• 09/11/2019 00:00

Ese delicioso arte de narrar historias (Para Zary Alleyne, con afecto)

“Escribimos como una necesidad inexpugnable de expresión, como una forma de comprender, de encontrarnos [...]”

La escritura de textos creativos suele pasar por el hecho de sentirse unas ganas irreprimibles de poner en selectas palabras los vuelos de la imaginación a partir de la cuidadosa interpretación de experiencias e imaginaciones que marcan la vida de un ser profundamente sensible: el escritor. En términos generales, lo anterior suele ser el motor de arranque de las mejores obras literarias. Las que han dado prestigio universal o local a sus autores porque han escrito obras memorables por su calidad estética y humana.

Escribimos como una necesidad inexpugnable de expresión, como una forma de comprender, de encontrarnos, lo cual supone decodificar algunas claves del mundo y de nosotros mismos. Pero cómo negar que también escribimos para ser leídos, lo cual necesariamente pasa por leernos nosotros mismos en el proceso. En ese sentido, ocurre una operación fascinante y anímicamente provechosa: quien escribe necesariamente se está leyendo; y quien lee lo escrito por otro, reescribe lo ya plasmado en ese texto. Solo que, además, en cuanto a lo que podríamos llamar “el fondo o contenido” de la obra, cada nuevo lector va imaginando, interpretando, conjeturando causas, maneras de ser y consecuencias de la narración (la historia, en la novela y el cuento); pero también ideas y sentimientos (en el ensayo y la poesía, respectivamente).

Si para un artista —y el escritor talentoso sin duda lo es— resulta muy difícil separar arte y vida, para una persona culta es imposible separar escritura y lectura. Sabe, más allá de su educación, que no habría lectura sin escritura previa, y que esta no se salva sola, leída por nadie, aislada en una gaveta, enmoheciendo. Y no se trata de que un texto literario sea un espejo fiel de la vida, sino de que la vida, o algún aspecto señero de su devenir, florezca y sufra sus avatares al interior de un cuento o de una novela o de un poema titilante que muestre y demuestre en la belleza de su semántica que quien los crea en algún momento de su existencia precaria es un ser humano imperfecto que sin embargo aspira con toda su alma a la imposible perfección.

Recreamos, según convenga, hechos que no necesariamente son ciertos: vestimenta, gestos, rasgos de carácter de los personajes involucrados; el sitio en que pasa la acción; el ambiente o atmósfera presentes. Además, añadimos lo que haga falta. Y resulta imposible, además de inconveniente, separar lo real de lo imaginario. Porque una cosa enriquece a la otra cuando se trata de un autor de talento, capaz de deslindar lo creíble de lo que no lo es tanto. Por más que a veces, paradójicamente, descubra que lo imaginado se percibe como más real que lo verídico; porque es indudable que la creatividad, como un todo pujante y envolvente, se impone con fuerza propia. Es el poder del arte, la maravilla de su magia.

Todo lo que existe es susceptible de ser abarcado de una manera u otra por la creatividad de un escritor sensible. De tal modo que tanto una silla, una arruga, un semáforo, una película de ciencia-ficción o un pájaro carpintero a punto de elevar el vuelo, son tan reales y verosímiles, sabiéndolos expresar, como el sueño que tuve anoche en el que una bella chica que bucea en el Caribe panameño se topa con una tortuga gigante que la acecha con ínfulas de macho cabrío, o como las fobias más paralizantes que puedan hacer compleja la vida de un personaje gris que en un cuento anónimo lucha con denuedo por salir adelante.

Así, escribir es crear, pero también recrear. Darle vida a una serie de instancias reales o inventadas, de tal modo que el lector perciba todo por primera vez, de modo absorbente y sugestivo. Experiencia e imaginación son inseparables, como en una buena novela o cuento lo serán también en la sensibilidad de un buen lector que, por serlo, es capaz de imaginar cada detalle descrito y cada secuencia narrada sin importar procedencias ni formas de plasmación. Simplemente dará por cierto lo que lee. Y en ese sentido, el autor, tal vez sin saberlo porque es poco frecuente que llegue a conocer a sus lectores, habrá tenido éxito.

No solo es el cuento el género literario más cultivado en Panamá, sino que a partir de 1990 ejerce un decidido liderazgo en cuanto a sus cultores. Nace a finales del siglo xix en periódicos y revistas de época, y se empieza a consolidar a partir de que en 1903 el poeta modernista panameño Darío Herrera (1870-1914) publica en Buenos aires el primer libro de cuentos de autor panameño: “Horas lejanas”, muy bien recibido por la crítica de su tiempo. Desde entonces, alternado con la poesía, la ficción breve panameña ha sido creada con entusiasta asiduidad. Así fue durante todo el siglo xx.

Por otra parte, es un hecho plenamente comprobado que la cuentística nacional experimenta un auge impresionante en lo que va del siglo XXI. Ocurre que en los 20 años transcurridos en este conflictivo segmento del tiempo, han surgido más de 110 nuevos cuentistas en nuestro medio —muchos con al menos un libro publicado—, de los cuales más de la mitad son talentosas mujeres.

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