• 18/05/2020 00:00

'Una ridícula esperanza'

“Lo que percibo cuando me tropiezo en las redes con una de esas discusiones, con sus irrisorios argumentos, a favor o en contra, es que nadie de los que discuten ha perdido un ser querido o amigo en esta pandemia”

La escritora española Rosa Montero, escribió una obra titulada “La ridícula idea de no volver a verte”, basada en la vida de Marie Curie y su amado esposo Pierre y también confronta su propio amor y dolor por su esposo Pablo, a quien perdió por una enfermedad difícil y dolorosa. Montero escribió que: “Cuando se te muere alguien con quien has convivido mucho tiempo, no solo te quedas tú tocado de manera indeleble, sino que también el mundo entero queda teñido, manchado, marcado por un mapa de lugares y costumbres que sirven de disparadero para la evocación, a menudo con resultados tan devastadores como el estallido de una bomba”.

Cuando se discutía hace unos años el tema de la pena de muerte, reflexioné sobre lo incongruente que como sociedad podemos ser sobre un asunto, a mi parecer, tan trascendental. Es decir, no hay nada más seguro que la muerte, pero cómo llegar a ella y cómo se percibe por los que quedan, es otra cosa. Decía que: “El ser humano, dentro de sus ambigüedades y contradicciones ha sido capaz de ver la muerte como un castigo y al mismo tiempo como una bendición. Cuando un ser muy querido, por ejemplo, ha sufrido largos periodos a causa de una terrible enfermedad, o como consecuencia de su andar por la vida y por el tiempo, al morir, generalmente sus seres queridos expresan alivio por el cese del sufrimiento: “Ya se fue a descansar”, señalamos. En cambio, hay quienes enarbolan la muerte como un castigo para aquellos que delinquen violentamente. Pretenden que sea un recurso coercitivo social y legal. Saldar una deuda con la sociedad”.

Cada cierto tiempo que caigo en esa profunda reflexión sobre quiénes somos y cómo vemos las cosas trascendentales. Cómo debiéramos organizarnos como sociedad para enfrentar peligros, los creados o los que nos llegan de sorpresa. En esta amenazante experiencia con el COVID-19 la mayoría de los que somos responsables, seguimos las indicaciones de las autoridades y científicos y le damos seguimiento a los acontecimientos mundiales (los avances y retrocesos), para combatirlo. Estamos dispuestos a cumplir con lo necesario y contribuir con nuestro granito de arena para salvarnos y no infectar a ningún otro ser humano.

Entonces veo las discusiones que se generan, por ejemplo: el rechazo a las vacunas, o el control de la circulación de las personas, o sobre la ley seca. Argumentos van y vienen, pero se pierden un hecho superior a la hora de sustentar los “derechos ciudadanos a la libertad”: la obligación de salvar vidas. Hay justicia en los que velan porque nos respeten los espacios ganados como humanos y ciudadanos. No pretendo señalarlos ni entrar en polémica como sucede en las redes sociales. Para mí se trata de tomar en cuenta los peligros bien subrayados en los números fríos sombre la muerte de personas por el COVID-19 y los que quedan luchando por su vida en hospitales y centros de atención.

No soy el único, pero en lo que va de la pandemia he sido tocado por la pérdida de personas que en algún momento de mi vida compartí momentos o formaron comunidad en otros círculos sociales y familiares alrededor de los míos. Vecinos de otros tiempos, gente de esa naturaleza que, al saber de su infortunio, recuerdo agradablemente, aunque hayan sido de alguna manera transitorios por mi vida.

Lo que percibo cuando me tropiezo en las redes con una de esas discusiones, con sus irrisorios argumentos, a favor o en contra, es que nadie de los que discuten ha perdido un ser querido o amigo en esta pandemia. Creo que ese ímpetu por discutir, molestar, mofarse o simplemente demostrar que “yo sé más que tú y las autoridades”, no se diera, mucho menos con la agresividad descalificadora con que se da, si muchos de los quejosos, arropados en su derecho a opinar, tuvieran la funesta “y ridícula experiencia” de haber perdido un ser querido.

Mucha gente ha muerto por indolencia y desprecio por los demás. Hemos sido teñidos de dolor y mis derechos por comprar una caja más de cerveza no debieran ser razón para condena a otros al sufrimiento o a la muerte. La ridícula esperanza debe ser la construcción de esa trillada “nueva realidad”, en donde convivimos en una sociedad menos despreciativa, más responsables y más solidaria.

Comunicador social.
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