• 25/03/2016 01:00

Estampas de Semana Santa en el campo

‘Luego del cafecito, los cuentos cambiaban y servían, según la maestra, para que los niños y jóvenes no fueran ‘patas de perro ' 

La cruz que señala dónde enterraron a la cuentacuentos Remigia González Silva está más allá de los apriscos de Aguabuena de Capira, y es visitada todos los Viernes Santos por algunos nietos de los que escucharon sus impresionantes cuentos. Remigia fue una costurera que, aunque ciega, remendaba desde colchas hasta medias y en las noches de Cuaresma recibía la visita de familias enteras de los poblados cercanos, quienes ya se sabían el comienzo de los cuentos, pero nunca los finales.

Remigia tenía la capacidad de captar la atención de sus oyentes y siempre hacía un alto a la mitad del camino de sus tenebrosos relatos... callaba mientras enhebraba la aguja... Grandes y chicos esperando ansiosos la continuación del relato que la señora condicionaba enfáticamente a que todos los presentes mirasen detenidamente, mientras tanto, los cuadros españoles que tenía en la sala de paredes de color mantasucia y como repelladas con claras de huevo: La Última Cena, el Corazón de Jesús y el de la Virgen María abrazada a Jesucristo sangrante. Y cuando todo el mundo estaba distraído observando las piadosas imágenes y sufriendo en carne propia la Pasión, de repente decía la habilidosa cuentera: ‘Colorín colorado este cuento se ha acabado o se acabó el cuento y el viento... y el viento señores, se lo ha llevado '; y al rato continuaba con otro relato hasta que dieran las doce de la noche. Entonces nadie se atrevía a levantarse y tomar los caminos oscuros de regreso a sus casas, por el temor a las apariciones contadas por la vieja Remigia.

En el camino de retorno las abuelas no podían caminar bien por esos senderos de tierra colorada, porque los pequeños entorpecían el avance, ya que iban apretados a sus enaguas y con los ojos cerrados, sin levantar la cabeza, porque en la oscuridad los mínimos movimientos de las enormes ramas de cañafístulos, corotues o javillos los hacían ver demonios grandes y chicos.

Una maestra que también era fanática como todo el grupo, les murmuraba a madres, abuelas, tías y a los pocos hombres que acudían, diciendo: ‘Esos cuentos de doña Remi son para que mantengan a los muchachos en las casas, respetando estos Días Santos. ¿No ven que ella siempre lo dice, que guardemos, que no hagamos lo que nos divierte ni comamos lo que más nos gusta, que pensemos en el sufrimiento del Señor Jesús por salvarnos a nosotros, pecadores? '.

Entre las narraciones inconclusas que más erizaban los pelos estaba la del chivato, personaje que ella describía como un hombrecito musculoso de cuatro patas, con cascos de vaca, la cabeza de un chivo, barba larga y unos ojos que parecían tizones. Ese personaje salía todas las noches a las siete, desde el Miércoles de Ceniza cotidianamente hasta el Viernes Santo, se posaba en la peña del Alambique, peña que también represaba un charco de la corriente del río Capira, muy cerca al villorrio de La Pita. El chivato, decía doña Remigia, emitía un balido muy alto, largo y profundo que se escuchaba tanto en Playa Leona como Peña Blanca de La Chorrera, Lídice, Ollas Arriba y Majara de Capira, viajando luego como quien baja loma Campana hasta perderse en las llanuras de Sajalice.

Entonces, el chivato, cuando no se escuchaba su grito de muerte, se lanzaba en carrera desenfrenada pasando por Llano Santísimo como una chispa loma abajo, hasta frenar abruptamente donde hoy pasa la Interamericana, casi frente a la iglesia de la Virgen del Rosario. Y recalcaba Remigia que más peligroso que escuchar el bramido era ver al mismo bicho, que mejor se tiraran a tierra tapándose los ojos, porque se sabía de varios muchachos que, por haberlo visto, se les llenaron sus cuerpos de paño blanco.

En ocasiones se notaba que la maestra susurraba a oídos de la ciega que respondía, asintiendo con la cabeza, colocando la aguja en el dedal estirando el cuello y acomodándose la extensa trenza de cabellos blancos. La maestra se levantaba y le preguntaba que sin azúcar y la viejita contestaba ‘con poquita azúcar, con poquita y como San Martín de Porres '. Luego del cafecito, los cuentos cambiaban y servían, según la maestra, para que los niños y jóvenes no fueran ‘patas de perro ' durante los Días Santos. De manera que la noche siguiente contaba cómo algunos muchachos se habían convertido en monos por estar trepando palos en esos tiempos tenebrosos en donde el diablo vivía tentando al Señor para que pecara. Asimismo inquietaba a los jóvenes para que no fueran a bañarse a los charcos, porque, si no se ahogaban, podían convertirse en merachos o peces de aguadulce.

ESCRITOR COSTUMBRISTA.

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‘Luego del cafecito, los cuentos cambiaban y servían, según la maestra, para que los niños y jóvenes no fueran ‘patas de perro ' durante los Días Santos'

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