tema y me sorprendió la respuesta. Entre correos y llamadas, recibí hermosos testimonios de la conexión personal de los panameños con la carretera. Entre ellos destacó una llamada desde David, de un caballero que me relató haber presenciado cómo su padre, Aristides Romero, ministro de Obras Públicas de la República, agasajaba en el Club David a un grupo de senadores estadounidenses para convencerlos de apoyar el Plan 2/3 (en 1945).

La carretera Interamericana fue la primera gran obra construida por panameños y la más grande después del Canal. Desde 1921 hasta 1964, cuando se inauguró el último tramo, miles de panameños y extranjeros habían estado involucrados en hacerla realidad: los políticos que buscaron las provisiones y partidas del presupuesto, los ingenieros que planificaron y supervisaron el proyecto, los obreros que abrieron los caminos, derribaron cerros, quitaron rocas y aplanaron el terreno, los ciudadanos que por primera vez veían la belleza del paisaje panameño.

Relato de un trabajador, Ovidio Díaz

El gran personaje Ovidio Díaz, empresario, exdiputado y expresidente de la SPIA, hoy de 102 años, inició su larga jornada profesional como obrero de la carretera Interamericana, en 1936. En su libro Tenacidad, superación y optimismo, un mensaje positivo para la juventud panameña, cuenta cómo, huérfano de padre y madre, y con la necesidad de salir adelante solo, a los 17 años consiguió ser contratado como parte de una cuadrilla de reparación de la carretera, en el tramo Santiago-Soná, con un salario de 1 dólar al día, el más bajo que había recibido –antes había sido apuntador y pintor de puentes–.

“El primer día, el capataz de la obra me dio la orden de retirar mi equipo de herramientas, un pico y una pala, que me hicieron sufrir un estremecimiento interior, no por el esfuerzo de utilizarlos, sino por el descenso que ello significaba para mi espíritu de superación”.

En tiempos en que era difícil encontrar un trabajo y conservarlo, Díaz ofrece el siguiente relato: “Realicé el trabajo de remoción de tierras rápidamente y empecé a buscar formas de conseguir un puesto mejor. Mi primera opción fue colaborar con el tractorista, pero este me dijo que no necesitaba asistente. Pedí que me pusieran de ayudante en la aplanadora, pero el que la conducía dijo que tampoco lo necesitaba. Observé a un viejito, un jamaicano de apellido Buriel, que derretía el asfalto en 12 tanques de 55 galones en fogones de leña. Trabajaba solo, con un esfuerzo extraordinario, porque tenía que partir la leña, alimentar los fogones y servir el asfalto caliente en vasijas menores que eran llevadas por los peones al sitio del pavimento arreglado y listo para vaciarlo”.

“Cuando pregunté por qué ese señor trabajaba solo, me respondieron que no quería ayudante por no dejar que alguien aprendiera un trabajo que él no quería perder”.

“Realicé el milagro de hacerme amigo del viejito Buriel, convenciéndolo de que yo no quería su puesto, que estaba de paso, y me enseñó lo que me tomó unos días de aprendizaje”.

“...Después vino el aviso de destitución. Tuve que regresar a mi casa en La Chorrera, sin dinero, porque el pago no había llegado. Lo recuerdo con honda tristeza, pues me consideraba un buen trabajador que realizaba sus tareas con eficiencia y el pago era botarme sin pagarme”.

Motivado por sus deseos de superación y el recuerdo de sus padres, Díaz lograría graduarse de ingeniero en la Universidad de Panamá a los 33 años, haciendo posteriormente una brillante carrera profesional.

Un ingeniero: Laurencio Guardia

Otro de los testimonios recogidos es el del ingeniero Laurencio Guardia (L. Guardia), hoy de 88 años, quien se unió al proyecto en el año 1957, contratado por el gran Tomás Guardia, que para entonces sobrepasaba los 70.

“Él era una personalidad, un ingeniero reconocido en todo el continente, con una trayectoria impresionante. Lo tratábamos con mucho respeto, guardando las distancias. Le llamábamos don Tomás. Él era amable, pero no mezclaba la diversión con el trabajo”, recuerda L. Guardia.

“En ocasiones, se presentaba sin aviso al campo para hacer preguntas y se fijaba en todo. Siempre tenía algo que decir”.

En una ocasión, L. Guardia se había subido a las vigas del puente de Santa María, cerca de Divisa, para inspeccionarlo. Era una acción peligrosa, pero que un joven de 25 años, ágil y con poco sentido de su propia mortalidad, realizaba a menudo. Allí estaba cuando llegó don Tomás, acompañado de su asistente, el ingeniero Rodolfo de Obarrio.

“Cuando los vi llegar, me bajé para atenderlos. Lo que no esperaba era que don Tomás me iba amonestar. “Laurencio, no quiero que te vuelvas a subir a las vigas de acero de ningún puente. Si te caes, tú tienes un problema y nosotros también”, le advirtió.

La carretera estaba a cargo de una constructora estadounidense. Los ingenieros como L. Guardia trabajaban para el Ministerio de Obras Públicas. Como representantes de los intereses de la nación, les correspondía asegurarse de que las empresas contratistas no cambiaran los materiales especificados en busca de ahorros, que la pendiente fuera la precisa, que la tierra hubiera sido removida de forma adecuada, que todo estuviera colocado como debía.

“Bastantes veces discutí acaloradamente con los contratistas. En una ocasión hasta me agarré a puños con un ingeniero de apellido Ross, que representaba a la compañía constructora. Mi trabajo era asegurarme de que cumpliera con los estándares de calidad”, señala L. Guardia.

L. Guardia estaba instalado en Santa Marta, un pueblo chiricano de apenas 1,000 habitantes, conectado con el mundo a través de trillos para caballo y el ferrocarril chiricano, que llegaba a la estación una vez al día. Como la mayoría de las villas interioranas de la época, Santa Marta no tenía acueducto y, en lugar de escusados, cada casa tenía una letrina en el patio.

“Teníamos un cine que funcionaba una vez a la semana y la película era voceada por un señor que caminaba por las calles con una matraca”, cuenta su esposa, Laura Jaén de Guardia, quien vivió con él unos meses en ese poblado, recién casada.

“Mi último trabajo fue como jefe del proyecto de carretera entre Concepción y Frontera, que inauguramos en el año 1960. Cuando empezamos no había nada. Solo tierra y cualquiera se podía mover libremente entre el territorio de Panamá y el de Costa Rica. Después llegaron los inspectores, que te pedían el pasaporte o la cédula. Después se instalaron las tiendas y el movimiento”, recuerda L. Guardia.

“El cambio fue rápido. La gente pasó del caballo al automóvil, y los pueblos fueron cambiando”, dice a su vez su esposa Laura. “Con la carretera llegó el progreso”.

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